Quinto día

SEXTA

Donde se encuentra a Severino asesinado y ya no se encuentra el libro que él había encontrado.

Angustiados, y con paso rápido, atravesamos la explanada. El capitán de los arqueros nos condujo hacia el hospital, y al llegar vislumbramos unas sombras que se agitaban en la espesura gris: eran monjes y servidores que acudían, y arqueros de guardia ante la puerta, que les cortaban el paso.

—Esos hombres armados están allí porque yo los había enviado a buscar un hombre que podía aclarar muchos misterios —dijo Bernardo.

—¿El hermano herbolario? —preguntó el Abad, estupefacto.

—No, ahora veréis —dijo Bernardo, abriéndose camino hacia el interior del edificio.

Entramos en el laboratorio de Severino, y nuestros ojos pudieron contemplar un espectáculo penoso. El infortunado herbolario yacía muerto en un lago de sangre, con la cabeza partida. A su alrededor, parecía que una tempestad hubiese devastado los anaqueles: frascos, botellas, libros y documentos estaban desparramados en medio del caos y el desastre. Junto al cuerpo había una esfera armilar, por lo menos dos veces más grande que la cabeza de un hombre. Era de metal finamente trabajado, estaba coronada por una cruz de oro, y se apoyaba sobre un pequeño trípode decorado. Ya la había visto en anteriores ocasiones: solía estar sobre la mesa que había a la izquierda de la entrada.

En el otro extremo de la habitación, dos arqueros tenían aferrado al cillerero, quien intentaba liberarse y gritaba que era inocente. Cuando vio entrar al Abad, gritó aún más fuerte:

—¡Señor, las apariencias están contra mí! Cuando entré, Severino ya estaba muerto. ¡Me han encontrado mientras observaba pasmado esta masacre!

El jefe de los arqueros se acercó a Bernardo y, con el permiso de éste, informó públicamente de los hechos. Durante dos horas, los arqueros, que habían recibido la orden de encontrar al cillerero y arrestarlo, habían estado buscándolo por la abadía. Aquélla debía de ser, pensé, la orden que había dado Bernardo antes de entrar a la sala capitular. Los soldados, que no conocían el lugar, probablemente habían estado buscando en sitios equivocados, sin advertir que el cillerero, ignorante aún de su destino, estaba con los otros en el nártex. Además, la búsqueda había sido más difícil por causa de la niebla. Comoquiera que fuese, de las palabras del capitán se deducía que cuando Remigio, después de que yo lo hubiese dejado, se había dirigido a la cocina, alguien lo había visto y había avisado a los arqueros, quienes llegaron al Edificio cuando el cillerero ya se había marchado; sólo un momento después, porque en la cocina habían encontrado a Jorge, quien aseguró haber hablado con él muy poco antes. Entonces los arqueros habían explorado la meseta en dirección a los huertos, y allí, surgido de la niebla como un fantasma, habían encontrado al anciano Alinardo, que no sabía bien dónde estaba. Había sido Alinardo quien les había dicho que acababa de ver al cillerero entrando en el hospital. Hacia allí se habían dirigido entonces los arqueros. La puerta estaba abierta. Al entrar vieron a Severino exánime y al cillerero buscando frenéticamente en los anaqueles, echándolo todo al suelo, como si tratara de encontrar algo determinado. No era difícil comprender lo que había sucedido, concluyó el capitán. Remigio había entrado, se había arrojado sobre el herbolario, lo había matado, y después se había puesto a buscar aquello que lo había movido a matarlo.

Un arquero levantó del suelo la esfera armilar y se la tendió a Bernardo. La elegante arquitectura de círculos de cobre y plata, sostenida por una armazón más robusta de anillos de bronce, había sido cogida por el tronco del trípode y asestada con fuerza sobre el cráneo de la víctima, y como consecuencia del impacto muchos de los círculos más delgados estaban rotos o aplastados en un punto. Y que ése era el sitio que había dado contra la cabeza de Severino estaba claro por las huellas de sangre e incluso por los grumos de cabellos mezclados con inmundas salpicaduras de materia cerebral.

Guillermo se inclinó sobre Severino para cerciorarse de que estaba muerto. El pobrecillo tenía los ojos velados por la sangre que había manado de su cabeza, y muy abiertos, y me pregunté si, como cuentan que sucede algunas veces, podría leerse en la pupila ya inmóvil el último vestigio de las percepciones de la víctima. Vi que Guillermo buscaba las manos del muerto para verificar si tenía manchas negras en los dedos, aunque en aquel caso estuviese muy claro cuál había sido la causa de la muerte; pero Severino tenía puestos los mismos guantes de piel que otras veces le había visto usar cuando tocaba hierbas peligrosas, ciertos lagartos verdes e insectos desconocidos.

Mientras tanto, Bernardo Gui estaba diciéndole al cillerero:

—Remigio da Varagine. Ése es tu nombre, ¿verdad? Había ordenado a mis hombres que te buscaran basándome en otras acusaciones y para confirmar otras sospechas. Ahora veo que mi decisión fue correcta, aunque, y soy el primero en reprochármelo, demasiado tardía. Señor —le dijo al Abad—, me considero casi responsable de este último crimen, porque desde la mañana sabía que este hombre debía ser puesto en manos de la justicia, después de haber escuchado las revelaciones del otro infeliz arrestado la noche pasada. Pero sois testigo de que esta mañana he tenido que cumplir con otros deberes, y mis hombres han hecho lo que han podido…

Mientras hablaba, en voz alta para que todos lo escuchasen (a todo esto, la habitación se había llenado de gente, que se metía por todos los rincones, mirando las cosas desparramadas y rotas, señalándose unos a otros y comentando por lo bajo el tremendo crimen), divisé entre la pequeña muchedumbre a Malaquías, que observaba la escena con rostro sombrío. También el cillerero lo divisó, cuando estaban arrastrándolo hacia afuera. Se liberó de los arqueros y se arrojó sobre el hermano para cogerlo por el hábito y decirle con desesperación, y cara a cara, unas pocas palabras antes de que aquéllos volvieran a agarrarlo. Y cuando ya se lo llevaban por la fuerza, se volvió una vez más hacia Malaquías y le gritó:

—¡Si juras, yo también juro!

Malaquías no respondió en seguida, como si estuviese buscando las palabras adecuadas. Después, cuando el cillerero ya estaba cruzando a la fuerza el umbral, le dijo:

—No haré nada contra ti.

Guillermo y yo nos miramos, preguntándonos qué significaba aquella escena. También Bernardo la había observado, pero no pareció turbarse, sonrió, incluso, a Malaquías, como para aprobar sus palabras y sellar así entre ellos una siniestra complicidad. Luego anunció que en seguida después de comer se reuniría en la sala capitular un primer tribunal para instruir públicamente la investigación de aquellos hechos. Dio órdenes de que condujeran al cillerero a la herrería, impidiéndole que hablase con Salvatore. Después se retiró.

En aquel momento oímos que nos llamaba Bencio. Estaba detrás de nosotros.

—He entrado en seguida después que vosotros —dijo en un susurro—, cuando aún había pocas personas en la habitación, y Malaquías no estaba.

—Habrá entrado después —dijo Guillermo.

—No, yo estaba junto a la puerta y vi quiénes entraban. Os digo que Malaquías ya estaba dentro… antes.

—¿Antes de qué?

—Antes de que entrase el cillerero. No puedo jurarlo, pero creo que ha salido de detrás de aquella cortina, cuando la habitación ya estaba llena de gente —y señaló un gran cortinaje, detrás del cual había una cama que Severino usaba para que descansasen sus pacientes después de haberles administrado alguna medicina.

—¿Insinúas que fue él quien mató a Severino, y que se ocultó allí detrás al ver que entraba el cillerero?

—O bien que desde allí detrás pudo ver lo que sucedía aquí. Si no, ¿por qué el cillerero le habría prometido no perjudicarlo si él no lo perjudicaba?

—Es posible —dijo Guillermo—. En cualquier caso, aquí había un libro, y todavía tendría que estar, porque tanto el cillerero como Malaquías han salido con las manos vacías.

Guillermo sabía, por lo que yo le había dicho, que Bencio sabía, y en aquel momento necesitaba ayuda. Se acercó al Abad, que observaba con tristeza el cadáver de Severino, y le rogó que los hiciera salir a todos porque quería examinar mejor el sitio. El Abad consintió, y también él salió de la habitación, no sin lanzarle a Guillermo una mirada de escepticismo, como si le reprochase que llegara siempre tarde. Malaquías intentó quedarse alegando confusas razones, pero Guillermo le señaló que aquélla no era la biblioteca y que allí no podía invocar privilegios. Fue cortés pero inflexible, y así se vengó de aquella vez en que Malaquías no le había permitido examinar la mesa de Venancio.

Cuando nos quedamos los tres solos, Guillermo despejó una de las mesas de los añicos y folios que la cubrían, y me dijo que le fuese pasando uno a uno los libros de la colección de Severino. Pequeña colección, comparada con la grandísima del laberinto, pero compuesta, sin embargo, por decenas y decenas de volúmenes de diferentes tamaños, que antes estaban ordenados en los anaqueles y que ahora yacían confusamente en el suelo, mezclados con diversos objetos, y ya trastocados por las manos febriles del cillerero, y algunos incluso destrozados como si lo que éste hubiese estado buscando no fuera un libro sino algo que debía encontrarse entre las páginas de un libro. Algunos habían sido desgarrados con violencia, y yacían sin encuadernación. Recogerlos, ver rápidamente de qué trataban, y acomodarlos en pilas sobre la mesa, no fue cosa fácil, y hubo que hacerlo a toda prisa, porque el Abad nos había concedido poco tiempo, puesto que después debían entrar los monjes para recomponer el cuerpo desgarrado de Severino y disponerlo para la sepultura. Y además había que buscar alrededor, debajo de las mesas, detrás de los anaqueles y los armarios, por si algo había escapado a una primera inspección. Guillermo no quiso que Bencio me ayudase, y sólo le permitió que permaneciera de guardia junto a la puerta. A pesar de las órdenes del Abad, muchos se agolpaban tratando de entrar: sirvientes aterrados por la noticia, monjes que lloraban a su hermano, novicios que llegaban con paños blancos y palanganas con agua para lavar y envolver el cadáver…

De modo que debíamos proceder con rapidez. Yo cogía los libros y los pasaba a Guillermo, quien los examinaba y los ponía sobre la mesa. Después comprendimos que así tardaríamos mucho, y empezamos a mirarlos los dos, o sea que yo cogía un libro, lo recomponía cuando estaba roto, leía el título y lo dejaba sobre la mesa. En muchos casos se trataba de folios sueltos.

De plantis libri tres[*]. ¡Maldición, no es éste! —decía Guillermo, y arrojaba el libro sobre la mesa.

Thesaurus herbarum[*] —decía yo.

Y Guillermo:

—¡Déjalo, estamos buscando un libro en griego!

—¿Éste? —preguntaba yo, mostrándole una obra con las páginas cubiertas de caracteres abstrusos.

Y Guillermo:

—¡No, eso es árabe, tonto! ¡Tenía razón Bacon cuando decía que el primer deber de un sabio es el de estudiar las lenguas!

—¡Pero tampoco vos sabéis árabe! —replicaba yo picado.

Y Guillermo respondía:

—¡Pero al menos me doy cuenta cuando algo está en árabe!

Y yo me ruborizaba porque oía sonar la risa de Bencio a mis espaldas.

Los libros eran muchos, y muchos más los apuntes, los rollos con dibujos de la cúpula celeste, los catálogos de plantas extrañas, probablemente escritos por el propio difunto en folios sueltos. Trabajamos mucho tiempo, exploramos el laboratorio de arriba abajo, y Guillermo llegó, incluso, a desplazar, con toda frialdad, el cadáver, para ver si no había algo debajo, y también hurgó en sus ropas. Nada.

—Es imposible —dijo Guillermo—. Severino se encerró aquí dentro con un libro. El cillerero no lo tenía…

—¿No lo habrá escondido en su ropa? —pregunté.

—No, el libro que vi la otra mañana bajo la mesa de Venancio era grande, nos habríamos dado cuenta.

—¿Cómo estaba encuadernado? —pregunté.

—No sé. Estaba abierto y sólo lo vi unos pocos segundos, lo suficiente para comprender que estaba en griego, pero no recuerdo otros detalles. Sigamos: el cillerero no lo ha cogido, y tampoco Malaquías, creo.

—Es imposible que lo haya hecho —confirmó Bencio—. Cuando el cillerero lo cogió por el pecho, vimos que no podía tener nada bajo el escapulario.

—Muy bien. Es decir, muy mal. Si el libro no está en esta habitación, es evidente que algún otro, además de Malaquías y del cillerero, entró antes que ellos.

—O sea una tercera persona, ¿que mató a Severino?

—Demasiada gente —dijo Guillermo.

—Por lo demás —dije yo—, ¿quién podía saber que el libro estaba aquí?

—Jorge, por ejemplo, si oyó lo que decíamos.

—Sí —dije—, pero Jorge no habría podido matar a un hombre robusto como Severino, y con tanta violencia.

—Sin duda, no. Además, tú lo viste caminar hacia el Edificio, y los arqueros lo encontraron en la cocina poco antes de encontrar al cillerero. O sea que no habría tenido tiempo de venir hasta aquí y regresar después a la cocina. Ten en cuenta que, a pesar de que camina sin dificultades, debe ir bordeando las paredes y no hubiese podido atravesar los huertos, y menos corriendo…

—Dejad que razone con mi cabeza —dije, queriendo emular a mi maestro—. De modo que Jorge no puede haber sido. Alinardo merodeaba por el lugar, pero apenas consigue mantenerse en pie, y es imposible que haya dominado a Severino. El cillerero ha estado aquí, pero el tiempo transcurrido entre su salida de la cocina y la llegada de los arqueros fue tan breve que me parece difícil que haya podido conseguir que Severino le abriese la puerta, enfrentarse con él, matarlo y después organizar todo este jaleo. Malaquías podría haber llegado antes que nadie: Jorge oyó lo que decíamos en el nártex, fue al scriptorium para informar a Malaquías de que en el laboratorio de Severino había un libro de la biblioteca, Malaquías vino, convenció a Severino de que le abriese y lo mató, Dios sabe por qué. Pero si buscaba el libro, habría tenido que reconocerlo sin todo este revoltijo, porque es el bibliotecario. Entonces, ¿quién queda?

—Bencio —dijo Guillermo.

Bencio negó con energía moviendo la cabeza:

—No, fray Guillermo, sabéis que ardía de curiosidad. Pero si hubiese entrado aquí y hubiera podido salir con el libro, no estaría ahora con vosotros, sino en cualquier otro sitio examinando mi tesoro…

—Es una prueba casi convincente —dijo sonriendo Guillermo—. Sin embargo, tampoco tú sabes cómo es el libro. Podrías haber matado a Severino y ahora estarías aquí tratando de localizar el libro.

Bencio se ruborizó violentamente.

—¡No soy un asesino! —protestó.

—Nadie lo es hasta que no comete el primer crimen —dijo filosóficamente Guillermo—. En todo caso, el libro no está, y esto es una prueba suficiente de que no lo has dejado aquí. Y me parece razonable que, si lo hubieras cogido antes, te habrías deslizado fuera de aquí aprovechando la confusión —después se volvió hacia el cadáver y se quedó mirándolo. Parecía que sólo en ese momento se daba cuenta de la muerte de su amigo—. Pobre Severino —dijo—, había sospechado también de ti y de tus venenos. Y tú también te creías amenazado por un veneno, o no te habrías puesto esos guantes. Temías un peligro de la tierra y en cambio te llegó de la cúpula celeste… —volvió a coger la esfera y la observó con atención—. Vaya a saberse por qué han usado justo este arma…

—Estaba a mano.

—Quizá. También había otras cosas, vasos, instrumentos de jardinería… Es una buena muestra de metalistería y de ciencia astronómica. Está destrozada y… ¡Santo cielo! —exclamó.

—¿Qué sucede?

—Y fue golpeada la tercera parte del sol y la tercera parte de la luna y la tercera parte de las estrellas… —recitó.

El texto del apóstol Juan no era nuevo para mí:

—¡La cuarta trompeta! —exclamé.

—Así es. Primero el granizo, después la sangre, después el agua y ahora las estrellas… Entonces hay que revisarlo todo. El asesino no ha golpeado al azar. Ha seguido un plan… Pero, ¿cabe imaginar la existencia de una mente tan malvada que sólo mate cuando puede hacerlo de acuerdo con los dictámenes del libro del Apocalipsis?

—¿Qué sucederá con la quinta trompeta? —pregunté aterrorizado. Traté de hacer memoria —. Y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra, y le fue dada la llave del pozo del abismo… ¿Morirá alguien ahogándose en el pozo?

—La quinta trompeta nos promete muchas otras cosas —dijo Guillermo—. Del pozo saldrá el humo de un gran horno, y después saldrán langostas que atormentarán a los hombres con un aguijón como el de los escorpiones. Y la forma de las langostas será como la de caballos con coronas de oro en la cabeza y dientes de león… Nuestro hombre puede elegir entre varias maneras de realizar las palabras del libro… Pero no sigamos imaginando. Mejor será que tratemos de recordar lo que nos dijo Severino cuando nos anunció que había encontrado el libro…

—Vos le dijisteis que os lo llevara a la sala capitular, pero él dijo que no podía.

—Sí. Después nos interrumpieron. ¿Por qué no podía? Un libro puede transportarse. Y ¿por qué se puso los guantes? ¿En la encuadernación del libro hay algo relacionado con el veneno que mató a Berengario y a Venancio? Una amenaza misteriosa, una punta infectada…

—¡Una serpiente! —dije.

—¿Por qué no una ballena? No, estamos imaginando tonterías. El veneno, como hemos visto, debería pasar por la boca. Además, Severino no dijo que no podía transportar el libro. Dijo que prefería mostrármelo aquí. Y se puso los guantes… Al menos sabemos que es un libro que hay que tocar con guantes. Y esto también vale para ti, Bencio, si, como esperas, llegas a encontrarlo. Y, puesto que eres tan servicial, puedes ayudarme. Sube al scriptorium y vigila a Malaquías. No lo pierdas de vista.

—¡Así se hará! —dijo Bencio, y salió, alegre, me pareció, por la misión que le habían encomendado.

Ya no pudimos seguir deteniendo a los monjes, y la habitación se vio invadida de gente. Había pasado la hora de la comida, y probablemente Bernardo estaba reuniendo a su tribunal en la sala capitular.

—Aquí no hay nada más que hacer —dijo Guillermo.

Una idea atravesó mi mente:

—¿El asesino no podría haber arrojado el libro por la ventana y después ir a recogerlo detrás del hospital? —pregunté.

Guillermo miró con escepticismo los ventanales del laboratorio, que parecían herméticamente cerrados.

—Vayamos a verificarlo —dijo.

Salimos e inspeccionamos la parte de atrás del edificio, que daba casi contra la muralla, dejando sólo un estrecho pasaje que Guillermo recorrió con mucha prudencia, porque allí la nieve de los días anteriores se había conservado intacta: nuestros pasos imprimían signos evidentes en la costra helada pero frágil, de modo que, si alguien hubiese pasado antes que nosotros, la nieve nos lo habría señalado. No vimos nada.

Abandonamos el hospital y mi pobre hipótesis, y mientras atravesábamos el huerto le pregunté a Guillermo si de verdad se fiaba de Bencio.

—No del todo —respondió—, pero en todo caso no le hemos dicho nada que ya no supiese, y hemos conseguido que le tenga miedo al libro. Por último, al hacer que vigile a Malaquías, también hacemos que éste lo vigile a él, porque, sin duda, también Malaquías está buscando el libro.

—¿Y qué quería el cillerero?

—Pronto lo sabremos. Sin duda quería algo, y lo quería en seguida, para evitar un peligro que lo aterrorizaba. Algo que Malaquías debe conocer, si no, no se explicaría el ruego desesperado que le dirigió Remigio…

—De todos modos, el libro ha desaparecido.

—Eso es lo más verosímil —dijo Guillermo, cuando estábamos por llegar a la sala capitular—. Si estaba, y Severino dijo que estaba, o bien se lo han llevado o bien sigue allí.

—Y como no está, alguien se lo ha llevado —concluí.

—No está dicho que no haya que hacer el razonamiento partiendo de otra premisa menor. Como todo confirma que nadie pudo habérselo llevado…

—Entonces todavía debería estar allí. Pero no está.

—Un momento. Decimos que no está porque no lo hemos encontrado. Pero quizá no lo hemos encontrado, porque no lo hemos visto donde estaba.

—¡Hemos mirado en todas partes!

—Mirado, pero no visto. O bien visto, pero no reconocido… Dime, Adso, ¿cómo describió Severino el libro? ¿Qué palabras utilizó?

—Dijo que había encontrado un libro que no era suyo, que estaba en griego…

—¡No! Ahora recuerdo. Dijo que había encontrado un libro extraño. Severino era una persona culta y para una persona culta el griego no es extraño, aunque no sepa griego, porque al menos puede reconocer el alfabeto. Una persona culta tampoco calificaría de extraña una obra en árabe, aunque desconozca el árabe… —se interrumpió un momento —. ¿Y qué haría un libro árabe en el laboratorio de Severino?

—Pero ¿por qué calificaría de extraño un libro en árabe?

—Éste es el problema. Si dijo que era extraño es porque tenía un aspecto insólito, insólito al menos para él, que era herbolario y no bibliotecario. Y en las bibliotecas sucede que muchas veces se encuadernan juntos varios manuscritos antiguos, reuniendo en un solo volumen textos diferentes y curiosos, uno en griego, uno en arameo…

—… ¡Y uno en árabe! —grité, fulminado por aquella iluminación.

Guillermo me arrastró con rudeza fuera del nártex, para que regresase corriendo al hospital:

—¡Teutón bruto, mastuerzo, ignorante, sólo has mirado las primeras páginas y el resto no!

—Pero maestro —dije jadeando—, ¡vos mismo mirasteis las páginas que os iba mostrando y dijisteis que era árabe y no griego!

—Tienes razón, Adso, la bestia soy yo. ¡Corre, rápido!

Regresamos al laboratorio, y nos costó entrar porque los novicios ya estaban sacando el cadáver. Había otros curiosos en la habitación. Guillermo se precipitó hacia la mesa y se puso a revisar los libros en busca del volumen fatídico. Los iba arrojando al suelo ante la mirada atónita de los presentes, después los abría y volvía a abrir todos dos veces. Pero, ¡ay!, el manuscrito árabe no estaba allí. Recordaba vagamente la vieja tapa, no muy robusta, bastante gastada, reforzada con finas bandas de metal.

—¿Quién ha entrado desde que me marché? —preguntó Guillermo a un monje.

Éste se encogió de hombros: era evidente que habían entrado todos, y ninguno.

Tratamos de pensar quién podía haber sido. ¿Malaquías? Era verosímil, sabía lo que quería, quizá nos había vigilado, nos había visto salir con las manos vacías, y había regresado seguro de que lo encontraría. ¿Bencio? Recordé que, cuando se había producido nuestro altercado a propósito del texto árabe, había reído. En aquel momento me había parecido que se reía de mi ignorancia, pero quizá riera de la ingenuidad de Guillermo, pues él sabía bien de cuántas formas diferentes puede presentarse un viejo manuscrito, y quizá había pensado en ese momento lo que nosotros sólo pensamos más tarde, y que habríamos tenido que pensar en seguida, o sea que Severino no sabía árabe y que por tanto era extraño que entre sus libros hubiese un texto que no podía leer. ¿O acaso había un tercer personaje?

Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. Él respondió que sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los cometen más que otros, y a ésos se los llama tontos, y que él se contaba entre estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y en Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con gente mucho más astuta que nosotros.

—Pero es inútil llorar —concluyó después—. Si lo ha cogido Malaquías, ya lo habrá devuelto a la biblioteca. Y sólo podremos recuperarlo si descubrimos la manera de entrar en el finis Africae. Si lo ha cogido Bencio, habrá imaginado que tarde o temprano se me ocurriría lo que acaba de ocurrírseme y regresaría al laboratorio, o no habría procedido tan aprisa. De modo que se habrá escondido, y el único sitio donde no existe ninguna probabilidad de que se haya escondido es aquel donde primero lo buscaríamos, es decir, su celda. Por tanto, volvamos a la sala capitular y veamos si, durante la instrucción del caso, el cillerero dice algo que pueda sernos útil. Porque al fin y al cabo aún no veo claro lo que se propone Bernardo: buscaba a su hombre antes de la muerte de Severino, y con otros fines.

Regresamos a la sala capitular. Habríamos hecho bien en ir a la celda de Bencio, porque, como supimos más tarde, nuestro joven amigo no valoraba tanto a Guillermo y no se le había ocurrido que éste regresaría tan pronto al laboratorio, de modo que, creyendo que no lo buscarían, había ido a esconder el libro precisamente en su celda.

Pero de eso ya hablaré en su momento. En el ínterin sucedieron hechos tan dramáticos e inquietantes como para hacernos olvidar el libro misterioso. Y, si bien no lo olvidamos, tuvimos que ocuparnos de otras tareas más urgentes, vinculadas con la misión que, de todos modos, debía Guillermo desempeñar.