PRIMA
Donde Nicola cuenta muchas cosas, mientras se visita la cripta del tesoro.
Nicola da Morimondo, en su nueva calidad de cillerero, estaba dando órdenes a los cocineros, y éstos le estaban dando a él informaciones sobre las costumbres de la cocina. Guillermo quería hablarle, pero nos pidió que esperásemos unos minutos. Dijo que después tendría que bajar a la cripta del tesoro para vigilar el trabajo de limpieza de los relicarios, que aún era de su competencia, y allí dispondría de más tiempo para conversar.
En efecto, poco después nos invitó a seguirlo. Entró en la iglesia, pasó por detrás del altar mayor (mientras los monjes estaban disponiendo un catafalco en la nave, para velar los despojos mortales de Malaquías) y nos hizo bajar por una escalerilla, al cabo de la cual nos encontramos en una sala de bóvedas muy bajas sostenidas por gruesas pilastras de piedra sin tallar. Estábamos en la cripta donde se guardaban las riquezas de la abadía; el Abad estaba muy orgulloso de ese tesoro, que sólo se abría en circunstancias excepcionales y para huéspedes muy importantes.
Alrededor se veían relicarios de diferentes tamaños, dentro de los cuales las luces de las antorchas (encendidas por dos ayudantes de confianza de Nicola) hacían resplandecer objetos de belleza prodigiosa. Paramentos dorados, coronas de oro cuajadas de piedras preciosas, cofrecillos de diferentes metales, historiados con figuras, damasquinados, marfiles. Nicola nos mostró extasiado un evangeliario cuya encuadernación ostentaba admirables placas de esmalte que componían una abigarrada unidad de compartimientos regulares, divididos por filigranas de oro y fijados mediante piedras preciosas que hacían las veces de clavos. Nos señaló un delicado tabernáculo con dos columnas de lapislázuli y oro que enmarcaban un descendimiento al sepulcro realizado en fino bajorrelieve de plata y dominado por una cruz de oro cuajada con trece diamantes sobre un fondo de ónix entreverado, mientras que el pequeño frontón estaba cimbrado con ágatas y rubíes. Después vi un díptico criselefantino, dividido en cinco partes, con cinco escenas de la vida de Cristo, y en el centro un cordero místico hecho de alvéolos de plata dorada y pasta de vidrio, única imagen policroma sobre un fondo de cérea blancura.
Mientras nos mostraba aquellas cosas, el rostro y los gestos de Nicola resplandecían de orgullo. Guillermo elogió lo que acababa de ver, y después preguntó a Nicola qué clase de persona había sido Malaquías.
—Extraña pregunta —dijo Nicola—, también tú lo conocías.
—Sí, pero no lo suficiente. Nunca comprendí qué tipo de pensamiento ocultaba… ni… —vaciló en emitir un juicio sobre alguien que acababa de morir—… si los tenía.
Nicola se humedeció un dedo, lo pasó sobre una superficie de cristal cuya limpieza no era perfecta, y respondió sonriendo ligeramente y evitando la mirada de Guillermo:
—Ya ves que no necesitas preguntar… Es cierto, muchos consideraban que, tras su apariencia reflexiva, Malaquías era un hombre muy simple. Según Alinardo, era un tonto.
—Alinardo todavía abriga rencor contra alguien por un acontecimiento que sucedió hace mucho tiempo, cuando le fue negada la dignidad de bibliotecario.
—También yo he oído hablar de esto, pero es una historia vieja, se remonta al menos a hace cincuenta años. Cuando llegué al monasterio, el bibliotecario era Roberto da Bobbio, y los viejos murmuraban acerca de una injusticia cometida contra Alinardo. En aquel momento no quise profundizar en el tema porque me pareció que era una falta de respeto hacia los más ancianos y no quería hacer caso de las murmuraciones. Roberto tenía un ayudante que luego murió, y su puesto pasó a Malaquías, que aún era muy joven. Muchos dijeron que no tenía mérito alguno, que decía saber el griego y el árabe, y que no era cierto, que no era más que un buen repetidor que copiaba con bella caligrafía los manuscritos en esas lenguas, pero sin comprender lo que copiaba. Se decía que un bibliotecario tenía que ser mucho más culto. Alinardo, que por aquel entonces aún era un hombre lleno de fuerza, dijo cosas durísimas sobre aquel nombramiento. E insinuó que Malaquías había sido designado en aquel puesto para hacerle el juego a su enemigo. Pero no comprendí de quién hablaba. Eso es todo. Siempre se ha murmurado que Malaquías defendía la biblioteca como un perro de guardia, pero sin saber bien qué estaba custodiando. Por otra parte, también se murmuró mucho contra Berengario, cuando Malaquías lo escogió como ayudante. Se decía que tampoco él era más hábil que su maestro, y que sólo era un intrigante. También se dijo… pero ya habrás escuchado esas murmuraciones… que existía una extraña relación entre Malaquías y él… Cosas viejas. También sabes que se murmuró sobre Berengario y Adelmo, y los copistas jóvenes decían que Malaquías sufría en silencio unos celos atroces… Y también se murmuraba sobre las relaciones entre Malaquías y Jorge. No, no en el sentido que podrías imaginar… ¡Nadie ha murmurado jamás sobre la virtud de Jorge! Pero la tradición quiere que el bibliotecario se confiese con el Abad, mientras que todos los demás lo hacen con Jorge (o con Alinardo, pero el anciano ya está casi demente)… Pues bien, se decía que, a pesar de eso, Malaquías andaba siempre en conciliábulos con Jorge, como si el Abad dirigiese su alma, pero Jorge gobernara su cuerpo, sus ademanes, su trabajo. Por otra parte, ya sabes, es probable que lo hayas observado: cuando alguien quería alguna indicación sobre un libro antiguo y olvidado, no se dirigía a Malaquías, sino a Jorge. Malaquías custodiaba el catálogo y subía a la biblioteca, pero Jorge conocía el significado de cada título…
—¿Por qué sabía Jorge tantas cosas sobre la biblioteca? —preguntó Guillermo.
—Era el más anciano, después de Alinardo. Está en la abadía desde la época de su juventud. Debe de tener más de ochenta años. Se dice que está ciego al menos desde hace cuarenta años, y quizá más…
—¿Cómo hizo para acumular tanto saber antes de volverse ciego?
—¡Oh, hay leyendas sobre él! Parece que ya de niño fue tocado por la gracia divina, y allá en Castilla leyó los libros de los árabes y de los doctores griegos, cuando aún no había llegado a la pubertad. Y además, después de haberse vuelto ciego, e incluso ahora, se sienta durante largas horas en la biblioteca y se hace recitar el catálogo, pide que le traigan libros y un novicio se los lee en voz alta durante horas y horas. Lo recuerda todo, no es un desmemoriado como Alinardo. Pero, ¿por qué me estás haciendo todas estas preguntas?
—Ahora que Malaquías y Berengario han muerto, ¿quién más conoce los secretos de la biblioteca?
—El Abad, y él será quien se los transmita a Bencio… Suponiendo que quiera…
—¿Por qué suponiendo que quiera?
—Porque Bencio es joven. Fue nombrado ayudante cuando Malaquías todavía estaba vivo. Una cosa es ser ayudante del bibliotecario y otra bibliotecario. Según la tradición, el bibliotecario ocupa después el cargo de Abad…
—¡Ah, es así!… Por eso el cargo de bibliotecario es tan ambicionado. Pero entonces, ¿Abbone ha sido bibliotecario?
—No, Abbone no. Su nombramiento se produjo antes de que yo llegara, hace unos treinta años. Antes, el abad era Paolo da Rimini, un hombre curioso, del que se cuentan extrañas historias. Parece que fue un lector insaciable, conocía de memoria todos los libros de la biblioteca, pero tenía una extraña debilidad: era incapaz de escribir, lo llamaban Abbas agraphicus[*]… Cuando lo nombraron abad era muy joven, se decía que contaba con el apoyo de Algirdas de Cluny, el Doctor Quadratus… Pero son viejos cotilleos de los monjes. En suma, Paolo fue nombrado abad, y Roberto da Bobbio ocupó su puesto en la biblioteca. Pero su salud estaba minada por un mal incurable, se sabía que no podría regir los destinos del monasterio, y cuando Paolo da Rimini desapareció…
—¿Murió?
—No, desapareció. No sé cómo, un día partió de viaje y nunca regresó. Quizá lo mataron los ladrones durante el viaje… En suma, cuando Paolo desapareció, Roberto no pudo reemplazarlo, y hubo oscuras maquinaciones. Abbone, según dicen, era hijo natural del señor de esta comarca. Había crecido en la abadía de Fossanova. Se decía que siendo muy joven había asistido a santo Tomás cuando éste murió en aquel monasterio, y que se había cuidado del descenso de ese gran cuerpo desde una torre por cuya escalera no habían logrado hacerlo pasar… Las malas lenguas de aquí decían que aquél era su mayor mérito… El hecho es que lo eligieron abad, a pesar de no haber sido bibliotecario, y alguien, creo que Roberto, lo inició en los misterios de la biblioteca.
—¿Y Roberto por qué fue elegido?
—No lo sé. Siempre he tratado de no hurgar demasiado en estas cosas: nuestras abadías son lugares santos, pero a veces se tejen tramas horribles alrededor de la dignidad abacial. A mí me interesan mis vidrios y mis relicarios, y no quería verme mezclado en esas historias. Pero ahora comprenderás por qué no sé si el Abad querrá iniciar a Bencio: sería como designarlo sucesor suyo… Un muchacho imprudente, un gramático casi bárbaro, del extremo norte, cómo podría entender este país, esta abadía, y sus relaciones con los señores del lugar…
—Tampoco Malaquías era italiano, ni Berengario. Sin embargo, se les confió la custodia de la biblioteca.
—Es un hecho oscuro. Los monjes murmuran que desde hace medio siglo la abadía ha abandonado sus tradiciones… Por eso, hace más de cincuenta años, o tal vez antes, Alinardo aspiraba a la dignidad de bibliotecario. El bibliotecario siempre había sido italiano, pues en esta tierra no faltan los grandes ingenios. Y, además, ya ves… —y aquí Nicola vaciló, como si no quisiese decir lo que estaba por decir—… ya ves, Malaquías y Berengario han muerto, quizá, para que no llegaran a ser abades.
Tuvo un estremecimiento, se pasó la mano por delante de la cara como para espantar ciertas ideas no del todo honestas, y luego se santiguó.
—Pero, ¿qué estoy diciendo? Mira, en este país hace muchos años que suceden cosas vergonzosas, incluso en los monasterios, en la corte papal, en las iglesias… Luchas por la conquista del poder, acusaciones de herejía para apoderarse de alguna prebenda ajena… Qué feo es todo esto. Estoy perdiendo la confianza en el género humano. Por todas partes veo maquinaciones y conjuras palaciegas. A esto se ha reducido también esta abadía, a un nido de víboras, surgido por arte de mala magia en lo que antes era un relicario destinado a guardar miembros santos. ¡Mira el pasado de este monasterio!
Nos señalaba los tesoros esparcidos a nuestro alrededor, y dejando de lado cruces y otros objetos sagrados, nos llevó a ver los relicarios que constituían la gloria de aquel lugar.
—¡Mirad —decía—, ésta es la punta de la lanza que atravesó el flanco del Salvador!
Era una caja de oro, con tapa de cristal, donde, sobre un cojincillo de púrpura, yacía un trozo de hierro de forma triangular, antes corroído por la herrumbre, pero ahora reluciente gracias a un paciente tratamiento con aceites y ceras. Y aquello no era nada: en otra caja, de plata cuajada de amatistas, cuya pared anterior era transparente, vi un trozo del venerable madero de la santa cruz, que había llevado a la abadía la propia reina Elena, madre del emperador Constantino, después de su peregrinación a los santos lugares, donde había exhumado la colina del Gólgota y el santo sepulcro, para después construir en aquel sitio una catedral.
Nicola siguió mostrándonos otras cosas, tantas y tan singulares que ahora no podría describirlas. En un relicario, todo de aguamarinas, había un clavo de la cruz. En un frasco, sobre un lecho de pequeñas rosas marchitas, había un trozo de corona de espinas, y en otra caja, también sobre una capa de flores secas, un jirón amarillento del mantel de la última cena. Pero también estaba la bolsa de san Mateo, en malla de plata; y, en un cilindro, atado con una cinta violeta roída por el tiempo y estampada en oro, un hueso del brazo de santa Ana. Y, maravilla de maravillas, vi, debajo de una campana de vidrio y sobre un cojín rojo bordado de perlas, un trozo del pesebre de Belén, y un palmo de la túnica purpúrea de san Juan Evangelista, dos de las cadenas que apretaron los tobillos del apóstol Pedro en Roma, el cráneo de san Adalberto, la espada de san Esteban, una tibia de santa Margarita, un dedo de san Vital, una costilla de santa Sofía, la barbilla de san Eobán, la parte superior del omóplato de san Crisóstomo, el anillo de compromiso de san José, un diente del Bautista, la vara de Moisés, un trozo de encaje, roto y diminuto, del traje de novia de la Virgen María.
Y otras cosas que no eran reliquias pero que también eran testimonio de prodigios y de seres prodigiosos de tierras lejanas, y que habían llegado a la abadía traídas por monjes que habían viajado hasta los más remotos confines del mundo: un basilisco y una hidra embalsamados, un cuerno de unicornio, un huevo que un eremita había encontrado dentro de otro huevo, un trozo del maná con que se alimentaron los hebreos en el desierto, un diente de ballena, una nuez de coco, el húmero de una bestia antediluviana, el colmillo de marfil de un elefante, la costilla de un delfín. Y además otras reliquias que no reconocí, quizá no tan preciosas como sus relicarios. Algunas de ellas (a juzgar por las cajas en que estaban depositadas, hechas de plata, ya ennegrecida) antiquísimas: una serie infinita de fragmentos de huesos, de tela, de madera, de metal y de vidrio. Y frascos con polvos oscuros, uno de los cuales, según supe, contenía los restos quemados de la ciudad de Sodoma, y otro, cal de las murallas de Jericó. Todas cosas, incluso las más humildes, por las que un emperador habría entregado más de un feudo, y que constituían una reserva no sólo de inmenso prestigio, sino también de verdadera riqueza material para la abadía de cuya hospitalidad estábamos gozando.
Seguí dando vueltas sin salir de mi asombro, mientras Nicola dejaba de explicarnos la naturaleza de aquellos objetos (que, por lo demás, llevaban cada uno uno tarjeta con una inscripción aclaratoria), libre ya de vagabundear casi a mi antojo por aquella reserva de maravillas inestimables, admirándolas a veces a plena luz y a veces entreviéndolas en la penumbra, cuando los acólitos de Nicola se desplazaban con sus antorchas hacia otra parte de la cripta. Estaba fascinado por aquellos cartílagos amarillentos, místicos y repugnantes al mismo tiempo, transparentes y misteriosos, por aquellos jirones de vestiduras de épocas inmemoriales, descoloridos, deshilachados, a veces enrollados dentro de un frasco como un manuscrito descolorido, por aquellas materias desmenuzadas que se confundían con el paño que les servía de lecho, detritos santos de una vida que había sido animal (y racional) y que ahora, apresados dentro de edificios de cristal o de metal que en sus minúsculas dimensiones imitaban la audacia de las catedrales de piedra, con sus torres y agujas, parecían haberse transformado también ellos en sustancia mineral. ¿De modo que así era como los cuerpos de los santos esperan sepultos la resurrección de la carne? ¿Con aquellas esquirlas se reconstruirían los organismos que, como escribía Piperno, en el fulgor de la visión divina serían capaces de percibir hasta las más mínimas differentias odorum[*]?
De esas meditaciones me arrancó de pronto Guillermo con un leve golpe en el hombro:
—Me marcho. Subo al scriptorium, todavía debo consultar algo allí.
—No podréis pedir libros —dije—. Bencio tiene órdenes…
—Sólo debo examinar los libros que estaba leyendo el otro día, y aún están todos en el scriptorium, en la mesa de Venancio. Si lo deseas, puedes quedarte. Esta cripta es un bello epítome de los debates sobre la pobreza que has presenciado en estos días. Y ahora ya sabes por qué se degüellan tus hermanos cuando está en juego el acceso a la dignidad abacial.
—Pero ¿pensáis que es cierto lo que ha insinuado Nicola? ¿Creéis que los crímenes tienen que ver con una lucha por la investidura?
—Ya te he dicho que por ahora no quiero arriesgar hipótesis en voz alta. Pero me voy a seguir otra pista. O quizá la misma, pero por otro extremo. Y tú no te deslumbres demasiado con estos relicarios. Fragmentos de la cruz he visto muchos, en otras iglesias. Si todos fuesen auténticos, Nuestro Señor no habría sido crucificado en dos tablas cruzadas, sino en todo un bosque.
—¡Maestro! —exclamé escandalizado.
—Es cierto, Adso. Y hay tesoros aún más ricos. Hace tiempo, en la catedral de Colonia, vi el cráneo de Juan Bautista cuando tenía doce años.
—¿De verdad? —exclamé admirado. Pero añadí, presa de la duda —. ¡Pero si el Bautista murió asesinado a una edad más avanzada!
—El otro cráneo debe de estar en otro tesoro —dijo Guillermo con toda seriedad.
Yo no sabía nunca cuándo estaba bromeando. En mi tierra, cuando se bromea, se dice algo y después se ríe ruidosamente, para que todos participen de la broma. Guillermo, en cambio, sólo reía cuando decía cosas serias, y se mantenía serísimo cuando se suponía que estaba bromeando.