Cuarto día

PRIMA

Donde Guillermo induce primero a Salvatore y después al cillerero a que confiesen su pasado, Severino encuentra las lentes robadas, Nicola trae las nuevas y Guillermo, con seis ojos, se va a descifrar el manuscrito de Venancio.

Ya salíamos cuando entró Malaquías. Pareció contrariado por nuestra presencia, e hizo ademán de retirarse. Severino lo vio desde dentro y dijo: «¿Me buscabas? Es por…». Se interrumpió y nos miró. Malaquías le hizo una seña, imperceptible, como para decirle: «Hablaremos después…». Nosotros estábamos saliendo, él estaba entrando, los tres nos encontramos en el vano de la puerta. Malaquías dijo, de manera más bien redundante:

—Buscaba al hermano herbolario… Me… me duele la cabeza.

—Debe de ser el aire viciado de la biblioteca —le dijo Guillermo con tono solícito—. Deberíais hacer fumigaciones.

Malaquías movió los labios como si quisiera decir algo más, pero renunció a hacerlo. Inclinó la cabeza y entró, mientras nosotros nos alejábamos.

—¿Qué va a hacer al laboratorio de Severino? —pregunté.

—Adso —me dijo con impaciencia el maestro—, aprende a razonar con tu cabeza —después cambió de tema —. Ahora debemos interrogar a algunas personas. Al menos —añadió mientras exploraba la meseta con la mirada—, mientras sigan vivas. Por cierto: de ahora en adelante fijémonos en lo que comamos y bebamos. Toma siempre tu comida del plato común, y tu bebida del jarro con que ya otros hayan llenado sus copas. Después de Berengario, somos los que más sabemos de todo esto. Desde luego, sin contar al asesino.

—¿A quién queréis interrogar ahora?

—Adso, habrás observado que aquí las cosas más interesantes suceden de noche. De noche se muere, de noche se merodea por el scriptorium, de noche se introducen mujeres en el recinto… Tenemos una abadía diurna y una abadía nocturna, y la nocturna parece, por desgracia, muchísimo más interesante que la diurna. Por tanto, cualquier persona que circule de noche nos interesa, incluido, por ejemplo, el hombre que viste la noche pasada con la muchacha. Quizá la historia de la muchacha nada tenga que ver con la de los venenos, o quizá sí. En cualquier caso, sospecho quién puede haber sido ese hombre; y debe de saber también otras cosas sobre la vida nocturna de este santo lugar. Y, hablando del rey de Roma, precisamente allí lo tenemos.

Me señaló a Salvatore, quien también nos había visto. Advertí una leve vacilación en su paso, como si, queriendo evitarnos, se hubiese detenido para volverse por donde venía. Fue un instante. Evidentemente, había comprendido que no podía evitar el encuentro, y siguió andando. Se volvió hacia nosotros con una amplia sonrisa y un «benedicite»[*] bastante hipócrita. Mi maestro apenas lo dejó terminar y le espetó una pregunta:

—¿Sabes que mañana llega la inquisición?

Salvatore no pareció alegrarse por la noticia. Con un hilo de voz preguntó:

—¿Y mí?

—Tú deberías decirme la verdad a mí, que soy tu amigo, y que soy franciscano como tú lo has sido, en vez de decirla mañana a esos otros, que conoces muy bien.

Ante la dureza del acoso, Salvatore pareció abandonar todo intento de resistencia. Miró con aire sumiso a Guillermo, como para indicarle que estaba dispuesto a decirle lo que quisiera.

—Esta noche había una mujer en la cocina. ¿Quién estaba con ella?

—¡Oh, fémena que véndese come mercandía non puede numquam ser bona ni tener cortesía![*] —recitó Salvatore.

—No quiero saber si era una buena muchacha. ¡Quiero saber quién estaba con ella!

—¡Deu, qué taimosas son las fémenas! Día y noche piensan come burle al hómine…[*]

Guillermo le cogió bruscamente del pecho:

—¿Quién era? ¿Tú o el cillerero?

Salvatore comprendió que no podía seguir mintiendo. Empezó a contar una extraña historia, a través de la cual, y no sin esfuerzo, nos enteramos de que, para complacer al cillerero, le buscaba muchachas en la aldea, y las introducía de noche en el recinto por pasadizos cuya localización evitó revelarnos. Pero juró por lo más sagrado que obraba de buen corazón, sin ocultar al mismo tiempo su cómica queja por no haber encontrado la manera de satisfacer él también su deseo, la manera de que, después de haberse entregado al cillerero, la muchacha también le diese algo a él. Todo eso lo dijo entre sonrisas lúbricas y viscosas, y haciendo guiños, como dando a entender que hablaba con hombres hechos de carne, habituados a las mismas prácticas. Y me miraba de hurtadillas. Pero yo no podía hacerle frente como hubiese querido, pues me sentía unido a él por un secreto común, me sentía su cómplice y compañero de pecado.

Entonces Guillermo decidió jugarse el todo por el todo y le preguntó abruptamente:

—¿Conociste a Remigio antes o después de haber estado con Dulcino?

Salvatore se arrodilló a sus pies, rogándole entre lágrimas que no lo perdiera, que lo salvase de la inquisición. Guillermo le juró solemnemente que nada diría de lo que llegase a saber, y Salvatore no vaciló en poner al cillerero a nuestra merced. Se habían conocido en la Pared Pelada, siendo ambos miembros de la banda de Dulcino. Con el cillerero había huido y había entrado en el convento de Casale, con él había pasado a los cluniacenses. Mascullaba implorando perdón, y estaba claro que no se le podría extraer nada más. Guillermo decidió que valía la pena coger por sorpresa a Remigio, y soltó a Salvatore, quien corrió a refugiarse en la iglesia.

El cillerero se encontraba en la parte opuesta de la abadía, frente a los graneros, y estaba haciendo tratos con unos aldeanos del valle. Nos miró con aprensión, e intentó mostrarse muy ocupado, pero Guillermo insistió en que debía hablarle. Hasta aquel momento, nuestros contactos con ese hombre habían sido escasos; él había sido cortés con nosotros, y nosotros con él.

Aquella mañana Guillermo lo abordó como habría hecho con un monje de su propia orden. El cillerero pareció molesto por esa confianza, y al principio respondió con mucha cautela.

—Supongo que tu oficio te obliga a recorrer la abadía incluso cuando los demás ya duermen —dijo Guillermo.

—Depende, a veces hay algún pequeño asunto que resolver y debo dedicarle unas horas de mi sueño.

—¿Nunca te ha sucedido algo, en esos casos, que pueda indicarnos quién se pasea, sin la justificación que tienes tú, entre la cocina y la biblioteca?

—Si algo hubiese visto, se lo habría dicho al Abad.

—Correcto —admitió Guillermo, y cambió abruptamente de tema —. La aldea de abajo no es demasiado rica, ¿verdad?

—Sí y no, hay algunos prebendados que dependen de la abadía y comparten nuestra riqueza, en los años de abundancia. Por ejemplo, el día de San Juan recibieron doce moyos de malta, un caballo, siete bueyes, un toro, cuatro novillas, cinco terneros, veinte ovejas, quince cerdos, cincuenta pollos y diecisiete colmenas. Y además veinte cerdos ahumados, veintisiete hormas de manteca de cerdo, media medida de miel, tres medidas de jabón, una red de pesca…

—Ya entiendo, ya entiendo —lo interrumpió Guillermo—, pero reconocerás que con eso aún no me entero de cuál es la situación de la aldea, de cuántos de sus habitantes son prebendados de la abadía, y de la cantidad de tierra de que disponen los que no lo son…

—¡Oh! En cuanto a eso, una familia normal llega a tener unas cincuenta tablas de terreno.

—¿Cuánto es una tabla?

—Naturalmente, cuatro trabucos cuadrados.

—¿Trabucos cuadrados? ¿Y cuánto es eso?

—Treinta y seis pies cuadrados por trabuco. O, si prefieres, ochocientos trabucos lineales equivalen a una milla piamontesa. Y calcula que una familia, en las tierras situadas hacia el norte, puede cosechar aceitunas con las que obtienen no menos de medio costal de aceite.

—¿Medio costal?

—Sí, un costal equivale a cinco heminas, y una hemina a ocho copas.

—Ya entiendo —dijo mi maestro desalentado—. Cada país tiene sus propias medidas. Vosotros, por ejemplo, ¿medís el vino por azumbres?

—O por rubias. Seis rubias hacen una brenta, y ocho brentas un botal. Si lo prefieres, un rubo equivale a seis pintas de dos azumbres.

—Creo que ya he entendido —dijo Guillermo con tono de resignación.

—¿Deseas saber algo más? —preguntó Remigio, y creí advertir un matiz desafiante en su voz.

—¡Sí! Te he preguntado cómo viven abajo porque hoy en la biblioteca estuve pensando en los sermones de Humbert de Romans a las mujeres, en particular sobre el capítulo Ad mulieres pauperes in villulis[*], donde dice que estas últimas están más expuestas que las otras a caer en los pecados de la carne, debido a su miseria; y dice sabiamente que peccant enim mortaliter, cum peccant cum quocumque laico, mortalius vero quando cum Clerico in sacris ordinibus constituto, maxime vero quando cum Religioso mundo mortuo[*]. Sabes mejor que yo que en lugares santos como las abadías nunca faltan las tentaciones del demonio meridiano. Me preguntaba si en tus contactos con la gente de la aldea no habrás sabido de algunos monjes que, Dios no lo quiera, hayan inducido a fornicar a algunas muchachas.

Aunque mi maestro dijo todo eso con un tono casi distraído, mi lector habrá adivinado lo mucho que sus palabras perturbaron al pobre cillerero. No puedo decir si palideció, pero diré que tanto esperaba que palideciera, que lo vi palidecer.

—Me preguntas algo que, de haberlo sabido, ya se lo habría dicho al Abad —respondió en tono humilde—. De todos modos, si, como supongo, estas informaciones pueden servir para tu pesquisa, no te ocultaré nada que llegue a saber. Incluso, ahora que me lo mencionas, a propósito de tu primera pregunta… La noche que murió el pobre Adelmo yo andaba por el patio… ¿Sabes?, un asunto de gallinas… Me habían llegado noticias de que un herrador entraba de noche a robar en el gallinero… Pues bien, aquella noche divisé, de lejos, o sea que no podría jurarlo, a Berengario, que regresaba al dormitorio por detrás del coro, como si viniese del Edificio… No me asombré, porque hacía tiempo que entre los monjes se rumoreaba sobre Berengario, tal vez ya te hayas enterado…

—No, dímelo.

—Bueno, ¿cómo te diría? Se sospechaba que Berengario nutría pasiones que… no convienen a un monje.

—¿Acaso me estás sugiriendo que tenía relaciones con muchachas de la aldea, tal como acabo de preguntarte?

El cillerero tosió, incómodo, y en sus labios se dibujó una sonrisa más bien obscena:

—¡Oh, no…! Pasiones aún más inconvenientes…

—¿Porque un monje que se deleita carnalmente con muchachas de la aldea satisface, en cambio, pasiones de algún modo convenientes?

—No he dicho eso, pero tú mismo sabes que hay una jerarquía en la depravación, como la hay en la virtud. La carne puede ser tentada según la naturaleza y… contra la naturaleza.

—¿Me estás diciendo que Berengario sentía deseos carnales por personas de su sexo?

—Digo que corría ese rumor… Te hablaba de esto como prueba de mi sinceridad y de mi buena voluntad.

—Y yo te lo agradezco. Y estoy de acuerdo contigo en que el pecado de sodomía es mucho peor que otras formas de lujuria, sobre las que francamente no me interesa demasiado investigar…

—Miserias, miserias, dondequiera que existan —dijo el cillerero con filosofía.

—Miserias, Remigio. Todos somos pecadores. Nunca buscaría la brizna de paja en el ojo del hermano, porque tanto temo tener una gran viga en el mío. Pero te agradeceré por todas las vigas de las que quieras hablarme en el futuro. Así hablaremos de troncos grandes y robustos, y dejaremos que las briznas de paja revoloteen por el aire. ¿Cuánto decías que es un trabuco?

—Treinta y seis pies cuadrados. Pero no te preocupes. Cuando quieras saber algo en especial, ven a verme. Puedes tenerme por un amigo fiel.

—Te tengo por tal —dijo Guillermo con fervor—, Ubertino me ha dicho que en una época perteneciste a la misma orden que yo. Nunca traicionaría a un antiguo hermano, sobre todo en estos días en que se espera la llegada de una legación pontificia, presidida por un gran inquisidor, famoso por haber quemado a tantos dulcinianos. ¿Decías que un trabuco equivale a treinta y seis pies cuadrados?

El cillerero no era tonto. Decidió que no valía la pena seguir jugando al gato y el ratón, sobre todo porque empezaba a sospechar que el ratón era él.

—Fray Guillermo —dijo—, veo que sabes mucho más de lo que suponía. No me traiciones, y yo no te traicionaré. Es cierto, soy un pobre hombre carnal, y cedo a las lisonjas de la carne. Salvatore me ha dicho que ayer noche tú o tu novicio lo sorprendisteis en la cocina. Has viajado mucho, Guillermo, y sabes que ni siquiera los cardenales de Aviñón son modelos de virtud. Sé que no me estás interrogando por estos miserables pecadillos. Y también me doy cuenta de que has sabido algo sobre la vida que llevé en el pasado. Una vida caprichosa, como solemos tenerla los franciscanos. Hace años creí en la idea de la pobreza; abandoné la comunidad para entregarme a la vida errante. Creí en lo que predicaba Dulcino, como muchos otros de mi condición. No soy un hombre culto, he recibido las órdenes pero apenas sé decir misa. No sé mucho de teología. Y, quizá, tampoco logro interesarme demasiado por las ideas. Ya ves, en una época intenté rebelarme contra los señores, ahora estoy a su servicio, y para servir al señor de estas tierras mando sobre los que son como yo. Rebelarse o traicionar, los simples no tenemos demasiadas opciones.

—A veces los simples comprenden mejor las cosas que los doctos —dijo Guillermo.

—Quizá —respondió el cillerero encogiéndose de hombros—. Pero ni siquiera sé por qué entonces hice lo que hice. Mira, en el caso de Salvatore era comprensible, los suyos eran siervos de la gleba, había tenido una infancia de miseria y enfermedad… Dulcino representaba la rebelión, y la destrucción de los señores. En mi caso era distinto, procedía de una familia de la ciudad, no huía del hambre. Fue… no sé cómo decirlo, una fiesta de locos, un bello carnaval… Allá en la montaña, con Dulcino, antes de que nos viésemos obligados a comer la carne de nuestros compañeros muertos en la batalla, antes de que muriesen tantos de inanición que era imposible comerlos a todos y había que arrojarlos por las laderas del Rebello para que se los comiesen los pájaros y las fieras… o quizá también entonces… respirábamos un aire… ¿Puedo decir de libertad? Antes no sabía qué era la libertad. Los predicadores nos decían: «La verdad os hará libres». Nos sentíamos libres, y pensábamos que era la verdad. Pensábamos que todo lo que hacíamos era justo…

—¿Y allí comenzasteis… a uniros libremente con una mujer? —pregunté, casi sin darme cuenta; seguía obsesionado por lo que me había dicho Ubertino la noche anterior, así como por lo que luego había leído en el scriptorium, y también por lo que yo mismo había vivido.

Guillermo me miró con asombro; probablemente no esperaba que fuese tan audaz, tan indiscreto. El cillerero me echó una mirada de curiosidad, como si fuese un bicho raro.

—En el Rebello —dijo—, había gente que se había pasado la infancia durmiendo de a diez, o incluso más, en habitaciones de pocos codos de amplitud: hermanos y hermanas, padres e hijas. ¿Cómo quieres que tomaran la nueva situación? Ahora hacían por elección lo que antes habían hecho por necesidad. Y además de noche, cuando temes la llegada de las tropas enemigas y te aprietas a tu compañero, contra el suelo, para no sentir frío… Los herejes… Vosotros, monjecillos que venís de un castillo y acabáis en una abadía, creéis que es un modo de pensar inspirado por el demonio. Pero es un modo de vivir, y es… ha sido… una experiencia nueva… No había más amos, y Dios, nos decían, estaba con nosotros. No digo que tuviésemos razón, Guillermo, y de hecho aquí me tienes, pues no tardé en abandonarlos. Lo que sucede es que nunca he logrado comprender vuestras disputas sobre la pobreza de Cristo y el uso y el hecho y el derecho. Ya te dije que fue un gran carnaval, y en carnaval todo se hace al revés. Después te vuelves viejo, no sabio, te vuelves glotón. Y aquí hago el glotón… Puedes condenar a un hereje, pero ¿querrías condenar a un glotón?

—Está bien, Remigio —dijo Guillermo—. No te interrogo por lo que sucedió entonces, sino por lo que ha sucedido hace poco. Ayúdame, y te aseguro que no buscaré tu ruina. No puedo ni quiero juzgarte. Pero debes decirme lo que sabes sobre los hechos que ocurren en la abadía. Te mueves demasiado, de noche y de día, como para no saber algo. ¿Quién mató a Venancio?

—No lo sé, te lo juro. Sé cuándo murió, y dónde.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—Deja que te cuente. Aquella noche, una hora después de completas, entré en la cocina…

—¿Por dónde y para qué?

—Por la puerta que da al huerto. Tengo una llave que los herreros me hicieron hace tiempo. La puerta de la cocina es la única que no está atrancada por dentro. ¿Para qué?… No importa, tú mismo has dicho que no quieres acusarme por las debilidades de mi carne… —sonrió incómodo—. Pero tampoco quisiera que creyeses que me paso los días fornicando… Aquella noche buscaba algo de comida para regalársela a la muchacha que Salvatore había introducido en el recinto.

—¿Por dónde?

—Oh, además del portalón, hay otras entradas en la muralla. El Abad las conoce, yo también… Pero aquella noche la muchacha no vino; yo mismo hice que se volviera, precisamente por lo que acababa de descubrir, como ahora te contaré. Fue por eso que intenté que regresara anoche. Si hubieseis llegado un poco después, me habríais encontrado a mí y no a Salvatore. Fue él quien me avisó que había gente en el Edificio, y entonces volví a mi celda…

—Volvamos a la noche del domingo al lunes.

—Pues bien: entré en la cocina y vi a Venancio en el suelo, muerto.

—¿En la cocina?

—Sí, junto a la pila —explicó Remigio—. Quizá acababa de bajar del scriptorium.

—¿No había rastros de lucha?

—No. Mejor dicho, junto al cuerpo había una taza quebrada, y signos de agua en el suelo.

—¿Cómo sabes que era agua?

—No lo sé. Pensé que era agua. ¿Qué otra cosa podía ser?

Como más tarde me indicó Guillermo, aquella taza podía significar dos cosas distintas. O bien que precisamente allí, en la cocina, alguien había dado a beber a Venancio una poción venenosa, o bien que el pobrecillo ya había ingerido el veneno (pero ¿dónde? y ¿cuándo?) y había bajado a beber para calmar un ardor repentino, un espasmo, un dolor que le quemaba las vísceras, o la lengua (pues, sin duda, la suya debía de estar negra como la de Berengario).

De todos modos, por el momento eso era todo lo que podía saberse. Al descubrir el cadáver, Remigio, despavorido, se había preguntado qué hacer, y había resuelto no hacer nada. Si hubiese pedido socorro, se habría visto obligado a reconocer que merodeaba de noche por el Edificio, y tampoco habría ayudado al hermano que ya estaba perdido. De modo que había decidido dejar las cosas tal como estaban, esperando que alguien descubriera el cuerpo a la mañana siguiente, cuando se abriesen las puertas. Había corrido a detener a Salvatore, que ya estaba introduciendo a la muchacha en la abadía. Después, él y su cómplice se habían ido a dormir, si sueño podía llamarse aquella agitada vigilia que se prolongó hasta maitines. Y en maitines, cuando los porquerizos fueron a avisar al Abad, Remigio creyó que el cadáver había sido descubierto donde él lo había dejado, y se había quedado de una sola pieza al descubrirlo en la tinaja. ¿Quién había hecho desaparecer el cadáver de la cocina? De eso Remigio no tenía la menor idea.

—El único que puede moverse libremente por el Edificio es Malaquías —dijo Guillermo.

El cillerero reaccionó con energía:

—No, Malaquías no. Es decir, no creo… En todo caso, no he sido yo quien te ha dicho algo contra Malaquías…

—Tranquilízate, cualquiera que sea la deuda que te ate a Malaquías. ¿Sabe algo de ti?

—Sí —dijo el cillerero ruborizándose— y se ha comportado como un hombre discreto. Si estuviese en tu lugar, vigilaría a Bencio. Mantenía extrañas relaciones con Berengario y Venancio… Pero te juro que esto es todo lo que vi. Si me entero de algo, te lo diré.

—Por ahora puede bastar. Vendré a verte cuando te necesite.

El cillerero, sin duda aliviado, volvió a sus negocios, y reprendió con dureza a los aldeanos que entre tanto habían desplazado no sé qué sacos de simientes.

En eso llegó Severino. Traía en la mano las lentes de Guillermo, las que le habían robado dos noches antes.

—Estaban en el sayo de Berengario —dijo—. Te las había visto en la nariz, el otro día en el scriptorium. Son tuyas, ¿verdad?

—¡Alabado sea Dios! —exclamó jubiloso Guillermo—. ¡Hemos resuelto dos problemas! ¡Tengo mis lentes y por fin estoy seguro de que fue Berengario el hombre que la otra noche nos robó en el scriptorium!

No acababa de decir eso cuando llegó corriendo Nicola da Morimondo, más exultante incluso que Guillermo.

Tenía en sus manos un par de lentes acabadas, montadas en su horquilla:

—¡Guillermo! —gritaba—. ¡Lo conseguí yo solo, están listas, creo que funcionan!

Entonces vio que Guillermo tenía otras lentes en la cara, y se quedó de piedra. Guillermo no quiso humillarlo. Se quitó las viejas lentes y probó las nuevas:

—Son mejores que las otras —dijo—. O sea que guardaré las viejas como reserva y usaré siempre las tuyas —después me dijo —. Adso, ahora voy a mi celda para leer aquellos folios. ¡Por fin! Espérame por ahí. Y gracias, gracias a todos vosotros, queridísimos hermanos.

Estaba sonando la hora tercia y me dirigí al coro, para recitar con los demás el himno, los salmos, los versículos y el Kyrie[*]. Los demás rezaban por el alma del difunto Berengario. Yo daba gracias a Dios por habernos hecho encontrar no uno sino dos pares de lentes.

Era tal la serenidad que olvidé todas las cosas feas que había visto y oído; me quedé dormido y sólo desperté cuando acabó el oficio. De pronto recordé que aquella noche no había dormido, y la idea de que, además, había abusado de mis fuerzas no dejó de inquietarme. Entonces, ya fuera de la iglesia, el recuerdo de la muchacha empezó a obsesionarme.

Traté de distraerme, y empecé a andar con paso vivo por la meseta. Sentía como un ligero vértigo. Golpeaba mis manos entumecidas una con otra. Pataleaba contra el suelo. Aún tenía sueño, pero sin embargo me sentía despierto y lleno de vida. No entendía qué me estaba pasando.