TERCIA
Donde se asiste a una riña entre personas vulgares, Aymaro d’Alessandria hace algunas alusiones y Adso medita sobre la santidad y sobre el estiércol del demonio. Después, Guillermo y Adso regresan al scriptorium, Guillermo ve algo interesante, mantiene una tercera conversación sobre la licitud de la risa, pero, en definitiva, no puede mirar donde querría.
Antes de subir al scriptorium pasamos por la cocina para alimentarnos, porque desde la hora de despertar no habíamos tomado nada. Me recuperé en seguida con una escudilla de leche caliente. La gran chimenea situada en la pared sur ardía ya como una fragua, y en el horno se estaba cociendo el pan para el día. Dos cabreros estaban descargando el cuerpo de una oveja que acababan de matar. Percibí a Salvatore entre los cocineros, y me sonrió con su boca de lobo. Y vi que cogía de una mesa un resto del pollo de la noche pasada, y lo entregaba a escondidas a los cabreros, quienes con un guiño de satisfacción lo metieron en sus chaquetas. Pero el cocinero jefe se dio cuenta y regañó a Salvatore:
—¡Cillerero, cillerero —dijo—, debes administrar los bienes de la abadía, no despilfarrarlos!
—¡Filii Dei son! —dijo Salvatore—. ¡Jesús dijo que facite por él lo que facite a uno de estos pueri![*]
—¡Fraticello de mis calzones, franciscano pedorrero! —le gritó entonces el cocinero—. ¡Ya no estás entre tus frailes mendigos! ¡De proveer a los hijos de Dios se encargará la misericordia del Abad!
El rostro de Salvatore se oscureció, y exclamó revolviéndose en un acceso de ira:
—¡No soy un fraticello franciscano! ¡Soy un monje Sancti Benedicti[*]! ¡Merdre à toy[*], bogomilo de mierda!
—¡Bogomila la ramera que te follas de noche con tu verga herética, cerdo! —gritó el cocinero.
Salvatore hizo salir aprisa a los cabreros y, al pasar junto a nosotros, nos miró preocupado:
—¡Fraile —le dijo a Guillermo—, defiende tu orden, que no es la mía, explícale que los filios Francisci non ereticos esse[*]! —y después me susurró al oído —. Ille menteur[*], pufff —y escupió al suelo.
El cocinero lo echó de mala manera y cerró la puerta tras él.
—Fraile —le dijo a Guillermo con respeto—, no hablaba mal de vuestra orden y de los hombres santísimos que la integran. Le hablaba a ese falso franciscano y falso benedictino que no es ni carne ni pescado.
—Sé de dónde viene —dijo Guillermo con tono conciliador—. Pero ahora es un monje como tú y le debes fraterno respeto.
—Pero mete las narices donde no debe meterlas, porque lo protege el cillerero, y cree que él es el cillerero. ¡Dispone de la abadía como si le perteneciese, tanto de día como de noche!
—¿Por qué de noche? —preguntó Guillermo.
El cocinero hizo un gesto como para dar a entender que no quería hablar de cosas poco virtuosas. Guillermo no insistió, y acabó de beber su leche.
Mi curiosidad era cada vez mayor. El encuentro con Ubertino, los rumores sobre el pasado de Salvatore y del cillerero, las alusiones cada vez más frecuentes a los fraticelli y a los franciscanos heréticos, la reticencia del maestro a hablarme de fray Dulcino… En mi mente empezaban a ordenarse una serie de imágenes. Por ejemplo, mientras viajábamos habíamos encontrado al menos en dos ocasiones una procesión de flagelantes. A veces la población los miraba como santos; otras, en cambio, empezaba a correr el rumor de que eran herejes. Sin embargo, eran siempre los mismos. Caminaban en fila de a dos por las calles de la ciudad, sólo cubiertos en las partes pudendas, pues ya no tenían sentido de la vergüenza. Cada uno empuñaba un flagelo de cuero, y con él se iban azotando las espaldas hasta sacarse sangre; y vertiendo abundantes lágrimas, como si estuviesen viendo la pasión del Salvador, imploraban con un canto lastimero la misericordia del Señor y el auxilio de la Madre de Dios. No sólo de día, sino también de noche, portando cirios encendidos, a pesar del rigor del invierno, acudían en tropel a las iglesias y se arrodillaban humildemente ante los altares, precedidos por sacerdotes con cirios y estandartes, y no sólo hombres y mujeres del pueblo, sino también nobles matronas, y mercaderes… Y entonces se producían grandes actos de penitencia. Los ladrones devolvían lo robado, y otros confesaban sus crímenes.
Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquélla no era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia…, éste sí herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos de unos y de otros.
Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística (y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes, Ubertino se había indignado, como si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación, Ubertino y Chiara da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Ésa y no otra cosa era la santidad.
Pero ¿por qué Guillermo no era capaz de discriminar? Sin embargo, era un hombre muy agudo, y en lo referente a los hechos naturales era capaz de percibir la mínima desigualdad y el mínimo parentesco entre las cosas…
Estaba sumido en estos pensamientos, mientras Guillermo acababa de beber su leche, cuando oímos un saludo. Era Aymaro d’Alessandria, a quien ya habíamos conocido en el scriptorium, y cuyo rostro me había llamado la atención: una sonrisa de mofa permanente, como si la fatuidad de los seres humanos ya no lo engañase, como si tampoco le pareciera demasiado importante esa tragedia cósmica.
—¿Entonces, fray Guillermo, ya os habéis acostumbrado a esta cueva de locos?
—Me parece un sitio habitado por hombres admirables en mérito, tanto a su santidad como a su doctrina —dijo cautamente Guillermo.
—Lo era. Cuando los abades se comportaban como abades y los bibliotecarios como bibliotecarios. Ahora, ya habéis visto lo que sucede allí arriba —y señaló el primer piso—, ese alemán medio muerto, con ojos de ciego, sólo tiene oídos para escuchar devotamente los delirios de ese español ciego, con ojos de muerto. Pareciera que el Anticristo fuese a llegar cualquiera de estos días, se rascan pergaminos pero entran poquísimos libros nuevos… Mientras aquí hacemos eso, allá abajo, en las ciudades, se actúa… Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, ya lo veis, el emperador nos usa para que sus amigos puedan encontrarse con sus enemigos (algo he sabido de vuestra misión, los monjes hablan y hablan, no tienen otra cosa que hacer), pero sabe que el país se gobierna desde las ciudades. Nosotros seguimos recogiendo el grano y criando gallinas, mientras allá abajo cambian varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se acumulan tesoros. Y también libros. Y más bellos que los nuestros.
—En el mundo suceden, sí, muchas cosas nuevas. Pero ¿por qué pensáis que la culpa es del Abad?
—Porque ha dejado la biblioteca en manos de extranjeros, y gobierna la abadía como una fortaleza cuya función fuese defender la biblioteca. Una abadía benedictina, situada en esta comarca italiana, debería ser un sitio donde decidieran los italianos, y como italianos. ¿Qué hacen hoy los italianos, que ni siquiera tienen un papa? Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de Francia. Entonces, hagamos lo mismo nosotros: si sabemos hacer bellos libros, fabriquémoslos para las universidades, e interesémonos por lo que sucede allá abajo. No me refiero al emperador, con todo el respeto por vuestra misión, fray Guillermo, sino a lo que hacen los boloñeses a los florentinos. Desde aquí podríamos controlar el paso de los peregrinos y los mercaderes que van desde Italia a la Provenza, y viceversa. Abramos la biblioteca a los textos escritos en lengua vulgar, y subirán hasta aquí incluso aquellos que ya no escriben en latín. En cambio, nos domina un grupo de extranjeros, que siguen dirigiendo la biblioteca como si en Cluny fuese todavía abad el buen Odilon.
—Pero el Abad es italiano —dijo Guillermo.
—Aquí el Abad no cuenta para nada —dijo Aymaro, siempre con su sonrisa de mofa—. En lugar de cabeza tiene un armario de la biblioteca, con carcoma. Para contrariar al papa, deja que la abadía sea invadida por fraticelli… Me refiero, fraile, a esos herejes, tránsfugas de vuestra orden santísima… Y, para agradar al emperador, hace venir monjes de todos los monasterios del norte, como si aquí no tuviésemos excelentes copistas, y hombres que saben griego y árabe, y como si en Florencia o en Pisa no hubiese hijos de mercaderes, ricos y generosos, dispuestos a entrar en la orden, si la orden les ofreciera la posibilidad de acrecentar el poder y el prestigio de sus padres. Pero aquí sólo existe indulgencia con las cosas del mundo cuando se trata de permitir a los alemanes que… ¡Oh, Señor, fulminad mi lengua porque estoy por decir cosas poco convenientes!
—¿En la abadía suceden cosas poco convenientes? —preguntó Guillermo, como quien no quiere la cosa, mientras se servia más leche.
—También el monje es un hombre —sentenció Aymaro—. Pero aquí son menos hombres que en otros sitios —añadió luego—. Y quede claro que, si algo he dicho, no he sido yo quien lo ha dicho.
—Muy interesante. ¿Y son opiniones sólo vuestras o hay muchos que piensan como vos?
—Muchos, muchos. Muchos que ahora lamentan la desgracia del pobre Adelmo, pero que no se habrían quejado si al precipicio hubiera caído otro, que ronda por la biblioteca más de lo que debiera.
—¿Qué queréis decir?
—He hablado demasiado. Aquí hablamos demasiado, como ya habréis advertido. Aquí, de una parte, nadie respeta el silencio. Y, de otra, se lo respeta demasiado. Aquí, en lugar de hablar o de callar, habría que actuar. En la época de oro de nuestra orden, cuando un abad no tenía temple de abad, una buena copa de vino envenenado y ya estaba, a elegir el sucesor. Desde luego, fray Guillermo, no os he dicho estas cosas para hablar mal del Abad o de los otros hermanos. Dios me guarde de hacerlo. Por suerte, no tengo el feo vicio de la maledicencia. Pero no quisiera que el Abad os hubiera pedido que investigaseis sobre mí o sobre otros monjes, como Pacifico da Tivoli o Pietro de Sant’Albano. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que sucede en la biblioteca. Aunque ya quisiéramos tener un poco más que ver. Y, ahora, destapad este nido de víboras vos, que habéis quemado tantos herejes.
—Nunca quemé a nadie —respondió secamente Guillermo.
—Era una manera de decir —admitió Aymaro, con una amplia sonrisa—. Buena caza, fray Guillermo, pero prestad atención de noche.
—¿Por qué no de día?
—Porque de día se cura el cuerpo con las hierbas buenas y de noche se enferma la mente con las hierbas malas. No creáis que Adelmo se precipitó al abismo empujado por las manos de otro, ni que las manos de alguien hundieron a Venancio en la sangre. Aquí hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adonde ir, qué hacer y qué leer. Y se recurre a las fuerzas del infierno, o de los nigromantes amigos del infierno, para confundir las mentes de los curiosos…
—¿Habláis del padre herbolario?
—Severino de Sant’Emmerano es buena persona. Desde luego, alemán él, alemán Malaquías…
Y, después de haber demostrado una vez más que no estaba dispuesto a hablar mal de nadie, Aymaro subió a la sala de trabajo.
—¿Qué habrá querido decirnos? —pregunté.
—Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio donde los monjes luchan entre sí para conseguir el gobierno de la comunidad. También ocurre en Melk, aunque, siendo novicio, puede que aún no hayas tenido tiempo de percibirlo. Pero en tu país conquistar el gobierno de una abadía significa conquistar una posición desde la cual se trata directamente con el emperador. En este país, en cambio, la situación es distinta, el emperador está lejos, incluso cuando baja hasta Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera existe la del papa. Como ya habrás visto, lo que hay son ciudades.
—Sí, y me han impresionado mucho. En Italia la ciudad no es como en mi tierra… No es sólo un sitio para habitar: es un sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los magistrados de la ciudad importan más que el emperador o que el papa… Son… reinos aparte.
—Y los reyes son los mercaderes. Y su arma es el dinero. El dinero, en Italia, no tiene la misma función que en tu país o en el mío. El dinero circula en todas partes, pero allí la vida sigue en gran medida dominada por el intercambio de bienes, pollos o gavillas de trigo, una hoz o un carro, y el dinero sirve para obtener esos bienes. En cambio, como habrás advertido, en las ciudades italianas son los bienes los que sirven para obtener dinero. Y también los curas y los obispos, y hasta las órdenes religiosas, deben echar cuentas con el dinero. Así se explica que la rebelión contra el poder se manifieste como reivindicación de la pobreza, y se rebelan contra el poder los que están excluidos de la relación con el dinero, y cada vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y los debates, y toda la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente directamente atacada si alguien insiste demasiado en predicar la pobreza. Donde alguien reacciona ante el hedor del estiércol del demonio, los inquisidores huelen el hedor del demonio. Ahora comprenderás también lo que sugería Aymaro. En los tiempos áureos de la orden, una abadía benedictina era el sitio desde donde los pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro quiere que se vuelva a la tradición. Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para volver a la tradición (a la gloria y al poder de otros tiempos) la abadía debe aceptar que el rebaño ha cambiado, y para ello debe cambiar. Y como hoy en este país el rebaño no se domina con las armas ni con el esplendor de los ritos, sino con el control del dinero, Aymaro quiere que el conjunto de la abadía, incluida la biblioteca, se conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con los crímenes, o con el crimen?
—Todavía no lo sé. Pero ahora quisiera subir. Ven
Los monjes ya estaban trabajando. En el scriptorium reinaba el silencio, pero no era aquel silencio que emana de la laboriosa paz de los corazones. Berengario, que había llegado poco antes que nosotros, se mostró incómodo al vernos. Los otros monjes levantaron la cabeza de sus mesas. Sabían que estábamos allí para descubrir algo relativo a Venancio, y la dirección misma de sus miradas hizo que nuestra atención se fijara en un sitio vacío, bajo una de las ventanas que daban al octágono central.
Aunque el día fuese muy frío, la temperatura en el scriptorium era agradable. No por azar lo habían instalado encima de las cocinas, que irradiaban bastante calor, entre otras causas, porque los conductos de los dos hornos de abajo pasaban por el interior de las pilastras en que se apoyaban las dos escaleras de caracol situadas en los torreones occidental y meridional. En cuanto al torreón septentrional, en la parte opuesta de la gran sala, no tenía escalera, pero sí una gran chimenea encendida que irradiaba un calor muy agradable. Además, el suelo estaba cubierto de paja, por lo que nuestros pasos eran silenciosos. El ángulo menos caldeado era el del torreón oriental, y, en efecto, noté que, como en aquel momento eran menos los monjes allí presentes que los puestos de trabajo disponibles, todos tendían a evitar las mesas situadas en ese sector. Cuando, más tarde, advertí que la escalera de caracol del torreón oriental era la única que no sólo comunicaba, hacia abajo, con el refectorio, sino también, hacia arriba, con la biblioteca, me pregunté si acaso la calefacción de la sala no obedecía a un cálculo cuidadoso, destinado a disuadir a los monjes del deseo de curiosear por aquella parte, y a facilitarle al bibliotecario el control del acceso a la biblioteca. Pero quizá fuesen sospechas exageradas, con las que intentaba imitar malamente a mi maestro, pues no tardé en advertir que semejante cálculo no hubiese sido de mucha utilidad en verano… Salvo (me dije) que en verano aquella parte fuera precisamente la más expuesta al sol, y, por consiguiente, también entonces, la menos frecuentada por los monjes.
La mesa del pobre Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y era, probablemente, una de las más codiciadas. En aquella época yo no había pasado todavía muchos años en un scriptorium, pero después gran parte de mi vida transcurriría en ellos, de modo que conozco los sufrimientos que el copista, el rubricante y el estudioso deben soportar en sus mesas durante las largas horas invernales, cuando los dedos se entumecen sobre el estilo (porque ya con una temperatura normal, después de escribir durante seis horas, los dedos sienten el terrible calambre del monje y el pulgar duele como si lo estuvieran machacando en un mortero). Y así se explica que a menudo encontremos al margen de los manuscritos frases dejadas por el copista como testimonio de su padecimiento (y de su impaciencia), por ejemplo: «¡Gracias a Dios no falta mucho para que oscurezca!», o «¡Si tuviese un buen vaso de vino!», o «Hoy hace frío, hay poca luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va». Como dice un antiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo. Trabaja, es decir, sufre.
Pero estaba hablando de la mesa de Venancio. Como todas las situadas alrededor del patio octogonal, destinadas a los estudiosos, era más pequeña que las otras, situadas bajo las ventanas de las paredes externas, y destinadas a los copistas y miniaturistas. Sin embargo, también Venancio trabajaba con un atril, probablemente porque estaba consultando manuscritos que la abadía había recibido en préstamo para copiar. Encima de la mesa había una estantería baja en la que se amontonaban unos folios sueltos; como estaban en latín, deduje que era lo último que había estado traduciendo. Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban ordenados en páginas, de modo que después deberían haber pasado a las mesas del copista y del miniaturista. Por eso eran bastante ilegibles. Entre los folios se veía algún libro en griego. Otro libro griego estaba abierto en el atril: era la obra que Venancio había estado traduciendo los últimos días. En aquella época yo todavía no sabía griego, pero mi maestro leyó el título y dijo que era de un tal Luciano y que contaba la historia de un hombre transformado en asno. Esto me hizo recordar una fábula análoga de Apuleyo, cuya lectura solía prohibirse severamente a los novicios.
—¿Cómo es que Venancio estaba traduciendo esto? —preguntó Guillermo a Berengario, que estaba a nuestro lado.
—Es un pedido que hizo a la abadía el señor de Milán. En compensación, la abadía obtendría un derecho de prelación sobre el vino que produzcan unas fincas situadas en la parte de oriente —dijo Berengario, señalando a lo lejos con la mano. Pero se apresuró a añadir —. No es que la abadía se preste a realizar trabajos venales para los laicos. Pero el que encargó la traducción consiguió que el dogo de Venecia nos prestara este precioso manuscrito griego, obsequio del emperador bizantino. Y, una vez acabado el trabajo de Venancio, habríamos hecho dos copias: una para el que encargó la traducción y otra para nuestra biblioteca.
—Que, por tanto, también acoge fábulas paganas —dijo Guillermo.
—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error —dijo entonces una voz a nuestras espaldas.
Era Jorge. También esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo en los días sucesivos) la manera inopinada que tenía aquel anciano de aparecer, como si nosotros no lo viéramos y él sí nos viese. Me pregunté, incluso, qué podía estar haciendo un ciego en el scriptorium. Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era omnipresente en la abadía. Y a menudo estaba en el scriptorium, sentado en un sillón cerca de la chimenea, y no parecía escapársele nada de lo que sucedía en la sala. En cierta ocasión le oí preguntar en alta voz desde aquel sitio: «¿Quién sube?», mientras volvía la cabeza hacia Malaquías, que, con pasos amortiguados por la paja, se dirigía a la biblioteca. Los monjes lo estimaban mucho y solían leerle pasajes de difícil comprensión, consultarlo para redactar algún escolio o pedirle consejos sobre la manera de representar algún animal o algún santo. Entonces clavaba sus ojos muertos en el vacío, como mirando unas páginas que su memoria había conservado nítidas, y respondía que los falsos profetas van vestidos de obispos y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran las piedras que debían adornar la muralla de la Jerusalén celeste, o que en los mapas los arimaspos debían representarse cerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse en la pintura de su monstruosidad, porque no debían seducir al que los contemplara, sino figurar como emblemas, reconocibles pero no concupiscibles, y tampoco repelentes hasta el punto de provocar risa.
En cierta ocasión, oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de interpretar la recapitulatio[*] en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de san Agustín, para no incurrir en la herejía donatista. Otra vez lo escuché aconsejar sobre la manera de distinguir, en el comentario de un texto, entre los herejes y los cismáticos. Y en otra ocasión, responder a la pregunta de un estudioso diciéndole qué libro debía buscar en el catálogo de la biblioteca, y casi en qué folio encontraría la referencia, mientras le aseguraba que el bibliotecario no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porque se trataba de una obra inspirada por Dios. Y otra vez oí que decía que cierto libro no podía buscarse porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta años que las ratas lo habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con sólo tocarlo. En resumen: era la memoria misma de la biblioteca, y el alma del scriptorium. A veces amonestaba a los monjes cuando les oía charlar: «¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad! ¡Los tiempos están próximos!», y aludía a la llegada del Anticristo.
—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error —dijo, pues, Jorge.
—Sin duda, Apuleyo de Madaura tuvo fama de mago —dijo Guillermo—. Pero, tras el velo de la fantasía, esta fábula también contiene una valiosa moraleja, porque enseña lo caro que se pagan las faltas cometidas. Además, creo que la historia del hombre transformado en asno alude claramente a la metamorfosis del alma que cae en el pecado.
—Quizá —dijo Jorge.
—Y ahora también comprendo por qué, durante la conversación que mencionaron ayer, Venancio se interesó tanto por los problemas de la comedia. En efecto: también este tipo de fábulas puede asimilarse a las comedias de los antiguos. A diferencia de las tragedias, no narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la realidad. Como dice Isidoro, son ficciones: «Fabulae poetae a fando nominaverunt quia non sunt res factae sed tantum loquendo fictae…»[*].
En un primer momento no comprendí por qué Guillermo se había metido en aquella discusión erudita, y justo con un hombre que no parecía tener mayor predilección por dichos temas. Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil que había estado mi maestro.
—Aquel día el tema de discusión no eran las comedias, sino sólo la licitud de la risa —dijo frunciendo el ceño.
Yo recordaba muy bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había referido a aquella discusión, Jorge había dicho que no recordaba sobre qué había versado.
—¡Ah! —dijo Guillermo como al descuido—. Creí que habíais hablado de las mentiras de los poetas y de los enigmas ingeniosos…
—Se habló de la risa —dijo secamente Jorge—. Los paganos escribían comedias para hacer reír a los espectadores, y hacían mal. Nuestro Señor Jesucristo nunca contó comedias ni fábulas, sino parábolas transparentes que nos enseñan alegóricamente cómo ganarnos el paraíso, amén.
—Me pregunto —dijo Guillermo—, por qué rechazáis tanto la idea de que Jesús pudiera haber reído. Creo que, como los baños, la risa es una buena medicina para curar los humores y otras afecciones del cuerpo, sobre todo la melancolía.
—Los baños son buenos, y el propio Aquinate los aconseja para quitar la tristeza, que puede ser una pasión mala cuando no corresponde a un mal susceptible de eliminarse a través de la audacia. Los baños restablecen el equilibrio de los humores. La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono.
—Los monos no ríen, la risa es propia del hombre, es signo de su racionalidad.
—También la palabra es signo de la racionalidad humana, y con la palabra puede insultarse a Dios. No todo lo que es propio del hombre es necesariamente bueno. La risa es signo de estulticia. El que ríe no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia. Por tanto, reírse del mal significa no estar dispuesto a combatirlo, y reírse del bien significa desconocer la fuerza del bien, que se difunde por sí solo. Por eso la Regla dice: «Decimus humilitatis gradus est si non sit facilis ac promptus in risu, quia scriptum est: stultus in risu exaltat vocem suam»[*].
—Quintiliano —interrumpió mi maestro— dice que la risa debe reprimirse en el caso del panegírico, por dignidad, pero que en muchas otras circunstancias hay que estimularla. Tácito alaba la ironía de Calpurnio Pisón. Plinio el Joven escribió: «Aliquando praeterea rideo, jocor, ludo, homo sum»[*].
—Eran paganos —replicó Jorge—. La Regla dice: «Scurrilitates vero vel verba otiosa et risum moventia aeterna clausura in omnibus locis damnamus, et ad talia eloquia discipulum aperire os non permittimus»[*].
—Sin embargo, cuando ya el verbo de Cristo había triunfado en la tierra, Sinesio de Cirene dijo que la divinidad había sabido combinar armoniosamente lo cómico y lo trágico, y Elio Sparziano dice que el emperador Adriano, hombre de elevadas costumbres y de ánimo naturaliter[*] cristiano, supo mezclar los momentos de alegría con los de gravedad. Por último, Ausonio recomienda dosificar con moderación lo serio y lo jocoso.
—Pero Paolino da Nola y Clemente de Alejandría nos advirtieron del peligro que encierran esas tonterías, y Sulpicio Severo dice que san Martín nunca se mostró arrebatado por la ira ni presa de la hilaridad.
—Sin embargo, menciona algunas respuestas del santo spiritualiter salsa[*] —dijo Guillermo.
—Eran respuestas rápidas y sabias, no risibles. San Efraín escribió una parénesis contra la risa de los monjes, ¡y en el De habitu et conversatione monachorum[*] se recomienda evitar las obscenidades y los chistes como si fuesen veneno de áspid!
—Pero Hildeberto dijo: «Admittenda tibi joca sunt post seria quaedam, sed tamen et dignis ipsa gerenda modis»[*]. Y Juan de Salisbury autoriza una hilaridad moderada. Por último, el Eclesiastés, que citabais hace un momento al mencionar vuestra Regla, si bien dice, en efecto, que la risa es propia del necio, admite al menos una risa silenciosa, la del ánimo sereno.
—El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda.
—Pero a veces es justo dudar.
—No veo por qué debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una autoridad, a las palabras de un padre o de un doctor, y entonces desaparece todo motivo de duda. Me parece que estáis impregnado de doctrinas discutibles, como las de los lógicos de París. Pero san Bernardo, con su es así y no es así, supo oponerse al castrado Abelardo, que quería someter todos los problemas al examen frío y sin vida de una razón no iluminada por las Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, enunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: «Deus non est»[*].
—Venerable Jorge —dijo Guillermo—, creo que sois injusto cuando tratáis de castrado a Abelardo, porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió en esa triste condición.
—Fueron sus pecados. Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así la fe de los simples fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados (mejor dicho, se intentó desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!), abordadas con temeridad cuestiones relativas a las cosas más altas, escarnecidos los padres por haber considerado que no eran respuestas sino consuelo lo que esas cuestiones requerían.
—No estoy de acuerdo, venerable Jorge. Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha dejado en libertad de decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada proposición, lo primero que debéis hacer es considerar si la misma es o no aceptable, porque nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a nuestra razón no puede no agradar a la razón divina, sobre la cual, por otra parte, sólo sabemos lo que, por analogía y a menudo por negación, inferimos basándonos en las operaciones de nuestra propia razón. Y ahora fijaos en que, a veces, para minar la falsa autoridad de una proposición absurda, que repugna a la razón, también la risa puede ser un instrumento idóneo. A menudo la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su necedad. Cuentan que cuando los paganos sumergieron a san Mauro en agua hirviente, éste se quejó de que el baño estuviese tan frío; el gobernador pagano puso estúpidamente la mano en el agua para probarla, y se escaldó. Bello acto de aquel santo mártir, que ridiculizó así a los enemigos de la fe.
Jorge sonrió con malignidad y dijo:
—También en los episodios que cuentan los predicadores hay muchas patrañas. Un santo sumergido en agua hirviendo sufre por Cristo y se contiene para no gritar, ¡no tiende trampas infantiles a los paganos!
—¿Veis? ¡Ésta historia os parece inaceptable para la razón y la acusáis de ridícula! Aunque tácitamente, y dominando vuestros labios, os estáis riendo de algo y queréis que tampoco yo lo tome en serio. Reís de la risa, pero reís.
Jorge hizo un gesto de fastidio:
—Jugando con la risa me estáis arrastrando a hablar de frivolidades. Pero sabéis bien que Cristo no reía.
—No estoy muy seguro. Cuando invita a los fariseos a que arrojen la primera piedra, cuando pregunta de quién es la efigie estampada en la moneda con que ha de pagarse el tributo, cuando juega con las palabras y dice «Tu es petrus»[*], creo que dice cosas ingeniosas, para confundir a los pecadores, para alentar a los suyos. También habla con ingenio cuando dice a Caifas: «Tú lo has dicho». Y Jerónimo, cuando comenta el pasaje de Jeremías en que Dios dice a Jerusalén «nudavi femora contra faciem tuam», explica: «Sive nudabo et relevabo femora et posteriora tua»[*]. De modo que hasta Dios se expresa mediante agudezas para confundir a los que quiere castigar. Y bien sabéis que, en el momento más vivo de la disputa entre cluniacenses y cistercienses, los primeros acusaron a los segundos, para ridiculizarlos, de no llevar calzones. Y en el Speculum stultorum[*], el asno Brunello se pregunta qué sucedería si por la noche el viento levantase las mantas y el monje viera sus partes pudendas…
Los monjes que estaban alrededor rompieron a reír, y Jorge montó en cólera:
—Estáis arrebatándome a estos hermanos para arrastrarlos a una fiesta de locos. Ya sé que es común entre los franciscanos conquistarse las simpatías del pueblo con este tipo de tonterías, pero sobre estos ludi[*] os diré lo que dice un verso que en cierta ocasión oí en boca de uno de vuestros predicadores: «Tum podex carmen extulit horridulum»[*].
La reprimenda era un poco excesiva: Guillermo había estado impertinente, pero ahora Jorge lo acusaba de emitir pedos por la boca. Me pregunté si con la severidad de su respuesta el anciano no estaría invitándonos a salir del scriptorium. Pero vi que Guillermo, tan combativo hacía un momento, adoptaba la más dócil de las actitudes.
—Os pido perdón, venerable Jorge —dijo—. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y quizá yo esté equivocado.
Ante este acto de exquisita humildad, Jorge emitió un gruñido, que tanto podía expresar satisfacción como perdón, y no pudo hacer más que regresar a su sitio, mientras los monjes, que durante la discusión se habían ido acercando, fueron refluyendo hacia sus mesas de trabajo. Guillermo volvió a arrodillarse ante la mesa de Venancio y continuó hurgando entre las hojas. Su respuesta humildísima le había permitido ganar algunos segundos de tranquilidad. Y lo que pudo ver en ese brevísimo lapso guió la búsqueda que emprendería aquella misma noche.
Sin embargo, sólo fueron unos pocos segundos. Bencio se acercó en seguida, fingiendo haber olvidado su estilo sobre la mesa cuando se había aproximado para escuchar la conversación con Jorge. Le susurró a Guillermo que debía hablar urgentemente con él, y dijo que lo vería detrás de los baños. Le dijo que saliese primero, y que por su parte no tardaría en seguirlo.
Guillermo vaciló un instante, después llamó a Malaquías, que desde su mesa de bibliotecario, junto al catálogo, había observado todo lo anterior, y le pidió, en virtud del mandato que había recibido del Abad (e hizo mucho hincapié en ese privilegio), que pusiera a alguien de guardia junto a la mesa de Venancio, porque consideraba conveniente para su investigación que nadie se acercase a ella el resto del día, hasta que él pudiese regresar. Lo dijo en alta voz, porque así no sólo comprometía a Malaquías para que vigilara a los monjes sino también a estos últimos para que vigilaran a aquél. El bibliotecario no pudo hacer más que aceptar, y Guillermo se alejó conmigo.
Mientras atravesábamos el huerto en dirección a los baños, que estaban junto al edificio del hospital, Guillermo observó:
—Parece que a muchos no les gusta que ande tocando algo que hay sobre, o debajo de la mesa de Venancio.
—¿Qué será?
—Tengo la impresión de que ni siquiera ellos lo saben.
—Entonces, ¿Bencio no tiene nada que decirnos y sólo hace esto para alejarnos del scriptorium?
—En seguida lo sabremos —dijo Guillermo.
Y, en efecto, Bencio no se hizo esperar.