SEXTA
Donde Adso va a buscar trufas y se encuentra con un grupo de franciscanos que llega a la abadía, y por una larga conversación que éstos mantienen con Guillermo y Ubertino se saben cosas muy lamentables sobre Juan XXII.
Después de estas consideraciones, mi maestro decidió no hacer nada más. Ya he dicho que a veces tenía momentos así, de total inactividad, como si se detuviese el ciclo incesante de los astros, y él con ellos y ellos con él. Eso fue lo que sucedió aquella mañana. Se tendió sobre su jergón con la mirada en el vacío y las manos cruzadas sobre el pecho, moviendo apenas los labios, como si estuviese recitando una plegaria, pero en forma irregular y sin devoción.
Pensé que estaba pensando, y decidí respetar su meditación. Regresé a los corrales y vi que el sol ya no brillaba. La mañana había sido bella y límpida, pero ahora (casi agotada la primera mitad del día) se estaba poniendo húmeda y neblinosa. Grandes nubes llegaban por el norte e invadían la meseta, envolviéndola en una ligera neblina. Parecía bruma, y quizá también surgiese bruma del suelo, pero a aquella altura era difícil distinguir entre esta última, que venía de abajo, y la niebla, que se desprendía de las nubes. Apenas se divisaba ya la mole de los edificios más distantes.
Vi a Severino que, muy animado, estaba reuniendo a los porquerizos y algunos cerdos. Me dijo que iban a buscar trufas en las laderas de las montañas y en el valle. Yo aún no conocía ese fruto exquisito de la espesura, que crecía en los bosques de aquella península, y que parecía típico de las tierras benedictinas, ya fuese en Norcia —donde era negro— o en las tierras donde me encontraba —más blanco y más perfumado. Severino me explicó en qué consistía y lo sabroso que era, preparado en las formas más diversas. Y me dijo que era muy difícil de encontrar, porque se escondía bajo la tierra, más hondo que las setas, y que los únicos animales capaces de descubrirlo, guiándose por el olfato, eran los cerdos. Pero que, cuando lo encontraban, querían devorarlo, y había que alejarlos en seguida para impedir que lo desenterraran. Más tarde supe que muchos caballeros no desdeñaban ese tipo de cacería, y que seguían a los cerdos como si fuesen sabuesos de noble raza, seguidos a su vez por servidores provistos de azadas. Recuerdo incluso que, años después, un señor de mi tierra, sabiendo que había estado en Italia, me preguntó si yo también había visto que allí los señores salían a apacentar cerdos, y me eché a reír porque comprendí que se refería a la búsqueda de la trufa. Pero, como le dije que esos señores buscaban con tanto afán bajo la tierra el «tar-tufo», como llaman allí a la trufa, para luego comérselo, entendió que se trataba de «der Teufel», o sea, del diablo, y se santiguó con gran devoción, mirándome atónito. Aclarada la confusión, ambos nos echamos a reír. Tal es la magia de las lenguas humanas, que a menudo, en virtud de un acuerdo entre los hombres, con sonidos iguales significan cosas diferentes.
Intrigado por los preparativos de Severino, decidí seguirlo. Porque comprendí además que con esa excursión trataba de olvidar los tristes acontecimientos que pesaban sobre todos nosotros, y pensé que, ayudándole a olvidar sus pensamientos, quizá lograse, si no olvidar, al menos refrenar los míos. Tampoco esconderé, puesto que me he propuesto escribir siempre, y sólo, la verdad, que en el fondo me seducía la idea de que, una vez en el valle, quizá podría ver, aunque fuese de lejos, a cierta persona. Pero para mí, y casi en voz alta, dije que, como aquel día se esperaba a las dos legaciones, quizá podría ver la llegada de alguna de ellas.
A medida que descendíamos por las vueltas de la ladera, el aire se hacía más claro, no porque apareciese de nuevo el sol, pues arriba el cielo estaba cubierto de nubes, sino porque la niebla iba quedando por encima de nuestras cabezas y podíamos distinguir las cosas con claridad. E, incluso, cuando hubimos descendido un buen trecho, me volví para mirar la cima de la montaña, y no vi nada: desde la mitad de la ladera, la cumbre del monte, la meseta, el Edificio, todo, había desaparecido entre las nubes.
La mañana en que llegamos, cuando subíamos entre las montañas, todavía era visible, en ciertas vueltas del camino, a no más de diez millas de distancia, y quizá a menos, el mar. Nuestro viaje había estado lleno de sorpresas, porque de golpe nos encontrábamos en una especie de terraza elevada a cuyo pie se veían golfos de una belleza extraordinaria, y poco después nos metíamos en gargantas muy profundas, donde las montañas se erguían tan cerca unas de otras que desde ninguna era posible divisar el espectáculo lejano de la costa, mientras que a duras penas el sol lograba llegar hasta el fondo de los valles. Nunca como en aquella parte de Italia había visto una compenetración tan íntima y tan inmediata de mar y montañas, de litorales y paisajes alpinos, y en el viento que silbaba en las gargantas podía escucharse la alternante pugna entre los bálsamos marinos y el gélido soplo rupestre.
Aquella mañana, en cambio, todo era gris, casi blanco como la leche, y no había horizontes, incluso cuando las gargantas se abrían hacia las costas lejanas. Pero me demoro en recuerdos que poco interesan para los fines de la historia que nos preocupa, paciente lector de mi relato.
De modo que no me detendré a narrar las variadas vicisitudes de nuestra búsqueda de los «derteufel». Sí hablaré de la legación de frailes franciscanos que fui el primero en avistar, para correr en seguida al monasterio y dar parte a Guillermo de su llegada.
Mi maestro dejó que los recién llegados entraran y fueran saludados por el Abad según el rito establecido. Después avanzó hacia el grupo, y aquello fue una sucesión de abrazos y saludos fraternales.
Ya había pasado la hora de la comida, pero estaba dispuesta una rica mesa para los huéspedes, y el Abad tuvo la delicadeza de dejarlos solos, y a solas con Guillermo, dispensándolos de los deberes de la regla, para que pudieran comer libremente y, al mismo tiempo, cambiar impresiones entre sí, puesto que, en definitiva, se trataba, que Dios me perdone la odiosa comparación, de una especie de consejo de guerra, que debía celebrarse lo más pronto posible, antes de que llegasen las huestes enemigas, o sea, la legación de Aviñón.
Es inútil decir que los recién llegados también se encontraron en seguida con Ubertino, a quien todos saludaron con una sorpresa, una alegría y una veneración explicables no sólo por su prolongada ausencia sino también por los rumores que habían circulado acerca de su muerte, así como por las cualidades de aquel valeroso guerrero que desde hacía décadas venía librando una batalla que también era la de ellos.
Más tarde, cuando describa la reunión del día siguiente, mencionaré a los frailes que integraban el grupo. Entre otras razones, porque entonces hablé muy poco con ellos, concentrado como estaba en el consejo tripartito que de inmediato formaron Guillermo, Ubertino y Michele da Cesena.
Michele debía de ser un hombre muy extraño: ardiente de pasión franciscana (a veces sus gestos y el tono de su voz eran como los de Ubertino en los momentos de rapto místico), muy humano y jovial en su carácter terrestre de hombre de la Romana, capaz, como tal, de apreciar la buena mesa, y feliz de reunirse con los amigos; sutil y evasivo, capaz de volverse de golpe hábil y astuto como un zorro, simulador como un topo, cuando se rozaban problemas vinculados con las relaciones entre los poderosos; capaz de estallar en carcajadas, de crear tensiones fortísimas, de guardar elocuentes silencios, experto en desviar la mirada del interlocutor cuando éste hacía preguntas que obligaban a recurrir a la distracción para disimular el deseo de no responderle.
En las páginas precedentes ya he dicho algo sobre él, cosas que había oído decir, quizá por personas que, a su vez, también las habían oído decir. Ahora, en cambio, podía entender mejor muchas de las actitudes contradictorias y los repentinos cambios de objetivos políticos que en los últimos años habían desconcertado incluso a sus propios amigos y seguidores. Ministro general de la orden de los franciscanos, era, en principio, el heredero de san Francisco, y, de hecho, el heredero de sus intérpretes: debía competir con la santidad y sabiduría de un predecesor como Buenaventura de Bagnoregio; debía asegurar el respeto de la regla pero, al mismo tiempo, la riqueza de la orden, tan grande y poderosa, debía prestar oídos a las cortes y a las magistraturas ciudadanas, que proporcionaban a la orden, aunque fuese en forma de limosnas, donaciones y legados que constituían su riqueza y su prosperidad; y, al mismo tiempo, debía vigilar que la necesidad de penitencia no arrastrase fuera de la orden a los espirituales más fervientes, disolviendo la espléndida comunidad, a cuya cabeza se encontraba, en una constelación de bandas heréticas. Debía contentar al papa, al imperio, a los frailes de la vida pobre, y, sin duda, también a san Francisco que lo vigilaba desde el cielo, y al pueblo cristiano que lo vigilaba desde la tierra. Cuando Juan condenó a todos los espirituales acusándolos de herejía, Michele no tuvo reparos en entregarle cinco de los más tercos frailes de Provenza, dejando que el pontífice los enviase a la hoguera. Pero al advertir (y no debió de haber andado lejos la mano de Ubertino) que en la orden muchos simpatizaban con los partidarios de la simplicidad evangélica, había dado los pasos adecuados para que, cuatro años después, el capítulo de Perusa se adhiriese a las tesis de los quemados. Desde luego, esto había obedecido a su voluntad de integrar en la práctica y en las instituciones de la orden una exigencia capaz de convertirse en herejía, y obrando de ese modo había deseado que lo que ahora deseaba la orden fuese deseado también por el papa. Pero, mientras esperaba convencer a este último, cuyo consentimiento le resultaba imprescindible para lograr sus objetivos, no había desdeñado el apoyo del emperador y de los teólogos imperiales. Sólo dos años antes de la fecha en que lo vi, había ordenado a sus hermanos, en el capítulo general de Lyon, que siempre se refiriesen a la persona del papa con moderación y respeto (pero meses antes este último había hablado de los franciscanos protestando contra «sus ladridos, sus errores y sus locuras»). Y, sin embargo, ahora compartía amistosamente la mesa con personas que hablaban del papa con un respeto menos que nulo.
El resto ya lo he dicho. Juan quería que fuese a Aviñón, y él quería y no quería ir, y en la reunión del día siguiente debería decidirse de qué manera y con qué garantías habría de realizarse un viaje que no tendría que aparecer como un acto de sumisión pero tampoco como un desafío. Creo que Michele nunca se había encontrado personalmente con Juan, al menos desde que éste era papa. En cualquier caso, hacía tiempo que no lo veía, y sus amigos se apresuraron a pintarle con tonos muy negros el retrato de aquel simoníaco.
—Hay algo que tendrás que aprender —le estaba diciendo Guillermo —. a no confiar en sus juramentos, pues siempre se las ingenia para respetar la letra y violar el contenido.
—Todos saben —decía Ubertino— lo que sucedió cuando fue elegido…
—¡Yo no hablaría de elección, sino de imposición! —intervino un comensal, al que luego oí que llamaban Hugo de Newcastle, y cuyo acento era muy parecido al de mi maestro—. Por de pronto, ya la muerte de Clemente V no ha estado nunca muy clara. El rey nunca le había perdonado que hubiera prometido un proceso póstumo contra Bonifacio VIII y que después hubiese hecho cualquier cosa para no condenar a su predecesor. Nadie sabe bien cómo murió en Carpentras. El hecho es que, cuando los cardenales celebraron allí su cónclave, no designaron nuevo papa, porque (y con razón) la discusión versó sobre si la sede debería estar en Aviñón o en Roma. No sé bien qué sucedió en aquellos días, una masacre, me dicen, los cardenales amenazados de muerte por el sobrino del papa muerto, sus servidores horriblemente asesinados, el palacio en llamas, los cardenales apelando al rey, éste diciendo que nunca había querido que el papa abandonase Roma, que tuvieran paciencia e hiciesen una buena elección… Después, la muerte de Felipe el Hermoso, también Dios sabe cómo.
—O el diablo lo sabe —dijo santiguándose Ubertino, y lo mismo hicieron los otros.
—O el diablo lo sabe —admitió Hugo con una sonrisa burlona—. En resumen, le sucede otro rey, que sobrevive dieciocho meses y luego muere, y también muere su heredero, pocos días después de haber nacido, y su hermano, el regente, asume el trono…
—Felipe V, el mismo que, cuando aún era conde de Poitiers, había vuelto a reunir a los cardenales que huían de Carpentras —dijo Michele.
—Así es —prosiguió Hugo—, hizo que el cónclave volviera a reunirse en Lyon, en el convento de los dominicos, y juró velar por su indemnidad y no mantenerlos prisioneros. Pero apenas estuvieron a su merced, no sólo los hizo encerrar con llave (lo que, por lo demás, concordaría con el uso establecido), sino que también ordenó que se les fuera reduciendo la comida a medida que pasasen los días sin que tomaran ninguna decisión. Además, prometió a cada uno que apoyaría sus pretensiones al solio pontificio. Finalmente, cuando asumió el trono, los cardenales, cansados después de dos años de prisión, por miedo a seguir así durante el resto de sus días, y con tan mala comida, aceptaron cualquier cosa, los muy glotones, y acabaron elevando a la cátedra de Pedro a ese gnomo casi octogenario…
—¡Gnomo sí! —exclamó riendo Ubertino—. ¡Y de aspecto enclenque, pero más robusto y astuto de lo que se creía!
—Hijo de zapatero —gruñó uno de los enviados.
—¡Cristo era hijo de carpintero! —lo amonestó Ubertino—. Esto no importa. Es un hombre instruido, ha estudiado leyes en Montpellier y medicina en París, ha sabido cultivar sus amistades con habilidad suficiente como para obtener los obispados y el sombrero cardenalicio cuando lo consideró oportuno, y cuando fue consejero de Roberto el Sabio, en Nápoles, su perspicacia causó el asombro de muchos. Y como obispo de Aviñón dio a Felipe el Hermoso los consejos justos (quiero decir, justos para los fines de aquella sórdida empresa) para que lograra la ruina de los templarios. Y después de la elección supo escapar a una conjura de los cardenales, que querían matarlo… Pero no me refería a esto, sino a su habilidad para traicionar los juramentos sin que pueda acusárselo de perjurio. Cuando fue elegido, y para ello prometió al cardenal Orsini que volvería a trasladar la sede pontificia a Roma, juró por la hostia consagrada que si no cumplía esa promesa no volvería a montar en un caballo o en un mulo… Pues bien, ¿sabéis que hizo, el muy zorro? Después de la coronación, en Lyon (contra la voluntad del rey, que quería que la ceremonia se celebrase en Aviñón), ¡regresó a Aviñón en barco!
Todos los frailes se echaron a reír. El papa sería un perjuro, pero no podía negársele cierto ingenio.
—Es un desvergonzado —comentó Guillermo—. ¿No ha dicho Hugo que ni siquiera trató de ocultar su mala fe? ¿No me has contado, Ubertino, lo que le dijo a Orsini el día que llegó a Aviñón?
—Sí —dijo Ubertino—, le dijo que el cielo de Francia era tan hermoso que no veía por qué debía poner el pie en una ciudad llena de ruinas como Roma. Y que, puesto que el papa tenía, como Pedro, el poder de atar y desatar, él ejercía ese poder y decidía quedarse donde estaba, y donde tan bien se sentía. Y cuando Orsini trató de recordarle que su deber era vivir en la colina vaticana, lo llamó secamente a la obediencia, y dio por concluida la discusión. Pero allí no acabó la historia del juramento. Al bajar del barco debía montar una yegua blanca, seguido de sus cardenales montados en caballos negros, como lo quiere la tradición. Pero, en cambio, fue a pie hasta el palacio episcopal. Y creo que nunca más montó a caballo. ¿Y de este hombre esperas, Michele, que respete las garantías que pueda darte?
Michele estuvo un rato en silencio. Luego dijo:
—Puedo comprender que el papa desee quedarse en Aviñón, no se lo discuto. Pero él tampoco podrá discutir nuestro deseo de pobreza y nuestra interpretación del ejemplo de Cristo.
—No seas ingenuo, Michele —intervino Guillermo—. Vuestro, nuestro deseo pone en evidencia la perversidad del suyo. Debes comprender que desde hace siglos no ha habido en el trono pontificio un hombre más codicioso. Las meretrices de Babilonia, contra las que antaño arremetió nuestro Ubertino, los papas corruptos que mencionaban los poetas de tu país, como ese Alighieri, eran mansos y sobrios corderillos comparados con Juan. ¡Es una urraca ladrona, un usurero judío! ¡Se trafica más en Aviñón que en Florencia! Me he enterado de la innoble transacción con el sobrino de Clemente, Bertrand de Goth, el de la masacre de Carpentras (donde, entre otras cosas, a los cardenales los aliviaron del peso de sus joyas): Bertrand se había apoderado del tesoro de su tío, que no era ninguna bagatela, y Juan conocía muy bien el detalle de lo robado (en la Cum venerabilis[*] enumera con precisión las monedas, los vasos de oro y plata, los libros, las alfombras, las piedras preciosas, los paramentos…), pero fingió ignorar que Bertrand se había alzado con más de un millón y medio de florines de oro durante el saqueo de Carpentras, y discutió sobre otros treinta mil florines que éste declaraba haber recibido de su tío para «un fin piadoso», o sea para una cruzada. Se decidió que Bertrand retuviese la mitad de esa suma para la cruzada, y que el resto pasara al santo solio. Pero Bertrand nunca hizo la cruzada, al menos todavía no la ha hecho, y el papa tampoco ha visto un florín.
—O sea que no es tan hábil como se dice —observó Michele.
—Es la única vez que lo han engañado en cuestiones de dinero —dijo Ubertino—. Ya puedes ir sabiendo con qué raza de mercader tendrás que lidiar. En todos los demás casos ha mostrado una habilidad diabólica para embolsar dinero. Es un rey Midas, todo lo que toca se convierte en oro y va a parar a las arcas de Aviñón. Cada vez que he entrado en sus habitaciones he visto banqueros, cambistas, mesas cargadas de oro, y clérigos contando y apilando florín sobre florín… Y ya verás el palacio que se ha hecho construir, con lujos que antes sólo podían atribuirse al emperador de Bizancio o al Gran Kan de los tártaros. ¿Ahora comprendes por qué ha emitido tantas bulas contra la idea de la pobreza? ¿Sabes que, por odio a nuestra orden, ha hecho esculpir a los dominicos imágenes de Cristo donde éste aparece con corona real, túnica de oro y púrpura, y calzado suntuoso? En Aviñón se han exhibido crucifijos en los que se ve a Jesús con una sola mano clavada, pues con la otra toca una bolsa que cuelga de su cintura, para significar que Él autoriza el uso del dinero con fines religiosos…
—¡Oh, qué desvergonzado! —exclamó Michele—. ¡Pero eso es pura blasfemia!
—Ha añadido —prosiguió Guillermo— una tercera corona a la tiara papal, ¿verdad, Ubertino?
—Sí. Al comienzo del milenio, el papa Hildebrando había adoptado una, con la inscripción Corona regni de manu Dei[*]; hace poco, el infame Bonifacio añadió una segunda, con las palabras Diadema imperii de manu Petri[*] y ahora Juan no ha hecho más que perfeccionar el símbolo: tres coronas, el poder espiritual, el poder temporal y el poder eclesiástico. Un símbolo de los reyes persas, un símbolo pagano…
Había un fraile que hasta entonces había permanecido en silencio, ocupado con gran devoción en tragar los exquisitos platos que el Abad había mandado traer a la mesa de los visitantes. Escuchaba distraído lo que decían unos y otros, lanzando cada tanto una risa sarcástica dirigida al pontífice, o algún gruñido de aprobación cuando los otros comensales expresaban su desprecio. Pero si no, lo que hacía era limpiarse la barbilla del pringue y los trozos de carne que dejaba caer de su boca desdentada pero voraz, y las únicas veces que había dirigido la palabra a uno de sus vecinos había sido para alabar la bondad de algún manjar. Luego supe que era micer Girolamo, aquel obispo de Caffa que días antes Ubertino había creído muerto (y debo decir que la noticia de que había muerto dos años atrás se tuvo por cierta en toda la cristiandad durante mucho tiempo, porque más tarde volví a escucharla; de hecho, murió pocos meses después de nuestro encuentro, y sigo pensando que su muerte se debió a la rabia que tuvo que tragar durante la reunión del día siguiente, hasta el punto que creí que estallaría allí mismo, porque su cuerpo era muy frágil y tenía humor bilioso).
Intervino en aquel momento de la conversación para decir, con la boca llena:
—Sabed también que el infame ha establecido una constitución sobre las taxae sacrae paenitentiariae[*], donde especula con los pecados de los religiosos para extraer aún más dinero. Si un eclesiástico comete pecado carnal, con una monja, con una pariente, o incluso con una mujer cualquiera (¡porque también esto sucede!), podrá obtener la absolución con sólo pagar sesenta y siete liras de oro y doce sueldos. Y si comete actos bestiales, serán más de doscientas liras, pero si sólo los comete con niños o animales, y no con hembras, la multa se reducirá en cien liras. Y una monja que se haya entregado a muchos hombres, ya sea al mismo tiempo o en distintas ocasiones, fuera o dentro del convento, y que después quiera convertirse en abadesa, deberá pagar ciento treinta y una liras de oro y quince sueldos…
—¡Vamos, micer Girolamo —protestó Ubertino—, bien sabéis lo poco que amo al papa, pero en esto debo defenderlo! ¡Ésa es una calumnia que circula en Aviñón: nunca he visto tal constitución!
—Existe —afirmó con energía Girolamo—. Tampoco yo la he visto, pero existe.
Ubertino movió la cabeza y los demás callaron. Comprendí que estaban acostumbrados a no tomar demasiado en serio a micer Girolamo, a quien el otro día Guillermo había definido como un tonto. Fue Guillermo quien, en todo caso, trató de reanudar la conversación:
—Sea o no falso, este rumor demuestra cuál es el clima moral que reina en Aviñón, donde todos, explotados y explotadores, saben que viven más en un mercado que en la corte de un representante de Cristo. Cuando Juan ascendió al trono, se hablaba de un tesoro de setenta mil florines de oro, y ahora hay quien dice que ha acumulado más de diez millones.
—Así es —dijo Ubertino—. ¡Michele, Michele, no sabes las inmoralidades que he tenido que ver en Aviñón!
—Tratemos de ser honestos —dijo Michele—. Sabemos que también los nuestros han cometido excesos. Me han llegado noticias de franciscanos que atacaban con armas los conventos dominicanos y desnudaban a los frailes enemigos para imponerles la pobreza… Por eso no me atreví a enfrentar a Juan en la época de los casos de Provenza… Quiero llegar a un acuerdo con él: no humillaré su orgullo, sólo le pediré que no humille nuestra humildad. No le hablaré de dinero, sólo le pediré que admita una sana interpretación de las escrituras. Y eso es lo que hemos de hacer mañana con sus enviados. Al fin y al cabo, son hombres de teología, y no todos serán rapaces como Juan. Una vez que hombres con esa autoridad hayan deliberado sobre una interpretación escritutaria, ya no podrá…
—¿Él? —interrumpió Ubertino— Pero aún no conoces sus locuras en el campo de la teología. Lo que quiere es atarlo todo con sus manos, tanto en el cielo como en la tierra. En la tierra ya hemos visto lo que hace. En cuanto al cielo… Pues bien, todavía no ha expresado las ideas a que me refiero, al menos no públicamente, pero me consta que las ha comentado con sus fieles. Está elaborando unas proposiciones insensatas, si no perversas, que podrían alterar la sustancia misma de la doctrina, ¡y que invalidarían por completo nuestra prédica!
—¿Qué proposiciones? —preguntaron muchos.
—Preguntad a Berengario, él las conoce, fue él quien me las mencionó.
Ubertino se volvió hacia Berengario Talloni, que en los últimos años había sido uno de los adversarios más francos del pontífice en su propia corte.
Y de allí venía ahora, pues sólo un par de días antes se había reunido con los otros franciscanos, y con ellos había llegado a la abadía.
—Es una historia lúgubre y casi increíble —dijo Berengario—. Pues bien, parece que Juan se propone sostener que los justos sólo gozarán de la visión beatífica después del Juicio. Hace tiempo que reflexiona sobre el versículo noveno del capítulo sexto del Apocalipsis, el que habla de la apertura del quinto sello, y aparecen al pie del altar los que han muerto para dar testimonio de la palabra de Dios, y piden justicia. A cada uno se le entrega una túnica blanca y se le pide que tenga un poco más de paciencia… Signo, argumenta Juan, de que no podrán ver a Dios en su esencia hasta que se lleve a cabo el juicio final.
—Pero, ¿con quién ha hablado de eso? —preguntó Michele aterrorizado.
—Hasta ahora, con unos pocos íntimos, pero ha corrido la voz, se dice que está preparando una comunicación pública, no en seguida, quizá dentro de unos años; está consultando con sus teólogos…
—¡Ja! —rió sarcástico Girolamo, sin dejar de masticar.
—No sólo eso. Parece que quiere ir más allá y sostener que tampoco el infierno se abrirá antes de ese día… Ni siquiera para los demonios.
—¡Jesucristo, ayúdanos! —exclamó Girolamo—. ¿Qué les contaremos entonces a los pecadores si no podemos amenazarlos con el infierno inmediato, en seguida después de la muerte?
—Estamos en manos de un loco —dijo Ubertino—. Pero no entiendo por qué quiere sostener estas cosas…
—Con ello se va en humo toda la doctrina de las indulgencias —lamentó Girolamo—, y ni siquiera él podrá seguir vendiéndolas. ¿Por qué un cura que haya cometido actos bestiales deberá pagar tantas liras de oro para evitar un castigo tan lejano?
—No tan lejano —dijo con energía Ubertino—. ¡Los tiempos están cerca!
—Eso lo sabes tú, querido hermano, pero no los simples. ¡Dónde hemos llegado! —gritó Girolamo, que parecía no gozar ya ni de lo que estaba comiendo—. ¡Qué idea nefasta! Deben de habérsela metido en la cabeza esos frailes predicadores… ¡Ay! —y movió la cabeza.
—Pero, ¿por qué? —repitió Michele da Cesena.
—No creo que exista una razón —dijo Guillermo—. Es una prueba que se impone a sí mismo, un acto de orgullo. Quiere ser realmente el que decida tanto sobre el cielo como sobre la tierra. Sabía que corrían esos rumores. Guillermo de Occam me los había mencionado en una carta. Veremos quién se saldrá con la suya, el papa o los teólogos, la voz de toda la iglesia, los propios deseos del pueblo de Dios, los obispos…
—¡Oh! En cuestiones de doctrina podrá imponerse incluso a los teólogos —dijo con tristeza Michele.
—No está dicho que deba ser así —respondió Guillermo—. En los tiempos que vivimos los conocedores de las cosas divinas no temen proclamar que el papa es un hereje. Y ellos son, a su manera, la voz del pueblo cristiano, contra el cual ya ni siquiera el papa podrá actuar.
—Peor, todavía peor —murmuró Michele aterrado—. De un lado, un papa loco; del otro, el pueblo de Dios, que, aunque sea por boca de sus teólogos, pronto querrá interpretar libremente las escrituras…
—¿Y qué? ¿Acaso vosotros habéis hecho algo distinto en Perusa? —preguntó Guillermo.
Michele dio un brinco, como si le hubiesen puesto el dedo en la llaga:
—Por eso quiero encontrarme con el papa. No podemos hacer nada mientras no contemos con su consentimiento.
En verdad, mi maestro era muy perspicaz. ¿Cómo había hecho para prever que el propio Michele decidiría más tarde apoyarse en los teólogos del imperio y en el pueblo para condenar al papa? ¿Cómo había hecho para prever que, cuando cuatro años después el papa enunciase por primera vez su increíble doctrina, se produciría una sublevación por parte de toda la cristiandad? Si la visión beatífica se atrasaba tanto, ¿cómo habrían podido los difuntos interceder por los vivos? ¿Y dónde iría a parar el culto de los santos? Serían precisamente los franciscanos quienes iniciasen las hostilidades condenando al papa, y Guillermo de Occam se encontraría entre los primeros, con sus argumentaciones severas e implacables. La lucha duraría tres años, hasta que Juan, ya próximo a morir, desistiría parcialmente de sus tesis. Me lo describieron unos años más tarde, tal como apareció en el consistorio de diciembre de 1334, más pequeño que nunca, consumido por la edad, nonagenario y moribundo, pálido. Sus palabras habrían sido las siguientes (hábil, el muy zorro, y capaz de jugar con las palabras no sólo para violar sus propios juramentos, sino también para renegar de sus propias obstinaciones): «Declaramos y creemos que las almas separadas del cuerpo y completamente purificadas están en el cielo, en el paraíso con los ángeles, y con Jesucristo, y que ven a Dios en su divina esencia, claramente y cara a cara…». Y luego, después de una pausa, nunca se supo si debida a la dificultad con que respiraba o al designio perverso de marcar el carácter adversativo de la última parte de la frase, «… en la medida en que el estado y la condición del alma separada lo permitan». La mañana siguiente, era domingo, se hizo trasladar a una silla de caderas, recibió el besamanos de sus cardenales, y murió.
Pero de nuevo me voy por las ramas y no cuento lo que debería contar. Lo que sucede es que, en el fondo, tampoco se dijo ya nada en torno a aquella mesa que añada demasiado para la comprensión de los hechos que estoy relatando. Los franciscanos se pusieron de acuerdo sobre cuál sería la actitud que adoptarían al día siguiente. Consideraron las cualidades de cada uno de sus adversarios. Comentaron preocupados la noticia, que les transmitió Guillermo, de la llegada de Bernardo Gui. Y se inquietaron aún más por el hecho de que la legación aviñonesa fuese a estar presidida por el cardenal Bertrando del Poggetto. Dos inquisidores eran demasiados: signo de que se quería usar contra los franciscanos el argumento de la herejía.
—Peor para ellos —dijo Guillermo—, nosotros también los acusaremos de herejía.
—No, no —dijo Michele—, procedamos con prudencia, no debemos comprometer la posibilidad de un acuerdo.
—Por más que lo pienso —dijo Guillermo—, y a pesar de haber trabajado para que este encuentro pudiera realizarse, como tú bien sabes, Michele, no logro convencerme de que los aviñonenses vengan con el propósito de llegar a algún resultado positivo. Juan quiere que vayas a Aviñón solo y sin garantías. Pero al menos el encuentro servirá para que te des cuenta de que es así. Peor hubiera sido que viajases sin haber tenido esta experiencia.
—De modo que durante meses has estado desviviéndote por algo que consideras inútil —dijo Michele con amargura.
—Tanto tú como el emperador me lo habíais pedido —respondió Guillermo—. Además, nunca es inútil conocer mejor a los enemigos.
En aquel momento, vinieron a avisarnos de que la segunda delegación estaba entrando en el recinto. Los franciscanos se levantaron y fueron al encuentro de los hombres del papa.