Segundo día

PRIMA

Donde Bencio da Upsala revela algunas cosas, Berengario da Arundel revela otras, y Adso aprende en qué consiste la verdadera penitencia.

El desgraciado incidente había trastornado la vida de la comunidad. La agitación debida al hallazgo del cadáver había interrumpido el oficio sagrado. El Abad había ordenado en seguida a los monjes que regresaran al coro para orar por el alma de su hermano.

Las voces de los monjes eran entrecortadas. Nos situamos en una posición que nos permitiese estudiar sus fisonomías en los momentos en que, según la liturgia, no tuvieran puesta la capucha. En seguida divisamos el rostro de Berengario. Pálido, contraído, reluciente de sudor. El día anterior habíamos oído en dos ocasiones rumores sobre él y las relaciones especiales que tenía con Adelmo. Lo llamativo no era el hecho de que, siendo coetáneos, fuesen amigos, sino el tono evasivo con que se había aludido a aquella amistad.

Junto a él percibimos a Malaquías. Oscuro, ceñudo, impenetrable. Junto a Malaquías, el rostro igualmente impenetrable del ciego Jorge. Nos llamó la atención, en cambio, el nerviosismo de Bencio da Upsala, el estudioso de retórica que habíamos conocido el día anterior en el scriptorium, y sorprendimos una rápida mirada que lanzó en dirección a Malaquías.

—Bencio está nervioso; Berengario, aterrado —observó Guillermo—. Habrá que interrogarlos en seguida.

—¿Por qué? —pregunté ingenuamente.

—Nuestro oficio es duro. Duro oficio el del inquisidor; tiene que golpear a los más débiles, y cuando mayor es su debilidad.

En efecto: apenas acabado el oficio, nos acercamos a Bencio, que se dirigía a la biblioteca. El joven pareció contrariado al oír que Guillermo lo llamaba, y pretextó débilmente que tenía trabajo. Parecía con prisa por llegar al scriptorium. Pero mi maestro le recordó que el Abad le había encargado una investigación, y lo condujo al claustro. Nos sentamos en el parapeto interno, entre dos columnas. Bencio esperaba que Guillermo hablase, echando cada tanto miradas hacia el Edificio.

—Entonces —preguntó Guillermo—, ¿qué se dijo aquel día en que Adelmo, tú, Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge discutisteis sobre los marginalia?

—Ya lo oísteis ayer. Jorge señaló que no es lícito adornar con imágenes risibles los libros que contienen la verdad. Venancio observó que el propio Aristóteles había hablado de los chistes y de los juegos de palabras como instrumentos para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto, la risa no debía de ser algo malo si podía convertirse en vehículo de la verdad. Jorge señaló que, por lo que recordaba, Aristóteles había hablado de esas cosas en el libro de la Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya eran dos circunstancias inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto tiempo ignorada por el mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha llegado a través de los moros infieles…

—Pero fue traducida al latín por un amigo del angélico doctor de Aquino —observó Guillermo.

—Eso fue lo que yo le dije —comentó Bencio, reanimándose de pronto—. Conozco poco el griego y pude acercarme a ese gran libro precisamente a través de la traducción de Guillermo de Moerbeke. Así se lo dije. Pero Jorge añadió que el segundo motivo para inquietarse era que el Estagirita se refería allí a la poesía, que es una disciplina sin importancia y que vive de figmenta[*]. A lo que Venancio replicó que también los salmos son obra de poesía y utilizan metáforas, y Jorge montó en cólera porque, dijo, los salmos son obra de inspiración divina y utilizan metáforas para transmitir la verdad, mientras que en sus obras los poetas paganos utilizan metáforas para transmitir la mentira y sólo para proporcionar deleite, cosa que me ofendió sobremanera…

—¿Por qué?

—Porque me ocupo de retórica, y leo a muchos poetas paganos y sé… mejor dicho, creo que a través de su palabra también se han transmitido verdades naturaliter cristiane…[*] Total que, en ese momento, si mal no recuerdo, Venancio mencionó otros libros y Jorge se enfureció mucho.

—¿Qué libros?

Bencio vaciló antes de responder:

—No recuerdo. ¿Qué importa de qué libros se habló?

—Importa mucho, porque estamos tratando de comprender algo que ha sucedido entre hombres que viven entre los libros, con los libros, de los libros, y, por tanto, también es importante lo que dicen sobre los libros.

—Es cierto —dijo Bencio, sonriendo por primera vez y con el rostro casi iluminado—. Vivimos para los libros. Dulce misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia. Entonces quizá podáis comprender lo que sucedió aquel día. Venancio, que conoce…, que conocía muy bien el griego, dijo que Aristóteles había dedicado especialmente a la risa el segundo libro de la Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado todo un libro a la risa, la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo que muchos padres habían dedicado libros enteros al pecado, que es algo importante pero muy malo, y Venancio replicó que, por lo que sabía, Aristóteles había dicho que la risa era algo bueno, y adecuado para la transmisión de la verdad, y entonces Jorge le preguntó desafiante si acaso había leído ese libro de Aristóteles, y Venancio dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque nunca se había encontrado y quizá estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido leer el segundo libro de la Poética. Guillermo de Moerbeke nunca lo tuvo entre sus manos. Entonces Jorge dijo que si no lo habían encontrado era porque nunca se había escrito, porque la providencia no quería que se glorificaran cosas frívolas. Yo quise calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y Venancio lo estaba provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la Poética que conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones sabias sobre los enigmas ingeniosos, y Venancio estuvo de acuerdo conmigo. Ahora bien, con nosotros estaba Pacifico da Tivoli, que conoce bastante bien los poetas paganos, y dijo que en cuanto a enigmas ingeniosos nadie supera a los poetas africanos. Citó, incluso, el enigma del pez, de Sinfosio:

Est domus in terris, clara quae voce resultat.

Ipsa domus resonat, tacitus sed non sonat hospes.

Ambo tamen currunt, hospes simul et domus una.[*]

Entonces Jorge dijo que Jesús había recomendado que nuestro discurso fuese por sí o por no, y que el resto procedía del maligno. Y que bastaba decir pez para nombrar al pez, sin ocultar su concepto con sonidos engañosos. Y añadió que no le parecía prudente tomar a los africanos como modelo… Y entonces…

—¿Entonces?

—Entonces sucedió algo que no comprendí. Berengario se echó a reír. Jorge lo reconvino y él dijo que reía porque se le había ocurrido que buscando bien entre los africanos podrían encontrarse enigmas de muy otro tipo, y no tan fáciles como el del pez. Malaquías, que estaba presente, se puso furioso, y casi cogió a Berengario por la capucha, ordenándole que atendiese sus tareas… Berengario, como sabéis, es su ayudante…

—¿Y después?

—Después Jorge puso fin a la discusión alejándose. Todos volvimos a nuestras ocupaciones, pero mientras trabajábamos vi primero a Venancio y luego a Adelmo que se acercaban a Berengario para preguntarle algo. Desde lejos me di cuenta de que intentaba zafarse, pero a lo largo del día ambos volvieron a acercársele. Y aquella misma tarde vi a Berengario y Adelmo confabulando en el claustro, antes de dirigirse los dos al refectorio. Ya está, esto es todo lo que yo sé.

—O sea que sabes que las dos personas que han muerto recientemente en circunstancias misteriosas le habían preguntado algo a Berengario —dijo Guillermo.

Bencio respondió incómodo:

—¡No he dicho eso! He dicho qué sucedió aquel día, y porque vos me lo habíais preguntado… —reflexionó un instante y luego añadió deprisa —. Pero si queréis conocer mi opinión, Berengario les habló de algo que hay en la biblioteca. Allí es donde deberíais buscar.

—¿Por qué piensas en la biblioteca? ¿Qué quiso decir Berengario cuando habló de buscar entre los africanos? ¿No quería decir que había que leer mejor a los poetas africanos?

—Quizá, eso pareció decir, pero entonces ¿por qué se pondría tan furioso Malaquías? En el fondo, es él quien decide si debe permitir o no la lectura de un libro de poetas africanos. Pero yo sé algo: al hojear el catálogo de los libros, se encuentra, entre las indicaciones que sólo conoce el bibliotecario, una, muy frecuente, que dice «Africa», y he encontrado incluso una que decía «finis Africae»[*]. En cierta ocasión, pedí un libro que llevaba ese signo, no recuerdo cuál, el título había despertado mi curiosidad. Y Malaquías me dijo que los libros que llevaban ese signo se habían perdido. Eso es lo que sé. Por esto os digo: bien, vigilad a Berengario, y vigiladlo cuando sale de la biblioteca. Nunca se sabe.

—Nunca se sabe —concluyó Guillermo a modo de despedida.

Después empezó a pasear por el claustro conmigo, y observó que: en primer lugar, Berengario era de nuevo blanco de las murmuraciones de sus hermanos; y en segundo lugar, Bencio parecía ansioso por empujarnos hacia la biblioteca. Yo dije que quizá quería que descubriésemos ciertas cosas que también él quería conocer, y Guillermo admitió que bien podía ser así, pero que igual cabía la posibilidad de que empujándonos hacia la biblioteca estuviese alejándonos de otro sitio. ¿Cuál?, pregunté. Y Guillermo dijo que no lo sabía, quizá el scriptorium, la cocina, el coro, el dormitorio, el hospital. Yo dije que el día anterior había sido él, Guillermo, quien estaba fascinado por la biblioteca, y él me contestó que quería dejarse fascinar por las cosas que le gustaban y no por las que le aconsejaban otros. Aunque, sin embargo, debíamos vigilar la biblioteca, y aunque, a aquella altura de los acontecimientos, tampoco hubiera estado mal que intentásemos encontrar la manera de penetrar en ella. Porque las circunstancias ya lo autorizaban a sentirse curioso dentro de los límites de la cortesía y del respeto por los usos y las leyes de la abadía.

Nos estábamos alejando del claustro. Los sirvientes y los novicios salían de la iglesia, porque había acabado la misa. Y al doblar hacia el lado occidental del templo divisamos a Berengario, que salía por la puerta del transepto para dirigirse al Edificio a través del cementerio. Guillermo lo llamó; él se detuvo, y nos acercamos. Estaba todavía más turbado que cuando lo habíamos visto en el coro, y comprendí que Guillermo decidía aprovechar su estado de ánimo, como ya había hecho con Bencio.

—De modo que, al parecer, fuiste el último que vio a Adelmo con vida —le dijo.

Berengario vaciló, como si estuviera por desmayarse: «¿Yo?», preguntó con un hilo de voz. Guillermo había lanzado la pregunta casi al azar, probablemente porque Bencio le había dicho que después de vísperas ambos habían estado confabulando en el claustro. Pero debía de haber dado en el blanco. Y era evidente que Berengario estaba pensando en otro encuentro, que realmente había sido el último, porque empezó a hablar en forma entrecortada.

—¿Cómo podéis decir eso? ¡Lo vi antes de irme a dormir, como todos los demás!

Entonces Guillermo decidió que valía la pena acosarlo:

—No, tú lo viste después, y sabes más de lo que demuestras. Pero ya hay dos muertos en danza y no puedes seguir callando. ¡Sabes muy bien que hay muchas maneras de hacer hablar a una persona!

Más de una vez Guillermo me había dicho que, incluso cuando era inquisidor, no había recurrido jamás a la tortura, pero Berengario pensó que aludía a ella (o bien Guillermo le dio pie para que lo pensara). En cualquier caso, la estratagema dio resultado.

—Sí, sí —dijo Berengario, echándose a llorar sin dejar de hablar al mismo tiempo—, vi a Adelmo aquella noche, ¡pero cuando ya estaba muerto!

—¿Cómo? —inquirió Guillermo—. ¿Al pie del barranco?

—No, no, lo vi en el cementerio. Caminaba entre las tumbas, espectro entre espectros. Me bastó verle para darme cuenta de que ya no formaba parte de los vivos, su rostro era el de un cadáver, sus ojos contemplaban el castigo eterno. Por supuesto, sólo a la mañana siguiente, cuando supe que había muerto, comprendí que me había topado con su fantasma, pero incluso entonces había advertido que estaba teniendo una visión y que mis ojos contemplaban un alma condenada, un lémur… ¡Oh, Señor, con qué voz de ultratumba me habló!

—¿Qué dijo?

—«¡Estoy condenado!», eso dijo. «Este que ves aquí es uno que vuelve del infierno y que al infierno debe regresar». Esto dijo. Y yo le pregunté a gritos: «¡Adelmo! ¿De veras vienes del infierno? ¿Cómo son las penas del infierno?». Y entre tanto yo temblaba, porque acababa de salir del oficio de completas, donde había escuchado la lectura de unas páginas terribles acerca de la ira del Señor. Y entonces me dijo: «Las penas del infierno son infinitamente más grandes de lo que nuestra lengua es capaz de describir. ¿Ves —dijo— esta capa de sofismas en la que he estado envuelto hasta hoy? Pues me pesa y me aplasta como si llevase sobre los hombros la torre más grande de París o la montaña más grande del mundo. Y nunca podré quitármela de encima. Y este castigo me lo ha impuesto la justicia divina por haber creído que mi cuerpo era un sitio de delicias, por haber supuesto que sabía más que los otros, y por haberme deleitado con cosas monstruosas y, al anhelarlas en mi imaginación, haberlas convertido en cosas aún más monstruosas dentro de mi alma. Y ahora tendré que vivir con ellas toda la eternidad. ¿Ves? ¡El forro de esta capa es todo como de brasas y fuego vivo, y es éste el fuego que abrasa mi cuerpo, y este castigo se me ha impuesto por el pecado deshonesto de la carne, a cuyo vicio me entregué, y ahora este fuego me inflama y me quema sin cesar! ¡Acerca tu mano, bello maestro! —añadió—. Para que de este encuentro puedas extraer una enseñanza útil, en pago de las muchas que de ti he recibido, ¡acerca tu mano, bello maestro!». Y sacudió un dedo de la suya, que ardía, y una pequeña gota de sudor cayó sobre mi mano, y sentí como si me la hubiese perforado, hasta el punto de que por muchos días la llevé oculta, para que la marca no se viese. Dicho eso, desapareció entre las tumbas, y a la mañana siguiente supe que el cuerpo que tanto me había aterrorizado estaba ya muerto al pie del torreón.

Berengario jadeaba, y lloraba. Guillermo le preguntó:

—¿Y por qué te llamó bello maestro? Teníais la misma edad. ¿Acaso le habías enseñado algo?

Berengario se tapó la cara con la capucha y cayó de rodillas, abrazando las piernas de Guillermo:

—¡No sé, no sé por qué me llamó así, yo no le enseñé nada! —y estalló en sollozos —. ¡Padre, tengo miedo, quiero confesarme con vos, apiadaos de mí, un diablo me come las entrañas!

Guillermo lo apartó de sí y le tendió su mano para que se pusiera de pie.

—No, Berengario, no me pidas que te confiese. No cierres mis labios abriendo los tuyos. Lo que quiero saber de ti, me lo dirás de otro modo. Y, si no me lo dices, lo descubriré por mi cuenta. Pídeme misericordia, si quieres, pero no me pidas silencio. Son demasiados los que callan en esta abadía. Dime mejor cómo viste que su rostro estaba pálido si era noche cerrada, cómo pudiste quemarte la mano si llovía, granizaba o nevaba, qué hacías en el cementerio. ¡Vamos! —y lo sacudió de los hombros, con brutalidad —. ¡Dime eso al menos!

—No sé qué hacía en el cementerio, no recuerdo —a Berengario le temblaba todo el cuerpo—. No sé cómo vi su rostro, quizá llevaba yo una luz… No, él llevaba una luz, una vela, quizá viese su rostro a la luz de la llama…

—¿Cómo podía llevar una luz si llovía y nevaba?

—Era después de completas, en seguida después de completas todavía no nevaba, empezó después… Recuerdo que empezaban a caer las primeras ráfagas mientras yo huía hacia el dormitorio. Huía hacia el dormitorio, y el fantasma se alejaba en dirección opuesta… Después no recuerdo nada más. Os lo ruego, no sigáis interrogándome, ya que no queréis confesarme.

—Bueno —dijo Guillermo—, ahora ve, ve al coro, ve a hablar con el Señor, ya que no quieres hablar con los hombres, o ve a buscar a un monje que quiera escuchar tu confesión. Porque si desde aquella noche no has confesado tus pecados, cada vez que te acercaste a los sacramentos cometiste sacrilegio. Ve. Ya volveremos a vernos.

Berengario se alejó corriendo. Y Guillermo se restregó las manos, como le había visto hacer siempre que estaba satisfecho por algo.

—Bueno —dijo—, ahora se han aclarado muchas cosas.

—¿Aclarado, maestro? ¿Aclarado ahora que también tenemos el fantasma de Adelmo?

—Querido Adso, ese fantasma me parece bastante sospechoso, y, en cualquier caso, recitó una página que ya he leído en algún libro para uso de los predicadores. Me parece que estos monjes leen demasiado, y luego, cuando se excitan, reviven las visiones que tuvieron mientras leían. No sé si de veras Adelmo dijo esas cosas, o Berengario las escuchó porque necesitaba escucharlas. El hecho es que esta historia confirma varias hipótesis que había formulado. Por ejemplo: Adelmo se suicidó, y la historia de Berengario nos dice que, antes de morir, estuvo dando vueltas, presa de una gran excitación, y arrepentido por algo que había hecho. Estaba excitado y asustado por su pecado, porque alguien lo había asustado, e, incluso, es probable que le hubiese contado el episodio de la aparición infernal que luego, con tanta y alucinante maestría, le recitó a su vez a Berengario. Y pasaba por el cementerio porque venía del coro, donde había hablado (o se había confesado) con alguien que le había infundido terror y remordimientos. Y de allí se alejó, como revela la historia de Berengario, en dirección opuesta al dormitorio. O sea hacia el Edificio, pero también (es posible) hacia la muralla, a la altura de los chiqueros, desde donde he deducido que debió de arrojarse al barranco. Y se arrojó antes de la tormenta, murió al pie de la muralla, y sólo más tarde el derrumbamiento arrastró su cadáver hasta un punto situado entre la torre septentrional y la oriental.

—Pero, ¿y la gota de sudor ardiente?

—Ya figuraba en la historia que había escuchado y que después repitió, o que Berengario se imaginó en medio de la excitación y del remordimiento que lo dominaban. Porque, ya oíste cómo hablaba: al remordimiento de Adelmo corresponde, como antistrofa, el remordimiento de Berengario. Y, si Adelmo venía del coro, es probable que llevase un cirio, y la gota que cayó sobre la mano de su amigo sólo era una gota de cera. Pero, sin duda, la quemadura que sintió Berengario fue mucho más intensa para él porque Adelmo lo llamó maestro. O sea que Adelmo le reprochaba haberle enseñado algo que ahora lo sumía en una desesperación mortal. Y Berengario lo sabe, y sufre porque sabe que empujó a Adelmo hacia la muerte haciéndole hacer algo que no debía. Y después de lo que hemos oído decir de nuestro ayudante de bibliotecario, no es difícil imaginar, querido Adso, de qué puede tratarse.

—Creo que comprendo lo que sucedió entre ambos —dije avergonzándome de mi sagacidad—, pero, ¿no creemos todos en un Dios de misericordia? Decís que probablemente Adelmo acababa de confesarse: ¿por qué trató de castigar su primer pecado con un pecado, sin duda, aún mayor o, al menos, igual de grave?

—Porque alguien le dijo cosas que lo sumieron en la desesperación. Ya te he dicho que las palabras que asustaron a Adelmo, y con las que luego éste asustó a Berengario, procedían de algún libro de los que ahora suelen utilizar los predicadores, y que alguien se había servido de ellas para amonestar a Adelmo. Nunca como en estos últimos años los predicadores han ofrecido al pueblo, para estimular su piedad y su terror (así como su fervor y su respeto por la ley humana y divina), palabras tan truculentas, tan perturbadoras y tan macabras. Nunca como en nuestros días se han alzado, en medio de las procesiones de flagelantes, alabanzas más intensas, inspiradas en los dolores de Cristo y de la Virgen; nunca como hoy se ha insistido en excitar la fe de los simples describiéndoles las penas del infierno.

—Quizá sea por necesidad de penitencia —dije.

—Adso, nunca he oído invocar más la penitencia que en esta época, en la que ni los predicadores ni los obispos ni tampoco mis hermanos, los espirituales, logran ya promover la verdadera penitencia…

—Pero la tercera edad, el papa angélico, el capítulo de Perusa… —dije confundido.

—Nostalgias. La gran época de la penitencia ha terminado. Por esto hasta el capítulo general de la orden puede hablar de penitencia. Hace cien o doscientos años soplaron vientos de renovación. Entonces, bastaba hablar de penitencia para ganarse la hoguera, ya fuese uno santo o hereje. Ahora cualquiera habla de ella. En cierto sentido, hasta el papa lo hace. No te fíes de las renovaciones del género humano que se comentan en las curias y en las cortes.

—Pero fray Dulcino… —me atreví a decir, curioso por saber más de aquel cuyo nombre había oído pronunciar varias veces el día anterior.

—Murió, y mal, como había vivido, porque también él llegó demasiado tarde. Además, ¿qué sabes tú de él?

—Nada, por eso os pregunto…

—Preferiría no hablar nunca de él. Tuve que ocuparme de algunos de los llamados apóstoles, y pude observarlos de cerca. Una historia triste. Te llenaría de confusión. Al menos así sucedió en mi caso. Y mayor confusión sentirías al enterarte de mi incapacidad para juzgar aquellos hechos. Es la historia de un hombre que cometió insensateces porque puso en práctica lo que había oído predicar a muchos santos. En determinado momento, ya no pude saber quién tenía la culpa, me sentí como… como obnubilado por el aire de familia que soplaba en los dos campos enfrentados: el de los santos que predicaban la penitencia y el de los pecadores que la ponían en práctica, a menudo a expensas de los otros… Pero estaba hablando de otra cosa. O quizá no, quizá siempre he hablado de lo mismo: acabada la época de la penitencia, la necesidad de penitencia se transformó para los penitentes en necesidad de muerte. Y para derrotar a la penitencia verdadera, que engendraba la muerte, quienes mataron a los penitentes enloquecidos, devolviendo la muerte a la muerte, reemplazaron la penitencia del alma por una penitencia de la imaginación, que apela a visiones sobrenaturales de sufrimiento y de sangre, «espejo», según ellos, de la penitencia verdadera. Un espejo que impone en vida, a la imaginación de los simples, y a veces incluso a la de los doctos, los tormentos del infierno. Según dicen, para que nadie peque. Esperando que el miedo aparte a las almas del pecado, y confiando en poder reemplazar la rebeldía por el miedo.

—Pero, ¿es verdad que así no pecarán? —pregunté ansioso.

—Depende de lo que entiendas por pecar, Adso —dijo mi maestro—. No quisiera ser injusto con la gente de este país en el que vivo desde hace varios años, pero me parece que la poca virtud de los italianos se revela en el hecho de que, si no pecan, es por miedo a algún ídolo, aunque digan que se trata de un santo. San Sebastián o san Antonio les infunden más miedo que Cristo. Si alguien desea conservar limpio un lugar, lo que hace en este país para evitar que lo meen, porque en esto los italianos son como los perros, es grabar con el buril a cierta altura una imagen de san Antonio, y eso bastará para alejar a los que quieran mear en dicho sitio. Así los italianos, incitados por sus predicadores, corren el riesgo de volver a las antiguas supersticiones. Y ya no creen en la resurrección de la carne; sólo tienen miedo a las heridas corporales y a las desgracias, y por eso temen más a san Antonio que a Cristo.

—Pero Berengario no es italiano —observé.

—No importa, me refiero al clima que la iglesia y los predicadores han difundido por esta península, y que desde aquí se difunde a todas partes. Y que llega, incluso, a una venerable abadía habitada por monjes doctos como éstos.

—Pero, al menos, no pecarán —insistí, porque estaba dispuesto a contentarme con eso.

—Si esta abadía fuese un speculum mundi[*], ya tendrías la respuesta.

—Pero, ¿lo es?

—Para que haya un espejo del mundo es preciso que el mundo tenga una forma —concluyó Guillermo, que era demasiado filósofo para mi mente adolescente.