Tercer día

SEXTA

Donde Adso escucha las confidencias de Salvatore, que no pueden resumirse en pocas palabras, pero que le sugieren muchas e inquietantes reflexiones.

Mientras comía vi en un rincón a Salvatore. Era evidente que ya había hecho las paces con el cocinero, pues estaba devorando con entusiasmo un pastel de carne de oveja. Comía como si nunca lo hubiese hecho en su vida; no dejaba caer ni una migaja; parecía estar dando gracias al cielo por aquel acontecimiento extraordinario.

Se me acercó y me dijo, en su lenguaje estrafalario, que comía por todos los años en que había ayunado. Le pedí que me contara. Me describió una infancia muy penosa en una aldea donde el aire era malsano, las lluvias excesivas y los campos pútridos, en medio de un aire viciado por miasmas mortíferos. Por lo que alcancé a entender, algunos años los aluviones que corrían por el campo, estación tras estación, habían borrado los surcos, de modo que un moyo de semillas daba un sextario, y después ese sextario se reducía aún, hasta desaparecer. Los señores tenían los rostros blancos como los pobres, aunque —observó Salvatore— muriesen muchos más de éstos que de aquéllos, quizá —añadió con una sonrisa— porque pobres había más… Un sextario costaba quince sueldos, un moyo sesenta sueldos, los predicadores anunciaban el fin de los tiempos, pero los padres y los abuelos de Salvatore recordaban que no era la primera vez que esto sucedía, de modo que concluyeron que los tiempos siempre estaban a punto de acabar. Y cuando hubieron comido todas las carroñas de los pájaros, y todos los animales inmundos que pudieron encontrar, corrió la voz de que en la aldea alguien había empezado a desenterrar a los muertos. Como un histrión, Salvatore se esforzaba por explicar cómo hacían aquellos «homines[*] malísimos» que cavaban con los dedos en el suelo de los cementerios al día siguiente de algún entierro. «¡Ñam!», decía, e hincaba el diente en su pastel de oveja, pero en su rostro yo veía la mueca del desesperado que devoraba un cadáver. Y además había otros peores, que, no contentos con cavar en la tierra consagrada, se escondían en el bosque, como ladrones, para sorprender a los caminantes. «¡Zas!», decía Salvatore, poniéndose el cuchillo en el cuello, y «¡Ñam!». Y los peores de todos atraían a los niños con huevos o manzanas, y se los comían, pero, aclaró Salvatore con mucha seriedad, no sin antes cocerlos. Me contó que en cierta ocasión había llegado a la aldea un hombre vendiendo carne cocida a un precio muy barato, y que nadie comprendía tanta suerte de golpe, pero después el cura dijo que era carne humana, y la muchedumbre enfurecida se arrojó sobre el hombre y lo destrozó. Pero aquella misma noche alguien de la aldea cavó en la tumba del caníbal y comió su carne, y, cuando lo descubrieron, la aldea también lo condenó a muerte.

Pero no fue esto lo único que me contó Salvatore. Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó la historia de su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de tantos años, le atribuya aventuras y delitos de otros, que conocí antes o después de él, y que ahora en mi mente fatigada se funden en una sola imagen, precisamente por la fuerza de la imaginación, que, combinando el recuerdo del oro con el de la montaña, sabe producir la idea de una montaña de oro.

Durante el viaje, Guillermo había hablado a menudo de los simples; algunos de sus hermanos designaban así a la gente del pueblo y a las personas incultas. El término siempre me pareció vago, porque en las ciudades italianas había encontrado mercaderes y artesanos que no eran letrados pero que tampoco eran incultos, aunque sus conocimientos se manifestasen a través de la lengua vulgar. Y, por ejemplo, algunos de los tiranos que en aquella época gobernaban la península nada sabían de teología, de medicina, de lógica y de latín, pero, sin duda, no eran simples ni menesterosos. Por eso creo que también mi maestro, al hablar de los simples, usaba un concepto más bien simple. Pero, sin duda, Salvatore era un simple, procedía de una tierra castigada durante siglos por la miseria y por la prepotencia de los señores feudales. Era un simple, pero no un necio. Soñaba con un mundo distinto, que, en la época en que huyó de casa de sus padres, se identificaba, por lo que me dijo, con el país de Jauja, donde los árboles secretan miel y dan hormas de queso y olorosos chorizos.

Impulsado por esa esperanza —como si no quisiese reconocer que este mundo es un valle de lágrimas, donde (según me han enseñado) hasta la injusticia ha sido prevista, para mantener el justo equilibrio, por una providencia cuyos designios suelen ocultársenos—, Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza, para subir luego hacia las tierras del rey de Francia.

Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos apátridas, estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y, mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, empajadores, albañiles, junto con picaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, y canónigos y curas simoníacos y prevaricadores, y gente que ya sólo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudohemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca con una sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había picaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes atemorizadas que recordaban la invitación de los santos padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, vistamos a Cristo, porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.

También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes, que, como los demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones: biantes, affratres, falsibordones, affarfantes, acapones, alacrimantes, asciones, acadentes, mutuatores, cagnabaldi, atrementes, admiracti, acconi, apezentes, affarinati, spectini, iucchi, falpatores, confitentes, compatrizantes.

Eran como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia. Había sido precisamente el papa Juan, siempre temeroso de los movimientos de los simples que se dedicaban a la predicación, y a la práctica de la pobreza, quien arremetiera contra los predicadores mendicantes, quienes, según él, atraían a los curiosos enarbolando estandartes con figuras pintadas, predicaban y se hacían entregar dinero valiéndose de amenazas. ¿Tenía razón el papa simoníaco y corrupto cuando equiparaba a los frailes mendicantes que predicaban la pobreza con aquellas bandas de desheredados y saqueadores? En aquella época, después de haber viajado un poco por la península italiana, ya no tenía muy claras mis ideas: había oído hablar de los frailes de Altopascio, que en su predicación amenazaban con excomuniones y prometían indulgencias, que por dinero absolvían a fratricidas y a ladrones, a perjuros y a asesinos, que iban diciendo que en su hospital se celebraban hasta cien misas diarias, y que recaudaban donativos para sufragarlas, y que decían que con sus bienes se dotaba a doscientas muchachas pobres. También había oído hablar de fray Pablo el Cojo, eremita del bosque de Rieti que se jactaba de haber sabido por revelación directa del Espíritu Santo que el acto carnal no era pecado, y así seducía a sus víctimas, a las que llamaba hermanas, obligándolas a desnudarse y recibir azotes y a hacer cinco genuflexiones en forma de cruz, para después ofrendarlas a Dios, no sin instarlas a que se prestaran a lo que llamaba el beso de la paz. Pero, ¿qué había de cierto en todo eso? ¿Qué tenían que ver aquellos eremitas supuestamente iluminados con los frailes de vida pobre que recorrían los caminos de la península haciendo verdadera penitencia, ante la mirada hostil de unos clérigos y obispos cuyos vicios y rapiñas flagelaban?

El relato de Salvatore, que se iba mezclando con las cosas que yo ya sabía, no revelaba diferencia alguna: todo parecía igual a todo. Algunas veces lo imaginaba como uno de aquellos mendigos inválidos de Turena que, según se cuenta, al aparecer el cadáver milagroso de san Martín, salieron huyendo por miedo a que el santo los curara, arrebatándoles así su fuente de ganancias, pero el santo, implacable, les concedió su gracia antes de que lograsen alejarse, devolviéndoles el uso de los miembros en castigo por el mal que habían hecho. Otras veces, en cambio, el rostro animalesco del monje se iluminaba con una dulce claridad, mientras me contaba cómo, en medio de su vagabundeo con aquellas bandas, había escuchado la palabra de ciertos predicadores franciscanos, también ellos fugitivos, y había comprendido que la vida pobre y errabunda que llevaba no debía padecerse como una triste fatalidad, sino como un acto gozoso de entrega. Y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre.

Pero, ¿cómo y hasta cuándo había estado con aquellos grupos? Por lo que pude entender, unos treinta años atrás había sido acogido en un convento franciscano de Toscana, donde había adoptado el sayo de san Francisco, aunque sin haber recibido las órdenes. Allí, creo, había aprendido el poco latín que hablaba, mezclándolo, con las lenguas de todos los sitios en que, pobre apátrida, había estado, y de todos los compañeros de vagabundeo que había ido encontrando, desde mercenarios de mi tierra hasta bogomilos dálmatas. Allí, según decía, se había entregado a la vida de penitencia (penitenciágite, me repetía con mirada ardiente, y otra vez oí aquella palabra que tanta curiosidad había despertado en Guillermo), pero al parecer tampoco aquellos franciscanos tenían muy claras las ideas, porque en cierta ocasión invadieron la casa del canónigo de la iglesia cercana, al que acusaban de robar y de otras ignominias, y lo arrojaron escaleras abajo, causando así la muerte del pecador, y luego saquearon la iglesia. Enterado el obispo, envió gente armada, y así fue como los frailes se dispersaron y Salvatore vagó largo tiempo por la Alta Italia unido a una banda de fraticelli, o sea de franciscanos mendicantes, al margen ya de toda ley y disciplina.

Buscó luego refugio en la región de Toulouse, donde le sucedió algo extraño, en una época en que, enardecido, escuchaba el relato de las grandes hazañas de los cruzados. Sucedió que una muchedumbre de pastores y de gente humilde se congregó en gran número para cruzar el mar e ir a combatir contra los enemigos de la fe. Se les dio el nombre de pastorcillos. Lo que en realidad querían era huir de aquellas infelices tierras. Tenían dos jefes, que les inculcaban falsas teorías: un sacerdote que por su conducta se había quedado sin iglesia, y un monje apóstata de la orden de san Benito. Hasta tal punto habían enloquecido a aquellos miserables, que incluso muchachos de dieciséis años, contra la voluntad de sus padres, llevando consigo sólo una alforja y un bastón, sin dinero, abandonaban los campos para correr tras ellos, formando todos una gran muchedumbre que los seguía como un rebaño. Ya no los movía la razón ni la justicia, sino sólo la fuerza y la voluntad de sus jefes. Se sentían como embriagados por el hecho de estar juntos, finalmente libres y con una vaga esperanza de tierras prometidas. Recorrían aldeas y ciudades cogiendo todo lo que encontraban, y si alguno era arrestado, asaltaban la cárcel para liberarlo. Cuando entraron en la fortaleza de París para liberar a algunos de sus compañeros arrestados por orden de los señores, viendo que el preboste de la ciudad intentaba resistir, lo golpearon y lo arrojaron por la escalinata, y después echaron abajo las puertas de la cárcel. Ocuparon luego el prado de san Germán, donde se desplegaron en posición de combate. Pero nadie se atrevió a hacerles frente, de modo que salieron de París y se dirigieron hacia Aquitania. E iban matando a todos los judíos que encontraban a su paso, y se apoderaban de sus bienes…

—¿Por qué a los judíos? —pregunté.

Y Salvatore me respondió:

—¿Por qué no?

Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si, por tanto, los pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siempre con toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en poder de los judíos.

Le pregunté quién había convencido a la muchedumbre de que era necesario atacar a los judíos. Salvatore no lo recordaba. Creo que cuando tanta gente se congrega para correr tras una promesa, y de pronto surge una exigencia, nunca puede saberse quién es el que habla. Pensé que sus jefes se habían educado en los conventos y en las escuelas obispales, y que hablaban el lenguaje de los señores, aunque lo tradujeran en palabras comprensibles para los pastores. Y los pastores no sabían dónde estaba el papa, pero sí dónde estaban los judíos. En suma, pusieron sitio a una torre alta y sólida, perteneciente al rey de Francia, donde los judíos, aterrorizados, habían ido en masa a refugiarse. Y con valor y tenacidad éstos se defendían arrojando leños y piedras. Pero los pastorcillos prendieron fuego a la puerta de la torre, acorralándolos con las llamas y el humo. Y, al ver que no podían salvarse, los judíos prefirieron matarse antes de morir a manos de los incircuncisos, y pidieron a uno de ellos, que parecía el más valiente, que los matara con su espada. Éste dijo que sí, y mató como a quinientos. Después salió de la torre con los hijos de los judíos y pidió a los pastorcillos que lo bautizaran. Pero los pastorcillos le respondieron: «¿Has hecho tal matanza entre tu gente y ahora quieres salvarte de morir?». Y lo destrozaron. Pero respetaron la vida de los niños, y los hicieron bautizar. Después se dirigieron hacia Carcasona, y a su paso perpetraron otros crímenes sangrientos. Entonces el rey de Francia comprendió que habían pasado ya los límites y ordenó que se les opusiese resistencia en toda ciudad por la que pasaran, y que se defendiese incluso a los judíos como si fueran hombres del rey…

¿Por qué aquella súbita preocupación del rey por los judíos? Quizá porque se dio cuenta de lo que podrían llegar a hacer los pastorcillos en todo el reino, y vio que su número era cada vez mayor. Entonces se apiadó incluso de los judíos, ya fuese porque éstos eran útiles para el comercio del reino, ya porque había que destruir a los pastorcillos y era necesario que todos los buenos cristianos encontraran motivos para deplorar sus crímenes. Pero muchos cristianos no obedecieron al rey, porque pensaron que no era justo defender a los judíos, enemigos constantes de la fe cristiana. Y en muchas ciudades las gentes del pueblo, que habían tenido que pagar usura a los judíos, se sentían felices de que los pastorcillos los castigaran por su riqueza. Entonces el rey ordenó bajo pena de muerte que no se diera ayuda a los pastorcillos. Reunió un numeroso ejército y los atacó y muchos murieron, mientras que otros se salvaron refugiándose en los bosques, donde acabaron pereciendo de hambre. En poco tiempo fueron aniquilados. Y el enviado del rey los iba apresando y los hacía colgar en grupos de veinte o de treinta, escogiendo los árboles más grandes, para que el espectáculo de sus cadáveres sirviese de ejemplo eterno y ya nadie se atreviera a perturbar la paz del reino.

Lo extraño es que Salvatore me contó esta historia como si se tratase de una empresa muy virtuosa. Y de hecho seguía convencido de que la muchedumbre de los pastorcillos se había puesto en marcha para conquistar el sepulcro de Cristo y liberarlo de los infieles. Y no logré persuadirlo de que esa sublime conquista ya se había logrado en la época de Pedro el Ermitaño y de san Bernardo, durante el reinado de Luis el Santo, de Francia. De todos modos, Salvatore no partió a luchar contra los infieles, porque tuvo que retirarse a toda prisa de las tierras francesas. Me dijo que se había dirigido hacia la región de Novara, pero no me aclaró demasiado lo que le sucedió allí. Por último, llegó a Casale, donde logró que lo admitieran en el convento de los franciscanos (creo que fue allí donde encontró a Remigio), justo en la época en que muchos de ellos, perseguidos por el papa, cambiaban de sayo y buscaban refugio en monasterios de otras órdenes, para no morir en la hoguera, tal como había contado Ubertino. Dada su larga experiencia en diversos trabajos manuales (que había realizado tanto con fines deshonestos, cuando vagaba libremente, como con fines santos, cuando vagaba por el amor de Cristo), el cillerero lo convirtió en su ayudante. Y por eso justamente hacía tantos años que estaba en aquel sitio, menos interesado por los fastos de la orden que por la administración del almacén y la despensa, libre de comer sin necesidad de robar y de alabar al Señor sin que lo quemaran.

Todo esto me lo fue contando entre bocado y bocado, y me pregunté qué parte había añadido su imaginación, y qué parte había guardado para sí.

Lo miré con curiosidad, no porque me asombrara su experiencia particular, sino al contrario, porque lo que le había sucedido me parecía una espléndida síntesis de muchos hechos y movimientos que hacían de la Italia de entonces un país fascinante e incomprensible.

¿Qué emergía de ese relato? La imagen de un hombre de vida aventurera, capaz incluso de matar a un semejante sin ser consciente de su crimen. Pero, si bien en aquella época cualquier ofensa a la ley divina me parecía igual a otra, ya empezaba a comprender algunos de los fenómenos que oía comentar, y me daba cuenta de que una cosa es la masacre que una muchedumbre, en arrebato casi extático, y confundiendo las leyes del Señor con las del diablo, puede realizar, y otra cosa es el crimen individual perpetrado a sangre fría, astuta y calladamente. Y no me parecía que Salvatore pudiera haberse manchado con semejante crimen.

Por otra parte, quería saber algo sobre lo que había insinuado el Abad, y me obsesionaba la figura de fray Dulcino, para mí casi desconocida. Sin embargo, su fantasma parecía presente en muchas conversaciones que había escuchado durante aquellos dos días. De modo que le pregunté a bocajarro:

—¿En tus viajes nunca encontraste a fray Dulcino?

Su reacción fue muy extraña. Sus ojos, ya muy abiertos, parecieron salirse de las órbitas; se persignó varias veces; murmuró unas frases entrecortadas, en un lenguaje que esa vez me resultó del todo ininteligible. Creí entender, sin embargo, que eran negaciones. Hasta aquel momento me había mirado con simpatía y confianza, casi diría que con amistad. En cambio, la mirada que entonces me dirigió fue casi de odio. Después pretextó cualquier cosa y se marchó.

A aquellas alturas yo me moría de curiosidad. ¿Quién era ese fraile que infundía terror a cualquiera que oyese su nombre? Decidí que debía apagar lo antes posible mi sed de saber. Una idea atravesó mi mente, ¡Ubertino! Era él quien había pronunciado ese nombre la primera noche que lo encontramos. Conocía todas las vicisitudes, claras y oscuras, de los frailes, de los fraticelli y de otra gentuza que pululaba por entonces. ¿Dónde podía encontrarlo a aquella hora? Sin duda, en la iglesia, sumergido en sus oraciones. Y hacia allí, puesto que gozaba de un momento de libertad, dirigí mis pasos.

No lo encontré, ni lograría encontrarlo hasta la noche. De modo que mi curiosidad siguió insatisfecha, mientras sucedían los acontecimientos que ahora debo narrar.