Quinto día

NONA

Donde se administra justicia y se tiene la molesta sensación de que todos están equivocados.

Bernardo Gui se situó en el centro de la gran mesa de nogal, en la sala capitular. Junto a él, un dominico desempeñaba las funciones de notario; a izquierda y derecha, dos prelados de la legación pontificia hacían de jueces. El cillerero estaba de pie ante la mesa, entre dos arqueros.

El Abad se volvió hacia Guillermo para decirle por lo bajo:

—No sé si el procedimiento es legítimo. El canon XXXVII del concilio de Letrán, de 1215, establece que no se puede instar a nadie a comparecer ante jueces cuya sede se encuentre a más de dos días de marcha del domicilio del inculpado. En este caso la situación quizá no sea ésa, porque es el juez quien viene de lejos, pero…

—El inquisidor no está sometido a la jurisdicción regular —dijo Guillermo—, y no está obligado a respetar las normas del derecho común. Goza de un privilegio especial, y ni siquiera debe escuchar a los abogados.

Miré al cillerero. Remigio estaba reducido a un estado lamentable. Miraba a su alrededor como un animal muerto de miedo, como si reconociese los movimientos y los gestos de una liturgia temida. Ahora sé que temía por dos razones, a cual más temible: una, porque todo parecía indicar que lo habían cogido in fraganti; la otra, porque desde el día anterior, cuando Bernardo había comenzado a investigar, recogiendo rumores e insinuaciones, temía que saliesen a la luz sus errores del pasado. Y su agitación había aumentado muchísimo cuando vio que cogían a Salvatore.

Si el infeliz Remigio era presa de sus propios terrores, Bernardo Gui, por su parte, sabía muy bien cómo transformar en pánico el miedo de sus victimas. No hablaba: mientras todos esperaban que comenzase el interrogatorio, sus manos se demoraban en unos folios que tenía delante; fingía ordenarlos, pero con aire distraído. En realidad, su mirada apuntaba al acusado; una mirada mixta, de hipócrita indulgencia (como para decir: «No temas, estás en manos de una asamblea fraterna, que sólo puede querer tu bien»), de helada ironía (como para decir: «Todavía no sabes cuál es tu bien, pero pronto te lo diré») y de implacable severidad (como para decir: «En todo caso, aquí yo soy tu juez, y me perteneces»). El cillerero ya sabía todo esto, pero el silencio y la dilación del juego tenían la misión de recordárselo, casi de hacérselo saborear, para que —en lugar de olvidarlo— se sintiese aún más humillado, y su inquietud se convirtiera en desesperación, y al final sólo fuese una cosa a merced del juez, blanda cera entre sus manos.

Finalmente, Bernardo rompió el silencio. Pronunció algunas fórmulas rituales, y dijo a los jueces que daba comienzo el interrogatorio del acusado, a quien se le imputaban dos crímenes, a cual más odioso, uno de ellos por todos conocido, pero menos despreciable que el otro, porque, en efecto, cuando fue sorprendido cometiendo homicidio, el acusado ya tenía orden de captura como sospechoso de herejía.

Ya estaba dicho. El cillerero escondió el rostro entre las manos, que le costaba mover porque las tenía encadenadas. Bernardo comenzó el interrogatorio.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Remigio da Varagine. Nací hace cincuenta y dos años, y aún era niño cuando entré en el convento de los franciscanos en Varagine.

—¿Y cómo es que hoy te encuentras en la orden de san Benito?

—Hace años, cuando el pontífice promulgó la bula Sancta Romana, como temía ser contagiado por la herejía de los fraticelli… si bien nunca me había adherido a sus proposiciones… pensé que era mejor para mi alma pecadora que me sustrajese a un ambiente cargado de seducciones, y logré ser admitido entre los monjes de esta abadía, donde sirvo como cillerero desde hace más de ocho años.

—Te sustrajiste a las seducciones de la herejía —comentó Bernardo con tono burlón—, o sea, que te sustrajiste a la encuesta del que estaba encargado de descubrir la herejía y erradicar esa mala hierba. Y los buenos monjes cluniacenses creyeron que realizaban un acto de caridad al acogerte y al acoger a gente como tú. Pero no basta con cambiar de sayo para borrar del alma la infamia de la depravación herética, y por eso estamos aquí para averiguar qué se esconde en los rincones de tu alma impenitente y qué hiciste antes de llegar a este lugar sagrado.

—Mi alma es inocente y no sé a qué os referís cuando habláis de depravación herética —dijo con cautela el cillerero.

—¿Lo veis? —exclamó Bernardo volviéndose hacia los otros jueces—. ¡Todos son así! Cuando uno de ellos es detenido, se presenta ante el tribunal como si su conciencia estuviese tranquila y sin remordimientos. Y no saben que ése es el signo más evidente de su culpabilidad, ¡porque, ante un tribunal, el justo se muestra inquieto! Preguntadle si sabe por qué ordené que lo arrestaran. ¿Lo sabes, Remigio?

—Señor —respondió el cillerero—, me agradaría que me lo explicarais.

Me sorprendí, porque tuve la impresión de que el cillerero respondía a las preguntas rituales con palabras no menos rituales, como si conociese muy bien las reglas del interrogatorio, y sus trampas, y estuviese preparado desde hacía tiempo para afrontar aquella experiencia.

—Ya está —exclamó mientras tanto Bernardo—, ¡la típica respuesta del hereje impenitente! Se mueven como zorros y es muy difícil cogerlos en falta, porque su comunidad les autoriza a mentir para evitar el castigo merecido. Recurren a respuestas tortuosas para tratar de engañar al inquisidor, que ya tiene que soportar el contacto con gente tan despreciable. Por tanto, fray Remigio, ¿nunca tuviste relaciones con los llamados fraticelli o frailes de la vida pobre o begardos?

—He vivido las vicisitudes de los franciscanos, cuando tanto se discutió sobre la pobreza, pero nunca pertenecí a la secta de los begardos.

—¿Veis? —dijo Bernardo—. Niega haber sido begardo porque éstos, si bien participan de la misma herejía, consideran a los fraticelli como una rama seca de la orden franciscana, y piensan que son más puros y más perfectos que ellos. Pero se comportan casi de la misma manera. ¿Puedes negar, Remigio, que te han visto en la iglesia, acurrucado y con el rostro vuelto hacia la pared, o prosternado y con la cabeza cubierta por la capucha, en lugar de arrodillarte y juntar las manos, como los demás hombres?

—También en la orden de san Benito los monjes se prosternan, a su debido momento…

—¡No te pregunto lo que has hecho en los momentos debidos, sino lo que has hecho en los momentos indebidos! ¡De modo que no niegas haber adoptado una u otra posición, típicas de los begardos! Pero has dicho que no eres begardo… Entonces dime: ¿en qué crees?

—Señor, creo en todo lo que cree un buen cristiano…

—¡Qué respuesta tan santa! ¿Y en qué cree un buen cristiano?

—En lo que enseña la santa iglesia.

—¿Qué santa iglesia? ¿La que consideran santa aquellos creyentes que se dicen perfectos, los seudoapóstoles, los fraticelli, los herejes? ¿O la iglesia que éstos comparan con la meretriz de Babilonia, y en la que, en cambio, todos nosotros creemos firmemente?

—Señor —dijo el cillerero desconcertado—, decidme cuál creéis que es la verdadera iglesia…

—Creo que es la iglesia romana, una, santa y apostólica, gobernada por el papa y sus obispos.

—Eso creo yo —dijo el cillerero.

—¡Admirable artimaña! —gritó el inquisidor—. ¡Admirable agudeza de dicto! Lo habéis escuchado: quiere decir que cree que yo creo en esta iglesia, ¡y se sustrae al deber de decir en qué cree él! ¡Pero conocemos muy bien estas artes de garduña! Vayamos al grano. ¿Crees que los sacramentos fueron instituidos por Nuestro Señor, que para hacer justa penitencia es preciso confesarse con los servidores de Dios, que la iglesia romana tiene el poder de desatar y atar en esta tierra lo que será atado y desatado en el cielo?

—¿Acaso no tendría que creerlo?

—¡No te pregunto lo que deberías creer, sino lo que crees!

—Creo en todo lo que vos y los otros buenos doctores me ordenáis que crea —dijo el cillerero muerto de miedo.

—¡Ah! Pero esos buenos doctores a los que te refieres, ¿no serán los que dirigen tu secta? ¿Eso querías decir cuando hablabas de buenos doctores? ¿A esos perversos mentirosos, que se creen los únicos sucesores de los apóstoles, te remites para saber cuáles son tus artículos de fe? ¡Insinúas que si creo en lo que ellos creen, entonces creerás en mí, y si no, sólo creerás en ellos!

—No he dicho eso, señor —balbució el cillerero—, vos me lo hacéis decir. Creo en vos, si me enseñáis lo que está bien.

—¡Oh, perversidad! —gritó Bernardo dando un puñetazo sobre la mesa—. Repites con siniestra obstinación el formulario que has aprendido en tu secta. Dices que me creerás sólo si predico lo que tu secta considera bueno. Ésa ha sido siempre la respuesta de los seudoapóstoles, y ahora es la tuya, aunque tú mismo no lo adviertes, porque brotan de tus labios las frases que hace unos años te enseñaron para engañar a los inquisidores. Y de ese modo tus propias palabras te están denunciando, y, si no tuviese una larga experiencia como inquisidor, caería en tu trampa… Pero vayamos al grano, hombre perverso. ¿Alguna vez oíste hablar de Gherardo Segalelli, de Parma?

—He oído hablar de él —dijo el cillerero palideciendo, si de palidez aún podía hablarse en un rostro tan descompuesto.

—¿Alguna vez oíste hablar de fray Dulcino de Novara?

—He oído hablar de él.

—¿Alguna vez lo viste? ¿Conversaste con él?

El cillerero guardó silencio, como para calcular hasta qué punto le convenía declarar una parte de la verdad. Luego dijo, con un hilo de voz:

—Lo vi y hablé con él.

—¡Más fuerte! ¡Que por fin pueda oírse una palabra verdadera de tus labios! ¿Cuándo le hablaste?

—Señor, yo era fraile en un convento de la región de Novara cuando la gente de Dulcino se reunió en aquellas comarcas. También pasaron cerca de mi convento. Al principio no se sabía bien quiénes eran…

—¡Mientes! ¿Cómo podía un franciscano de Varagine estar en un convento de la región de Novara? ¡No estabas en el convento: formabas parte de una banda de fraticelli que recorría aquellas tierras viviendo de limosnas, y te uniste a los dulcinianos!

—¿Cómo podéis afirmar tal cosa, señor? —dijo temblando el cillerero.

—Te diré cómo puedo, e incluso debo, afirmarla —dijo Bernardo, y ordenó que trajeran a Salvatore.

Al ver al infeliz, que sin duda había pasado durante la noche un interrogatorio no público, y más severo, sentí una gran compasión. Ya he dicho que el rostro de Salvatore era horrible. Pero aquella mañana parecía aún más animalesco que de costumbre. No mostraba signos de violencia, pero la manera en que el cuerpo encadenado se movía, con los miembros dislocados, casi incapaz de desplazarse, arrastrado por los arqueros como un mono atado a una cuerda, demostraba bien la forma en que debía de haberse desarrollado el atroz responsorio.

—Bernardo lo ha torturado… —dije por lo bajo a Guillermo.

—En absoluto —respondió Guillermo—. Un inquisidor nunca tortura. Del cuerpo del acusado siempre se cuida el brazo secular.

—¡Pero es lo mismo!

—En modo alguno. No lo es para el inquisidor, que conserva las manos limpias, y tampoco para el interrogado, porque, cuando llega el inquisidor, cree que le trae una ayuda inesperada, un alivio para sus penas, y le abre su corazón.

Miré a mi maestro:

—Estáis bromeando —dije confundido.

—¿Te parece que se puede bromear con estas cosas? —respondió Guillermo.

Ahora Bernardo estaba interrogando a Salvatore, y mi pluma es incapaz de transcribir las palabras entrecortadas y, si ya no fuese imposible, aún más babélicas, con que aquel hombre ya quebrado, reducido al rango de un babuino, respondía, casi sin que nadie entendiera, y con la ayuda de Bernardo, quien le hacía las preguntas de modo que sólo pudiese responder por sí o por no, incapaz ya de mentir. Y mi lector puede imaginarse muy bien lo que dijo Salvatore. Contó, o admitió haber contado durante la noche, una parte de la historia que yo ya había reconstruido: sus vagabundeos como fraticello, pastorcillo y seudoapóstol, y cómo en la época de Dulcino había encontrado a Remigio entre los dulcinianos, y cómo se había escapado con él después de la batalla del monte Rebello, refugiándose, tras diversas peripecias, en el convento de Casale. Además, añadió que el heresiarca Dulcino, ya cerca de la derrota y la prisión, había entregado a Remigio algunas cartas que éste debía llevar a un sitio, o a una persona, que Salvatore desconocía. Remigio había conservado esas cartas consigo, sin atreverse a entregarlas, y cuando llegó a la abadía, temeroso de guardarlas en su poder, pero no queriendo tampoco destruirlas, las había puesto en manos del bibliotecario, sí, de Malaquías, para que éste las ocultara en algún sitio recóndito del Edificio.

Mientras Salvatore hablaba, el cillerero le echaba miradas de odio, y en determinado momento no pudo contenerse y le gritó:

—¡Víbora, mono lascivo, he sido tu padre, tu amigo, tu escudo, y así me lo pagas!

Salvatore miró a su protector, que ahora necesitaba protección, y respondió hablando con mucha dificultad:

—Señor Remigio, si pudiese era contigo. Y me eras dilectísimo. Pero conoces la familia del barrachel. Qui non habet caballum vadat cum pede…[*]

—¡Loco! —volvió a gritarle Remigio—. ¿Esperas salvarte? ¿No sabes que también tú morirás como un hereje? ¡Di que has hablado para que no siguieran torturándote! ¡Di que lo has inventado todo!

—Qué sé yo, señor, cómo se llaman estas herejías… Paterinos, leonistos, arnaldistos, esperonistos, circuncisos… No soy homo literatus, peccavi sine malitia e el señor Bernardo muy magnífico él sabe, et ispero en la indulgencia suya in nomine patre et filio et spiritis sanctis…[*]

—Seremos tan indulgentes como nuestro oficio lo permita —dijo el inquisidor—, y valoraremos con paternal benevolencia la buena voluntad con que nos has abierto tu alma. Ahora vete, ve a tu celda a meditar, y espera en la misericordia del Señor. Ahora tenemos que debatir una cuestión mucho más importante… O sea, Remigio, que tenías unas cartas de Dulcino, y las entregaste al hermano que se cuida de la biblioteca…

—¡No es cierto, no es cierto! —gritó el cillerero, como si esto aún pudiera servirle de algo.

Pero Bernardo justamente lo interrumpió:

—No es tu confirmación la que nos interesa, sino la de Malaquías de Hildesheim.

Hizo llamar al bibliotecario, pero no se encontraba entre los presentes. Yo sabía que estaba en el scriptorium, o alrededor del hospital, buscando a Bencio y el libro. Fueron a buscarlo, y cuando apareció, turbado y sin querer enfrentar las miradas de los otros, Guillermo me dijo por lo bajo, molesto: «Y ahora Bencio podrá hacer lo que quiera». Pero se equivocaba, porque vi aparecer el rostro de Bencio por encima de los hombros de otros monjes, que se agolpaban en la entrada para no perderse el interrogatorio. Se lo señalé a Guillermo. En aquel momento pensamos que su curiosidad por ese acontecimiento era aún más fuerte que la que sentía por el libro. Después supimos que a aquellas alturas Bencio ya había cerrado su innoble trato.

Así pues, Malaquías compareció ante los jueces, sin que su mirada se cruzase en ningún momento con la del cillerero.

—Malaquías —dijo Bernardo—, esta mañana, después de la confesión que había hecho Salvatore durante la noche, os he preguntado si el acusado os había hecho entrega de unas cartas…

—¡Malaquías! —aulló el cillerero—, ¡hace poco me has jurado que no harías nada contra mí!

Malaquías se volvió apenas hacia el acusado, a quien daba la espalda, y dijo con una voz bajísima, que apenas pude escuchar:

—No he perjurado. Si algo podía hacer contra ti, ya lo había hecho. Las cartas habían sido entregadas al señor Bernardo por la mañana, antes de que tú matases a Severino…

—¡Pero tú sabes, debes saber, que no maté a Severino! ¡Lo sabes porque ya estabas allí!

—¿Yo? —preguntó Malaquías—. Yo entré después de que te descubrieran.

—Y en todo caso —interrumpió Bernardo—, ¿qué buscabas en el laboratorio de Severino, Remigio?

El cillerero se volvió para mirar a Guillermo con ojos extraviados, después miró a Malaquías y luego otra vez a Bernardo:

—Pero yo… Esta mañana había oído a fray Guillermo, aquí presente, decir a Severino que vigilara ciertos folios… Desde anoche, después del apresamiento de Salvatore, temía que se hablase de esas cartas…

—¡Entonces sabes algo de esas cartas! —exclamó triunfalmente Bernardo.

El cillerero había caído en la trampa. Estaba dividido entre dos urgencias: la de descargarse de la acusación de herejía, y la de alejar de sí la sospecha de homicidio. Probablemente, decidió hacer frente a la segunda acusación… Por instinto, porque a esas alturas su conducta ya no obedecía a regla ni conveniencia alguna:

—De las cartas hablaré después…, explicaré…, diré cómo llegaron a mis manos… Pero dejadme contar lo que sucedió esta mañana. Pensé que se hablaría de esas cartas cuando vi que Salvatore caía en poder del señor Bernardo; hace años que el recuerdo de esas cartas atormenta mi corazón… Entonces, cuando oí que Guillermo y Severino hablaban de unos folios… no sé, presa del terror, pensé que Malaquías se había deshecho de ellas entregándoselas a Severino…, yo quería destruirlas… por eso fui al laboratorio…, la puerta estaba abierta y Severino yacía muerto… Me puse a hurgar entre sus cosas en busca de las cartas… estaba poseído por el miedo…

Guillermo me susurró al oído:

—Pobre estúpido, por temor a un peligro se metió de cabeza en otro.

—Admitamos que estés diciendo casi, digo casi, la verdad —intervino Bernardo—. Pensabas que Severino tenía las cartas y las buscaste en su laboratorio. Pero, ¿por qué mataste antes a los otros hermanos? ¿Acaso pensabas que hacía tiempo que las cartas circulaban de mano en mano? ¿Acaso es habitual en esta abadía disputarse las reliquias de los herejes muertos en la hoguera?

Vi que el Abad se sobresaltaba. No había acusación más insidiosa que la de recoger reliquias de herejes, y Bernardo estaba mezclando hábilmente los crímenes con la herejía, y el conjunto con la vida del monasterio. Interrumpieron mis reflexiones los gritos del cillerero, que afirmaba no haber tenido parte alguna en los otros crímenes. Bernardo, con tono indulgente, lo tranquilizó: por el momento no era ésa la cuestión que se estaba discutiendo; el crimen por el que debía responder era el de herejía; que no intentase, pues (y aquí su tono de voz se volvió severo), distraer la atención de su pasado herético hablando de Severino o tratando de dirigir las sospechas hacia Malaquías. De modo que debía volverse al asunto de las cartas.

—Malaquías de Hildesheim —dijo mirando al testigo—, no estáis aquí como acusado. Esta mañana… habéis respondido a mis preguntas, y a mi pedido, sin tratar de ocultar nada. Repetid aquí lo que entonces me dijisteis, y no tendréis nada que temer.

—Repito lo que dije esta mañana —dijo Malaquías—. Poco tiempo después de su llegada, Remigio comenzó a ocuparse de la cocina, y teníamos frecuentes contactos por razones de trabajo… Como bibliotecario, debo cerrar por la noche el Edificio, incluida la cocina… No tengo por qué ocultar que nos hicimos amigos, pues tampoco tenía por qué sospechar de él. Me contó que conservaba unos documentos de carácter secreto: los había recibido en confesión, no debían caer en manos profanas, y él no se atrevía a seguir guardándolos. Como yo custodiaba el único sitio del monasterio prohibido para todos los demás, me pidió que guardara aquellos folios lejos de toda mirada curiosa, y yo acepté, sin imaginar que podía tratarse de documentos heréticos. Ni siquiera los leí: los puse…, los puse en el sitio más recóndito de la biblioteca. Y nunca más volví a pensar en aquel hecho, hasta que esta mañana el señor inquisidor me lo mencionó. Entonces fui a buscarlos y se los entregué…

El Abad, irritado, tomó la palabra:

—¿Por qué no me informaste de tu pacto con el cillerero? ¡La biblioteca no está para guardar cosas privadas de los monjes!

Así quedaba claro que la abadía no tenía nada que ver con aquella historia.

—Señor —respondió confuso Malaquías—, me pareció que la cosa no tenía demasiada importancia. Pequé sin maldad.

—Sin duda, sin duda —dijo Bernardo con tono cordial—, estamos todos persuadidos de que el bibliotecario actuó de buena fe, y prueba de ello es la franqueza con que ha colaborado con este tribunal. Ruego fraternalmente a vuestra excelencia que no lo culpe por ese acto imprudente que cometió en el pasado. Por nuestra parte, creemos lo que ha dicho. Y sólo le pedimos que nos confirme bajo juramento que los folios que ahora le muestro son los mismos que me entregó esta mañana y los mismos que hace años recibió de Remigio da Varagine, poco después de su llegada a la abadía.

Mostraba dos pergaminos que había sacado de entre los folios que estaban sobre la mesa. Malaquías los miró y dijo con voz segura:

—Juro por Dios padre todopoderoso, por la santísima Virgen y por todos los santos que así es y ha sido.

—Esto me basta —dijo Bernardo—. Podéis marcharos, Malaquías de Hildesheim.

Mientras éste salía con la cabeza gacha, y antes de que llegase a la puerta, se escuchó una voz, procedente del grupo de los curiosos agolpados al fondo de la sala: «¡Tú le escondías las cartas y él te mostraba el culo de los novicios en la cocina!». Estallaron algunas risas; Malaquías se apresuró a salir dando empujones a izquierda y derecha; yo habría jurado que la voz era la de Aymaro, pero la frase había sido gritada en falsete. Con el rostro lívido, el Abad gritó pidiendo silencio y amenazó con tremendos castigos para todos, conminando a los monjes a que abandonasen la sala. Bernardo sonreía lúbricamente. En otra parte de la sala, el cardenal Bertrando se inclinaba hacia Jean d’Anneaux y le decía algo al oído, y éste se cubría la boca con la mano y bajaba la cabeza como para toser. Guillermo me dijo:

—El cillerero no sólo era un pecador carnal en provecho propio, sino que también hacía de rufián. Pero a Bernardo eso le tiene sin cuidado, salvo en la medida en que pueda crearle dificultades a Abbone, mediador imperial…

Fue precisamente Bernardo quien lo interrumpió para decirle:

—Después me interesaría que me dijerais, fray Guillermo, de qué folios hablabais esta mañana con Severino cuando el cillerero os escuchó y extrajo una conclusión equivocada.

Guillermo sostuvo su mirada:

—Sí, una conclusión equivocada. Hablábamos de una copia del tratado sobre la hidrofobia canina de Ayyub al Ruhawi, libro excelente cuya fama sin duda conocéis, y del que supongo que os habéis servido en no pocas ocasiones… La hidrofobia, dice Ayyub, se reconoce por veinticinco signos evidentes…

Bernardo, que pertenecía a la orden de los domini canes[*], no juzgó oportuno afrontar una nueva batalla.

—Se trataba, pues, de cosas ajenas al caso que nos ocupa —dijo rápidamente. Y continuó con el proceso —. Volvamos a ti, fray Remigio franciscano, mucho más peligroso que un perro hidrófobo. Si en estos días fray Guillermo se hubiese fijado más en la baba de los herejes que en la de los perros, quizá también él habría descubierto la víbora que anidaba en la abadía. Volvamos a estas cartas. Ahora estamos seguros de que estuvieron en tus manos y de que te encargaste de esconderlas como si fuesen veneno peligrosísimo, y de que llegaste incluso a matar… —con un gesto detuvo un intento de negación—, y del asesinato hablaremos después… Que mataste, decía, para impedir que llegaran a mí. Entonces, ¿reconoces que estos folios son tuyos?

El cillerero no respondió, pero su silencio era bastante elocuente. De modo que Bernardo lo acosó:

—¿Y qué son estos folios? Son dos páginas escritas por el propio heresiarca Dulcino pocos días antes de ser apresado. Las entregó a un acólito suyo para que éste las llevara a los seguidores que aquél tenía en diversas partes de Italia. Podría leeros todo lo que en ellas se dice, y cómo Dulcino, temiendo su fin inminente, confía un mensaje de esperanza a los que llama sus hermanos ¡en el demonio! Los consuela diciendo que, aunque las fechas que anuncia no concuerden con las que había dado en sus cartas anteriores, donde había prometido que el año 1305 el emperador Federico acabaría con todos los curas, éstos no tardarán en ser destruidos. El heresiarca volvía a mentir, porque desde entonces ya han pasado más de veinte años y ninguna de sus nefastas predicciones se ha cumplido. Pero no estamos reunidos para ocuparnos de la ridícula arrogancia de dichas profecías, sino del hecho de que su portador haya sido Remigio. ¿Puedes seguir negando, fraile hereje e impenitente, que has tenido comercio y contubernio con la secta de los seudoapóstoles?

El cillerero ya no podía seguir negando:

—Señor —dijo—, mi juventud estuvo poblada de errores muy funestos. Cuando supe de la prédica de Dulcino, seducido por los errores de los frailes de la vida pobre, creí en sus palabras y me uní a su banda. Sí, es cierto, estuve con ellos en la parte de Brescia y de Bérgamo, en Como y en Val del Sesia. Con ellos me refugié en la Pared Pelada y en Val de Rassa, y por último en el monte Rebello. Pero no participé en ninguna fechoría, y, mientras cometían pillajes y violencias, en mí seguía alentando el espíritu de mansedumbre propio de los hijos de Francisco. Y precisamente en el monte Rebello le dije a Dulcino que ya no estaba dispuesto a participar en su lucha, y él me autorizó a marcharme, porque, dijo, no quería miedosos a su lado, y sólo me pidió que llevara esas cartas a Bolonia…

—¿Para entregarlas a quién? —preguntó el cardenal Bertrando.

—A algunos partidarios suyos, cuyos nombres creo recordar. Y como los recuerdo os lo digo, señor —se apresuró a afirmar Remigio.

Y pronunció los nombres de algunos que el cardenal Bertrando dio muestras de reconocer, porque sonrió con aire satisfecho, mientras dirigía una señal de entendimiento a Bernardo.

—Muy bien —dijo Bernardo, tomó nota de los nombres, y preguntó a Remigio —. ¿Cómo es que ahora nos entregas a tus amigos?

—No son mis amigos, señor, como lo prueba el hecho de que nunca les entregué las cartas. Y no me limité a eso, os lo digo ahora, después de haber tratado de olvidarlo durante tantos años: para poder salir de aquel sitio sin ser apresado por el ejército del obispo de Vercelli, que nos esperaba en la llanura, logré ponerme en contacto con algunas de sus gentes y, a cambio de un salvoconducto, les indiqué por dónde podían pasar para tomar por asalto las fortificaciones de Dulcino. De modo que una parte del éxito de las fuerzas de la iglesia se debió a mi colaboración…

—Muy interesante. Esto nos muestra que no sólo fuiste un hereje, sino también un vil traidor. Lo que no cambia para nada tu situación. Así como hace un momento, para salvarte, has intentado acusar a Malaquías, quien sin embargo te había prestado un servicio, lo mismo hiciste entonces: para salvarte, pusiste a tus compañeros de pecado en manos de la justicia. Pero sólo traicionaste sus cuerpos, nunca sus enseñanzas, y has conservado estas cartas como reliquias, esperando el día en que tuvieras el coraje, y la posibilidad, de entregarlas sin correr riesgo, para congraciarte de nuevo con los seudoapóstoles.

—No, señor, no —decía el cillerero, cubierto de sudor y con las manos que le temblaban—. No, os juro que…

—¡Un juramento! —dijo Bernardo—. ¡He aquí otra prueba de tu maldad! ¡Quieres jurar porque sabes que sé que los herejes valdenses están dispuestos a valerse de cualquier ardid, e incluso morir, con tal de no jurar! ¡Y cuando el miedo los posee fingen jurar y barbotean falsos juramentos! ¡Pero sé muy bien que no perteneces a la secta de los pobres de Lyon, maldito zorro, e intentas convencerme de que no eres lo que no eres para que no diga que eres lo que eres! Entonces, ¿juras? Jura para ser absuelto, ¡pero has de saber que no me basta con un juramento! Puedo exigir uno, dos, tres, cien, todos los que quiera. Sé muy bien que vosotros, los seudoapóstoles, acordáis dispensas al que jura en falso para no traicionar la secta. ¡De modo que cada juramento será una nueva prueba de tu culpabilidad!

—Pero entonces, ¿qué debo hacer? —gritó el cillerero, mientras caía de rodillas.

—¡No te prosternes como un begardo! No debes hacer nada. Ahora sólo yo sé qué habrá que hacer —dijo Bernardo con una sonrisa aterradora—. Tú sólo tienes que confesar. ¡Y te condenarás y serás condenado si confiesas, y te condenarás y serás condenado si no confiesas, porque serás castigado por perjuro! ¡Entonces confiesa, al menos para abreviar este penosísimo interrogatorio que turba nuestras conciencias y nuestro sentido de la bondad y la compasión!

—Pero ¿qué debo confesar?

—Dos clases de pecado. Que has pertenecido a la secta de los dulcinianos; que has compartido sus proposiciones heréticas, sus costumbres y sus ofensas a la dignidad de los obispos y los magistrados ciudadanos; que, impenitente, sigues compartiendo sus mentiras y sus ilusiones, incluso una vez muerto el heresiarca y dispersada la secta, aunque no del todo derrotada y destruida. Y que, corrupto en lo íntimo de tu corazón por las prácticas que aprendiste en aquella secta inmunda, eres culpable de los desórdenes contra Dios y los hombres que se han perpetrado en esta abadía, por razones que todavía no alcanzo a comprender, pero que ni siquiera deberán aclararse por completo cuando quede luminosamente demostrado (como lo estamos haciendo) que la herejía de los que han predicado y predican la pobreza, contra las enseñanzas del señor papa y de sus bulas, sólo puede conducir a actos criminales. Eso deberán aprender los fieles, y eso me bastará. Confiesa.

En aquel momento quedó claro lo que quería Bernardo. No le interesaba en absoluto averiguar quién había matado a los otros monjes, sino sólo demostrar que Remigio compartía de alguna manera las ideas defendidas por los teólogos del emperador. Y si lograba mostrar la conexión entre esas ideas, que eran también las del capítulo de Perusa, y las ideas de los fraticelli y de los dulcinianos, y mostrar que en aquella abadía había un hombre que participaba de todas esas herejías y había sido el autor de numerosos crímenes, entonces asestaría un verdadero golpe mortal a sus adversarios. Miré a Guillermo y comprendí que había comprendido pero que nada podía hacer, aunque hubiese previsto aquella maniobra. Miré al Abad y vi que su expresión era sombría: se daba cuenta, demasiado tarde, de que también él había caído en la trampa, y de que incluso su autoridad de mediador se estaba desmoronando, pues no faltaba mucho para que apareciera como el amo de un lugar donde se habían dado cita todas las infamias del siglo. En cuanto al cillerero, ya no sabía de qué crimen podía aún declararse inocente. Pero quizá a esas alturas ya no podía hacer cálculo alguno: el grito que salió de su boca era el grito de su alma, y en él, y con él, se liberaba de años de largos y secretos remordimientos. O sea que, después de una vida de incertidumbres, entusiasmos y desilusiones, de vileza y de traición, al ver que ya nada podía hacer para evitar su ruina, decidía abrazar la fe de su juventud, sin seguir preguntándose si ésta era justa o equivocada, como si quisiera mostrarse a sí mismo que era capaz de creer en algo.

—Sí, es cierto —gritó—, estuve con Dulcino y compartí sus crímenes, su desenfreno. Quizá estaba loco, confundía el amor de nuestro señor Jesucristo con la necesidad de libertad y con el odio a los obispos. Es cierto, he pecado, ¡pero juro que soy inocente de lo que ha sucedido en la abadía!

—Por el momento hemos obtenido algo —dijo Bernardo—. De manera que admites haber practicado la herejía de Dulcino, de la bruja Margherita y de sus cómplices. ¿Reconoces haber estado con ellos cuando cerca de Trivero ahorcaron a muchos fieles de Cristo, entre ellos un niño inocente de diez años? ¿Y cuando ahorcaron a otros hombres en presencia de sus mujeres y sus padres, porque no querían someterse a la voluntad de aquellos perros, y porque, a esas alturas, cegados por vuestra furia y vuestra soberbia, pensabais que nadie podía salvarse sin pertenecer a vuestra comunidad? ¡Habla!

—¡Sí, sí, creí esto último, e hice aquello otro!

—¿Y estabas presente cuando se apoderaron de algunos que eran fieles a los obispos, y a unos los dejaron morir de hambre en la cárcel, y a una mujer encinta le cortaron un brazo y una mano, dejando que pariera después un niño que murió en seguida sin haber sido bautizado? ¿Y estabas con ellos cuando arrasaron e incendiaron las aldeas de Mosso, Trivero, Cossila y Flecchia, y muchas otras localidades de la región de Crepacorio, y muchas casas de Mortiliano y Quorino, y cuando incendiaron la iglesia de Trivero, embadurnando antes las imágenes sagradas, arrancando las piedras de los altares, rompiendo un brazo de la estatua de la Virgen, los cálices, los ornamentos y los libros, destruyendo el campanario, apropiándose de todos los vasos de la cofradía, y de los bienes del sacerdote?

—¡Sí, sí, estuve allí, y ya nadie sabía lo que estaba haciendo! ¡Queríamos adelantar el momento del castigo, éramos la vanguardia del emperador enviado por el cielo y por el papa santo, debíamos anticipar el momento del descenso del ángel de Filadelfia, y entonces todos recibirían la gracia del espíritu santo y la iglesia se habría regenerado y después de la destrucción de todos los perversos sólo reinarían los perfectos!

El cillerero parecía estar poseído por el demonio y al mismo tiempo iluminado. El dique de silencio y simulación parecía haberse roto, y su pasado regresaba no sólo en palabras, sino también en imágenes, y era como si volviese a sentir las emociones que antaño lo habían inflamado.

—Entonces —lo acosaba Bernardo—, ¿confiesas que habéis honrado como mártir a Gherardo Segalelli, que habéis negado toda autoridad a la iglesia romana, que afirmabais que ni el papa ni ninguna otra autoridad podía prescribiros un modo de vida distinto del vuestro, que nadie tenía derecho a excomulgaros, que desde la época de san Silvestre todos los prelados de la iglesia habían sido prevaricadores y seductores, salvo Pietro da Morrone, que los laicos no están obligados a pagar los diezmos a los curas que no practiquen un estado de absoluta perfección y pobreza como lo practicaron los primeros apóstoles, y que por tanto los diezmos debían pagároslos sólo a vosotros, que erais los únicos apóstoles y pobres de Cristo, que para rezarle a Dios una iglesia consagrada no vale más que un establo, confiesas que recorríais las aldeas y seducíais a las gentes gritando «penitenciágite», que cantabais el Salve Regina[*] para atraer pérfidamente a las multitudes, y os hacíais pasar por penitentes llevando una vida perfecta ante los ojos del mundo, pero que luego os concedíais todas las licencias y todas las lujurias, porque no creíais en el sacramento del matrimonio ni en ningún otro sacramento, y como os considerabais más puros que los otros os podíais permitir cualquier bajeza y cualquier ofensa a vuestro cuerpo y al cuerpo de los otros? ¡Habla!

—¡Sí, sí! Confieso la fe verdadera que abracé entonces con toda el alma. Confieso que abandonamos nuestras ropas en signo de desposeimiento, que renunciamos a todos nuestros bienes, mientras que vosotros, raza de perros, no renunciaréis jamás a los vuestros. Confieso que desde entonces no volvimos a aceptar dinero de nadie ni volvimos a llevarlo con nosotros, y vivimos de la limosna y no guardamos nada para mañana, y cuando nos recibían y ponían la mesa para nosotros, comíamos y luego nos marchábamos dejando sobre la mesa los restos de la comida…

—¡Y quemasteis y saqueasteis para apoderaros de los bienes de los buenos cristianos!

—Y quemamos y saqueamos, porque habíamos elegido la pobreza como ley universal y teníamos derecho a apropiarnos de las riquezas ilegítimas de los demás, y queríamos desgarrar el centro mismo de la trama de avidez que cubría todas las parroquias, pero nunca saqueamos para poseer, ni matamos para saquear: matábamos para castigar, para purificar a los impuros a través de la sangre. Quizá estábamos poseídos por un deseo inmoderado de justicia; también se peca por exceso de amor a Dios, por sobreabundancia de perfección. Éramos la verdadera congregación espiritual, enviada por el Señor y reservada para la gloria de los últimos tiempos. Buscábamos nuestro premio en el paraíso anticipando el tiempo de vuestra destrucción. Sólo nosotros éramos los apóstoles de Cristo, todos los otros le habían traicionado. Y Gherardo Segalelli había sido una planta divina, planta Dei pullulans in radice fidei[*]. Nuestra regla procedía directamente de Dios, ¡no de vosotros, perros malditos, predicadores mentirosos que vais esparciendo olor a azufre y no a incienso, perros inmundos, carroña podrida, cuervos, siervos de la puta de Aviñón, condenados a la perdición eterna! Entonces yo creía, y hasta nuestro cuerpo se había redimido, y éramos las espadas del Señor, y para poder mataros a todos lo antes posible había que matar incluso a otros que eran inocentes. Queríamos un mundo mejor, de paz y afabilidad, y la felicidad para todos; queríamos matar la guerra que vosotros traíais con vuestra avidez. ¿Por qué nos reprocháis la poca sangre que debimos derramar para imponer el reino de la justicia y la felicidad? Lo que pasaba… lo que pasaba era que no se precisaba mucha, no había que perder tiempo, e incluso valía la pena enrojecer toda el agua del Carnasco, aquel día en Stavello, también era sangre nuestra, no la escatimábamos, sangre nuestra y sangre vuestra, lo mismo daba, pronto, pronto, los tiempos de la profecía de Dulcino urgían, había que acelerar la marcha de los acontecimientos…

Temblaba de pies a cabeza, y se pasaba las manos por el hábito como si quisiese limpiarlas de la sangre que estaba evocando.

—El glotón ha recuperado la pureza —me dijo Guillermo.

—Pero, ¿es ésta la pureza? —pregunté horrorizado.

—Sin duda, no es el único tipo que existe —dijo Guillermo—, pero en cualquiera de sus formas siempre me da miedo.

—¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?

—La prisa —respondió Guillermo.

—Basta, basta —estaba diciendo Bernardo—, te pedimos una confesión, no un llamamiento a la masacre. Muy bien, no sólo fuiste hereje, sino que lo sigues siendo. No sólo fuiste asesino, sino que sigues matando. Entonces dime cómo mataste a tus hermanos en esta abadía, y por qué.

El cillerero dejó de temblar. Miró a su alrededor como si acabase de salir de un sueño:

—No —dijo—, con los crímenes de la abadía no tengo nada que ver. He confesado todo lo que hice, no me hagáis confesar lo que no he hecho…

—Pero ¿queda algo que puedas no haber hecho? ¿Ahora te declaras inocente? ¡Oh, corderillo, oh, modelo de mansedumbre! ¿Lo habéis oído? ¡Hace años sus manos estuvieron tintas de sangre, pero ahora es inocente! Quizá nos hemos equivocado. Remigio da Varagine es un modelo de virtud, un hijo fiel de la iglesia, un enemigo de los enemigos de Cristo, siempre ha respetado el orden que la mano vigilante de la iglesia se empeña en imponer en aldeas y ciudades, siempre ha respetado la paz de los comercios, los talleres de los artesanos, los tesoros de las iglesias. Es inocente, no ha hecho nada, ¡ven a mis brazos, hermano Remigio, deja que te consuele de las acusaciones que los malvados han hecho caer sobre ti! —y mientras Remigio lo miraba con ojos extraviados, como si de golpe estuviera a punto de creer en una absolución final, Bernardo recuperó su actitud anterior y dijo con tono de mando al capitán de los arqueros —. Me repugna tener que recurrir a métodos que el brazo secular siempre ha aplicado sin el consentimiento de la iglesia. Pero hay una ley que está por encima de mis sentimientos personales. Rogadle al Abad que os indique un sitio donde puedan disponerse los instrumentos de tortura. Pero que no se proceda en seguida. Ha de permanecer tres días en su celda, con cepos en las manos y en los pies. Luego se le mostrarán los instrumentos. Sólo eso. Y al cuarto día se procederá. Al contrario de lo que creían los seudoapóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante. Ha de precederse poco a poco, en forma gradual. Y sobre todo recordad lo que se ha dicho tantas veces: hay que evitar las mutilaciones y el peligro de muerte. Precisamente, una de las gracias que este procedimiento concede al impío es la de saborear y esperar la muerte, pero no alcanzarla antes de que la confesión haya sido plena, voluntaria y purificadora.

Los arqueros se inclinaron para levantar al cillerero, pero éste clavó los pies en el suelo y opuso resistencia, mientras indicaba que quería hablar. Cuando se le autorizó, empezó a hablar, pero le costaba sacar las palabras de la boca y su discurso era como la farfulla de un borracho, y tenía algo de obsceno. Sólo a medida que fue hablando recobró aquella especie de energía salvaje que había animado hasta hacía un momento su confesión.

—No, señor. La tortura no. Soy un hombre vil. Traicioné en aquella ocasión. Durante once años he renegado en este monasterio de mi antigua fe, percibiendo los diezmos de los viñateros y los campesinos, inspeccionando los establos y los chiqueros para que cundiesen y enriquecieran al Abad. He colaborado de buen grado en la administración de esta fábrica del Anticristo. Y me he sentido cómodo, había olvidado los días de la rebelión, me regodeaba en los placeres de la boca e incluso en otros. Soy un hombre vil. Hoy he vendido a mis antiguos hermanos de Bolonia, como entonces vendí a Dulcino. Y como hombre vil, disfrazado de soldado de la cruzada, asistí al apresamiento de Dulcino y Margherita, cuando el Sábado Santo los llevaron al castillo del Bugello. Durante tres meses estuve dando vueltas alrededor de Vercelli, hasta que llegó la carta del papa Clemente con la orden de condenarlos. Y vi cómo hacían pedazos a Margherita delante de Dulcino, y cómo gritaba mientras la masacraban, pobre cuerpo que una noche también yo había tocado… Y mientras su roto cadáver se quemaba vi cómo se apoderaron de Dulcino, y le arrancaron la nariz y los testículos con tenazas incandescentes, y no es cierto lo que después se dijo, que no lanzó ni un gemido. Dulcino era alto y robusto, tenía una gran barba de diablo y cabellos rojos que le caían en rizos sobre los hombros, era bello e imponente cuando nos guiaba, con su sombrero de alas anchas, y la pluma, y la espada ceñida sobre el hábito talar. Dulcino metía miedo a los hombres y hacía gritar de placer a las mujeres… Pero, cuando lo torturaron, también él gritó de dolor, como una mujer, como un ternero. Perdía sangre por todas las heridas, mientras lo llevaban de sitio en sitio, y seguían hiriéndolo un poco más, para mostrar cuánto podía durar un emisario del demonio, y él quería morir, pedía que lo remataran, pero murió demasiado tarde, al llegar a la hoguera, y para entonces ya sólo era un montón de carne sangrante. Yo iba detrás, y me felicitaba por haber escapado a aquella prueba, estaba orgulloso de mi astucia, y el bellaco de Salvatore estaba conmigo, y me decía: «¡Qué bien que hemos hecho, hermano Remigio, en comportarnos como personas sensatas! ¡No hay nada más terrible que la tortura!». Aquel día hubiera abjurado de mil religiones. Y hace años, muchos años, que me reprocho aquella vileza, y aquella felicidad conseguida al precio de tanta vileza, aunque siempre con la esperanza de poder demostrarme algún día que no era tan vil. Hoy me has dado esa fuerza, señor Bernardo, has sido para mí lo que los emperadores romanos fueron para los más viles de entre los mártires. Me has dado el coraje para confesar lo que creí con el alma, mientras mi cuerpo se retiraba, incapaz de seguirla. Pero no me exijas demasiado coraje, más del que puede soportar esta carcasa mortal. La tortura no. Diré todo lo que quieras. Mejor la hoguera, ya. Se muere asfixiado, antes de que el cuerpo arda. La tortura como a Dulcino, no. Quieres un cadáver, y para tenerlo necesitas que me haga responsable de los otros cadáveres. En todo caso, no tardaré en ser cadáver. De modo que te doy lo que me pides. He matado a Adelmo da Otranto porque odiaba su juventud y la habilidad que tenía para jugar con monstruos parecidos a mí; viejo, gordo, pequeño e ignorante. He matado a Venancio da Salvemec porque sabía demasiado y era capaz de leer libros que yo no entendía. He matado a Berengario da Arundel porque odiaba su biblioteca; yo, que aprendí teología dando palos a los párrocos demasiado gordos. He matado a Severino de Sant’Emmerano… ¿Por qué lo he matado? Porque coleccionaba hierbas; yo, que estuve en el monte Rebello, donde nos comíamos las hierbas sin preguntarnos cuáles eran sus virtudes. En realidad, también podría matar a los otros, incluido nuestro Abad: ya esté con el papa o con el imperio, siempre estará entre mis enemigos y siempre lo he odiado, incluso cuando me daba de comer porque yo le daba de comer a él. ¿Te basta con esto? ¡Ah, no! Quieres saber cómo he matado a toda aquella gente… Pues bien, los he matado… Veamos… Evocando las potencias infernales, con la ayuda de mil legiones cuyo mando obtuve mediante las artes que me enseñó Salvatore. Para matar a alguien no es preciso que lo golpeemos personalmente: el diablo lo hace por nosotros… si sabemos cómo hacer para que nos obedezca.

Miraba a los presentes con aire de complicidad, riendo. Pero ya era la risa del demente, aunque, como me señaló más tarde Guillermo, ese demente hubiera tenido la cordura necesaria para arrastrar a Salvatore en la caída, y vengarse así de su delación.

—¿Y cómo lograbas que el diablo te obedeciera? —lo urgió Bernardo, que tomaba ese delirio como una legítima confesión.

—¡También tú lo sabes! ¡No se comercia tantos años con endemoniados sin acabar metido en su piel! ¡También tú lo sabes, martirizador de apóstoles! Coges un gato negro, ¿verdad? Que no tenga ni un solo pelo blanco (ya lo sabes), y le atas las patas, luego lo llevas a medianoche hasta un cruce de caminos, y una vez allí gritas en alta voz: «¡Oh, gran Lucifer, emperador del infierno, te cojo y te introduzco en el cuerpo de mi enemigo, así como tengo prisionero a este gato, y si matas a mi enemigo, a medianoche del día siguiente, en este mismo sitio, te sacrificaré este gato, y harás todo lo que te ordeno por los poderes de la magia que estoy practicando según el libro oculto de san Cipriano, en el nombre de todos los jefes de las mayores legiones del infierno, Adramech, Alastor y Azazel, a quienes ahora invoco junto a todos sus hermanos…!» —sus labios temblaban, los ojos parecían haberse salido de las órbitas, y empezó a rezar, mejor dicho, parecía un rezo, pero lo que hacía era implorar a todos los barones de las legiones del infierno —. Abigor, pecca pro nobis… Amón, miserere nobis… Samael, libera nos a bono… Belial aleyson… Focalor, in corruptionem meam intende… Haborym, damnamus dominum… Zaebos, anum meum aperies… Leonardo, asperge me spermate tuo et inquinabor…[*]

—¡Basta, basta! —gritaban los presentes santiguándose—. ¡Oh, Señor, perdónanos a todos!

El cillerero ya no hablaba. Después de pronunciar los nombres de todos aquellos diablos, cayó de bruces, y una saliva blancuzca empezó a manar de su boca torcida, mientras los dientes le rechinaban. A pesar de la mortificación que le infligían las cadenas, sus manos se juntaban y separaban convulsivamente, sus pies lanzaban patadas al aire. Guillermo se dio cuenta de que yo estaba temblando de terror; me puso la mano sobre la cabeza e hizo presión en la nuca, hasta que me tranquilicé.

—Aprende —me dijo—, cuando a un hombre lo torturan, o amenazan con torturarlo, no sólo dice lo que ha hecho, sino también lo que hubiera querido hacer, aunque no supiese que lo quería. Ahora Remigio desea la muerte con toda su alma.

Los arqueros se llevaron al cillerero, aún presa de convulsiones. Bernardo recogió sus folios. Luego clavó la mirada en los presentes, quienes, presa de gran turbación, permanecían inmóviles en sus sitios.

—El interrogatorio ha concluido. El acusado, reo confeso, será conducido a Aviñón, donde se celebrará el proceso definitivo, para escrupulosa salvaguardia de la verdad y la justicia. Y sólo después de ese proceso regular será quemado. Ya no os pertenece, Abbone, y tampoco me pertenece a mí, que sólo he sido el humilde instrumento de la verdad. El instrumento de la justicia está en otro sitio. Los pastores han cumplido con su deber, ahora es el turno de los perros: deben separar la oveja infecta del rebaño, y purificarla a través del fuego. El miserable episodio en el transcurso del cual este hombre ha resultado culpable de tantos crímenes atroces ha concluido. Que ahora la abadía viva en paz. Pero el mundo… —y aquí alzó la voz y se volvió hacia el grupo de los legados— ¡el mundo aún no ha encontrado la paz, el mundo está desgarrado por la herejía, que se refugia incluso en las salas de los palacios imperiales! Que mis hermanos recuerden lo siguiente: un cingulum diaboli[*] liga a los perversos seguidores de Dulcino con los honrados maestros del capítulo de Perusa. No olvidemos que ante los ojos de Dios los delirios del miserable que acabamos de entregar a la justicia no se diferencian de los de los maestros que se hartan en la mesa del alemán excomulgado de Baviera. La fuente de las iniquidades de los herejes se nutre de muchas prédicas distintas… algunas elogiadas, y todavía impunes. Dura pasión y humilde calvario los de aquel a quien, como mi pecadora persona, Dios ha llamado para reconocer la víbora de la herejía doquiera que ésta anide. Pero el ejercicio de esta santa tarea enseña que no sólo es hereje quien practica la herejía a la vista de todos. Hay cinco indicios probatorios que permiten reconocer a los partidarios de la herejía. Primero: quienes visitan de incógnito a los herejes cuando se encuentran en prisión; segundo: quienes lamentan su apresamiento y han sido sus amigos íntimos durante la vida (en efecto, es difícil que la actividad del hereje haya pasado inadvertida a quien durante mucho tiempo lo frecuentó); tercero: quienes sostienen que los herejes fueron condenados injustamente, a pesar de haberse demostrado su culpabilidad; cuarto: quienes miran con malos ojos y critican a los que persiguen a los herejes y predican con éxito contra ellos, y a éstos puede descubrírselos por los ojos, por la nariz, por la expresión, que intentan disimular, porque revela su odio hacia aquellos por los que sienten rencor y su amor hacia aquellos cuya desgracia lamentan. Quinto, y último, signo es el hecho de que, una vez quemados los herejes, recojan los huesos convertidos en cenizas, y que los conviertan en objeto de veneración… Pero yo atribuyo también muchísimo valor a un sexto signo, y considero amigos clarísimos de los herejes a aquellos en cuyos libros (aunque éstos no ofendan abiertamente la ortodoxia) los herejes encuentran las premisas a partir de las cuales desarrollan sus perversos razonamientos.

Y mientras eso decía sus ojos se clavaban en Ubertino. Toda la legación franciscana comprendió perfectamente lo que Bernardo estaba sugiriendo. El encuentro ya había fracasado. Nadie se hubiese atrevido a retomar la discusión de la mañana, porque sabía que cada palabra sería escuchada pensando en los últimos, y desgraciados, acontecimientos. Si el papa había enviado a Bernardo para que impidiera cualquier arreglo entre ambos grupos, podía decirse que su misión había sido un éxito.