NONA
Donde Guillermo habla con Adso del gran río de la herejía, de la función de los simples en la iglesia, de sus dudas acerca de la cognoscibilidad de las leyes generales, y casi de pasada le cuenta cómo ha descifrado los signos nigrománticos que dejó Venancio.
Encontré a Guillermo en la herrería, trabajando con Nicola, los dos bastante enfrascados en su trabajo. Habían dispuesto sobre la mesa un montón de pequeños discos de vidrio, quizá ya listos para ser insertados en una vidriera, y con instrumentos idóneos habían reducido el espesor de algunos a la medida deseada. Guillermo los estaba probando poniéndoselos delante de los ojos. Por su parte, Nicola estaba dando instrucciones a los herreros para que fabricaran la horquilla donde habrían de engastarse los vidrios adecuados.
Guillermo refunfuñaba irritado, porque la lente que más le satisfacía hasta ese momento era de color esmeralda, y decía que no le interesaba ver los pergaminos como si fuesen prados. Nicola se alejó para vigilar el trabajo de los herreros. Mientras trajinaba con sus vidrios, le conté a mi maestro la conversación con Salvatore.
—Se ve que el hombre ha tenido una vida muy variada —dijo—, quizá sea cierto que ha estado con los dulcinianos. Esta abadía es un verdadero microcosmos; cuando lleguen los enviados del papa Juan y de fray Michele el cuadro estará completo.
—Maestro —le dije—, ya no entiendo nada.
—¿A propósito de qué, Adso?
—Ante todo, a propósito de las diferencias entre los grupos heréticos. Pero sobre esto os preguntaré después. Lo que me preocupa ahora es el problema mismo de la diferencia. Cuando hablasteis con Ubertino me dio la impresión de que tratabais de demostrarle que los santos y los herejes son todos iguales. En cambio, cuando hablasteis con el Abad os esforzasteis por explicarle la diferencia que va de hereje a hereje, y de hereje a ortodoxo. O sea que a Ubertino lo censurasteis por considerar distintos a los que en el fondo son iguales, y al Abad por considerar iguales a los que en el fondo son distintos.
Guillermo dejó un momento las lentes sobre la mesa:
—Mi buen Adso, tratemos de hacer algunas distinciones, incluso a la manera de las escuelas de París. Pues bien, allí dicen que todos los hombres tienen una misma forma sustancial, ¿verdad?
—Así es —dije, orgulloso de mi saber—. Son animales, pero racionales, y se distinguen por la capacidad de reír.
—Muy bien. Sin embargo, Tomás es distinto de Buenaventura, y el primero es gordo mientras que el segundo es flaco, e incluso puede suceder que Uguccione sea malo mientras que Francesco es bueno, y que Aldemaro sea flemático mientras que Agilulfo es bilioso. ¿O no?
—Qué duda cabe.
—Entonces, esto significa que hay identidad, entre hombres distintos, en cuanto a su forma sustancial, y diversidad en cuanto a los accidentes, o sea en cuanto a sus terminaciones superficiales.
—Me parece evidente.
—Entonces, cuando digo a Ubertino que la misma naturaleza humana, con sus complejas operaciones, se aplica tanto al amor del bien como al amor del mal, intento convencerlo de la identidad de dicha naturaleza humana. Cuando luego digo al Abad que hay diferencia entre un cátaro y un valdense, hago hincapié en la variedad de sus accidentes. E insisto en esa diferencia porque a veces sucede que se quema a un valdense atribuyéndole los accidentes propios de un cátaro y viceversa. Y cuando se quema a un hombre se quema su sustancia individual, y se reduce a pura nada lo que era un acto concreto de existir, bueno de por sí, al menos para los ojos de Dios, que lo mantenía en la existencia. ¿Te parece que es una buena razón para hacer hincapié en las diferencias?
—Sí, maestro —respondí entusiasmado—. ¡Ahora comprendo por qué hablasteis así, y valoro vuestra buena filosofía!
—No es la mía, y ni siquiera sé si es la buena. Pero lo importante es que hayas comprendido. Veamos ahora tu segunda pregunta.
—Sucede que me siento un inútil. Ya no logro distinguir cuáles son las diferencias accidentales de los valdenses, los cátaros, los pobres de Lyon, los humillados, los begardos, los terciarios, los lombardos, los joaquinistas, los patarinos, los apostólicos, los pobres de Lombardía, los arnaldistas, los guillermitas, los seguidores del espíritu libre y los luciferinos. ¿Qué debo hacer?
—¡Oh, pobre Adso! —exclamó riendo Guillermo, y me dio una palmadita afectuosa en la nuca—. ¡La culpa no es en absoluto tuya! Mira, es como si durante estos dos últimos siglos, e incluso antes, este mundo nuestro hubiese sido barrido por rachas de impaciencia, de esperanza y de desesperación, todo al mismo tiempo… Pero no, la analogía no es buena. Piensa mejor en un río, caudaloso e imponente, que recorre millas y millas entre firmes terraplenes, de modo que se ve muy bien dónde está el río, dónde el terraplén y dónde la tierra firme. En cierto momento, el río, por cansancio, porque ha corrido demasiado tiempo y recorrido demasiada distancia, porque ya está cerca del mar, que anula en sí a todos los ríos, ya no sabe qué es. Se convierte en su propio delta. Quizá subsiste un brazo principal, pero de él surgen muchos otros, en todas direcciones, y algunos se comunican entre sí, y ya no se sabe dónde acaba uno y dónde empieza otro, y a veces es imposible saber si algo sigue siendo río o ya es mar…
—Si no interpreto mal vuestra alegoría, el río es la ciudad de Dios, o el reino de los justos, que se estaba acercando al milenio, y en medio de aquella incertidumbre ya no pudo contenerse, y surgieron falsos y verdaderos profetas, y todo desembocó en la gran llanura donde habrá de producirse el Harmagedón…
—No era en eso en lo que estaba pensando. Pero también es verdad que los franciscanos siempre tenemos presente la idea de una tercera edad y del advenimiento del reino del Espíritu Santo. Pero no, lo que quería era que comprendieses cómo el cuerpo de la iglesia, que durante siglos también ha sido el cuerpo de la sociedad, el pueblo de Dios, se ha vuelto demasiado rico y caudaloso, y arrastra las escorias de todos los sitios por los que ha pasado, y ha perdido su pureza. Los brazos del delta son, por decirlo así, otros tantos intentos del río por llegar lo más rápidamente posible al mar, o sea al momento de la purificación. Pero mi alegoría era imperfecta, sólo servía para explicarte que, cuando el río ya no se contiene, los brazos de la herejía y de los movimientos de renovación son numerosísimos y se confunden entre sí. Si lo deseas, puedes añadir a mi pésima alegoría la imagen de alguien empeñado en reconstruir los terraplenes del río, pero infructuosamente. De modo que algunos brazos del delta quedan cubiertos de tierra, otros son desviados hacia el río a través de canales artificiales, mientras que los restantes quedan en libertad, porque es imposible conservar todo el caudal y conviene que el río pierda una parte de sus aguas si quiere seguir discurriendo por su cauce, si quiere que su cauce sea reconocible.
—Cada vez entiendo menos.
—Y yo igual. No soy muy bueno para las parábolas. Mejor olvida esta historia del río e intenta comprender que muchos de los movimientos a que te has referido nacieron hace doscientos años o quizá más, y que ya han desaparecido, mientras que otros son recientes…
—Sin embargo, cuando se habla de herejes se los menciona a todos juntos.
—Es cierto, pero ésta es una de las formas en que se difunde la herejía, y al mismo tiempo una de las formas en que se destruye.
—Otra vez no os entiendo.
—¡Dios mío, qué difícil es! Bueno. Supón que eres un reformador de las costumbres y que marchas con un grupo de compañeros a la cima de una montaña, para vivir en la pobreza, y que después de cierto tiempo muchos acuden a ti, incluso desde tierras lejanas, y te consideran un profeta, o un nuevo apóstol, y te siguen. ¿Es verdad que vienen por ti, o por lo que tú dices?
—No sé, supongo que sí. Si no, ¿por qué vendrían?
—Porque han oído de boca de sus padres historias sobre otros reformadores, y leyendas sobre comunidades más o menos perfectas, y piensan que se trata de lo mismo.
—De modo que cada movimiento hereda los hijos de los otros.
—Sí, porque la mayoría de los que se suman a ellos son simples, personas que carecen de sutileza doctrinal. Sin embargo, los movimientos de reforma de las costumbres surgen en sitios diferentes, de maneras diferentes y con doctrinas diferentes. Por ejemplo, a menudo se confunden los cátaros con los valdenses. Sin embargo, hay mucha diferencia entre unos y otros. Los valdenses predicaban a favor de una reforma de las costumbres dentro de la iglesia; los cátaros predicaban a favor de una iglesia distinta, predicaban una visión distinta de Dios y de la moral. Los cátaros pensaban que el mundo estaba dividido entre las fuerzas opuestas del bien y del mal, y construyeron una iglesia donde existía una distinción entre los perfectos y los simples creyentes, y tenían sus propios sacramentos y sus propios ritos. Establecieron una jerarquía muy rígida, casi tanto como la de nuestra santa madre iglesia, y en modo alguno pensaban en destruir toda forma de poder. Eso explica por qué se adhirieron a ese movimiento hombres con poder, hacendados y feudatarios. Tampoco pensaban en reformar el mundo, porque según ellos la oposición entre el bien y el mal nunca podrá superarse. Los valdenses, en cambio (y con ellos los arnaldistas o los pobres de Lombardía), querían construir un mundo distinto, basado en el ideal de la pobreza. Por eso acogían a los desheredados y vivían en comunidad, manteniéndose con el trabajo de sus manos. Los cátaros rechazaban los sacramentos de la iglesia; los valdenses no: sólo rechazaban la confesión auricular.
—Pero entonces, ¿por qué se los confunde y se habla de ellos como si fuesen la misma mala hierba?
—Ya te lo he dicho: lo que les da vida también les da muerte. Se desarrollan por el aflujo de los simples, ya estimulados por otros movimientos, y persuadidos de que se trata de una misma corriente de rebelión y de esperanza; y son destruidos por los inquisidores, que atribuyen a unos los errores de los otros, de modo que, si los seguidores de un movimiento han cometido determinado crimen, ese crimen será atribuido a los seguidores de cualquier otro movimiento. Los inquisidores yerran según la razón, porque confunden doctrinas diferentes; y tienen razón, porque los otros yerran, pues, cuando en cierta ciudad surge un movimiento, digamos, de arnaldistas, hacia él convergen también aquellos que hubiesen sido, o han sido, cátaros o valdenses en otras partes. Los apóstoles de fray Dulcino predicaban la destrucción física de los clérigos y señores, y cometieron muchos actos de violencia; los valdenses se oponían a la violencia, al igual que los fraticelli. Pero estoy seguro de que en la época de fray Dulcino convergieron en su grupo muchos que antes habían secundado a los fraticelli o a los valdenses. Los simples, Adso, no pueden escoger libremente su herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que pasa por la aldea o por la plaza. Es con eso con lo que juegan sus enemigos. El hábil predicador sabe presentar a los ojos del pueblo una sola herejía, que quizá propicie al mismo tiempo la negación del placer sexual y la comunión de los cuerpos; de ese modo logra mostrar a los herejes como una sola maraña de contradicciones diabólicas que ofenden al sentido común.
—¿O sea que no están relacionados entre sí y sólo por engaño del demonio un simple que desearía ser joaquinista o espiritual acaba cayendo en manos de los cátaros, o viceversa?
—No, no es eso. A ver, Adso, intentemos empezar de nuevo. Te aseguro que estoy tratando de explicarte algo sobre lo que yo tampoco estoy muy seguro. Pienso que el error consiste en creer que primero viene la herejía y después los simples que la abrazan (y por ella acaban abrasados). En realidad, primero viene la situación en que se encuentran los simples, y después la herejía.
—¿Cómo es eso?
—Ya conoces la constitución del pueblo de Dios. Un gran rebaño, ovejas buenas y ovejas malas, vigiladas por unos mastines, que son los guerreros, o sea el poder temporal, el emperador y los señores, y guiadas por los pastores, los clérigos, los intérpretes de la palabra divina. La imagen es clara.
—Pero no es veraz. Los pastores luchan con los perros, porque unos quieren tener los derechos de los otros.
—Así es, y precisamente por eso no se ve muy bien cómo es el rebaño. Ocupados en destrozarse mutuamente, los perros y los pastores ya no se cuidan del rebaño. Hay una parte que está afuera.
—¿Afuera?
—Sí, al margen. Campesinos que no son campesinos porque carecen de tierra, o porque la que tienen no basta para alimentarlos. Ciudadanos que no son ciudadanos porque no pertenecen a ningún gremio ni corporación: plebe, gente a merced de cualquiera. ¿Alguna vez has visto un grupo de leprosos en el campo?
—Sí, en cierta ocasión vi uno. Eran como cien, deformes, con la carne blancuzca que se les caía a pedazos. Andaban con muletas; los ojos sangrantes, los párpados hinchados. No hablaban ni gritaban: chillaban como ratas.
—Para el pueblo cristiano, son los otros los que están fuera del rebaño. El rebaño los odia, y ellos odian al rebaño. Querrían que todos estuviésemos muertos, que todos fuésemos leprosos como ellos.
—Sí, recuerdo una historia del rey Marco, que debía condenar a la bella Isolda, y ya estaba por darla a las llamas cuando vinieron los leprosos y le dijeron que había peor castigo que la hoguera. Y le gritaban: «¡Entréganos a Isolda, déjanos poseerla, la enfermedad aviva nuestros deseos, entrégala a tus leprosos! ¡Mira cómo se pegan los andrajos a nuestras llagas purulentas! ¡Ella, que junto a ti se envolvía en ricas telas forradas de armiño y se adornaba con exquisitas joyas, verá la corte de los leprosos, entrará en nuestros tugurios, se acostará con nosotros, y entonces sí que reconocerá su pecado y echará de menos este hermoso fuego de espino!».
—Veo que para ser un novicio de san Benito tienes lecturas bastante curiosas —comentó burlándose Guillermo, y yo me ruboricé, porque sabía que un novicio no debe leer novelas de amor, pero en el monasterio de Melk los más jóvenes nos las pasábamos, y las leíamos de noche a la luz de la vela—. No importa —siguió diciendo Guillermo—, veo que has comprendido lo que quería decirte. Los leprosos, excluidos, querrían arrastrar a todos a su ruina. Y cuanto más se los excluya más malos se volverán, y cuanto más se los represente como una corte de lémures que desean la ruina de todos, más excluidos quedarán. San Francisco lo vio claro; por eso lo primero que hizo fue irse a vivir con los leprosos. Es imposible cambiar al pueblo de Dios sin reincorporar a los marginados.
—Pero estabais hablando de otros excluidos; los movimientos heréticos no están compuestos de leprosos.
—El rebaño es como una serie de círculos concéntricos que van desde las zonas más alejadas del rebaño hasta su periferia inmediata. Los leprosos significan la exclusión en general. San Francisco lo vio claro. No quería sólo ayudar a los leprosos, pues en tal caso su acción se hubiese limitado a un acto de caridad, bastante pobre e impotente. Con su acción quería significar otra cosa. ¿Has oído hablar de cuando predicó a los pájaros?
—¡Oh, sí! Me han contado esa historia bellísima, y he sentido admiración por el santo que gozaba de la compañía de esas tiernas criaturas de Dios —dije henchido de fervor.
—Pues bien, no te han contado la verdadera historia, sino la que ahora está construyendo la orden. Cuando Francisco habló al pueblo de la ciudad y a sus magistrados y vio que no lo entendían, se dirigió al cementerio y se puso a predicar a los cuervos y a las urracas, a los gavilanes, a las aves de rapiña que se alimentaban de cadáveres.
—¡Qué horrible! ¿Entonces no eran pájaros buenos?
—Eran aves de presa, pájaros excluidos, como los leprosos. Sin duda, Francisco estaba pensando en aquel pasaje del Apocalipsis que dice: «Vi un ángel puesto de pie en el sol, que gritó con una gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan por lo alto del cielo: “¡Venid, congregaos al gran festín de Dios, para comer las carnes de los reyes, las carnes de los tribunos, las carnes de los valientes, las carnes de los caballos y de los que cabalgan en ellos, las carnes de todos los libres y de los esclavos, de los pequeños y de los grandes!”».
—¿De modo que Francisco quería soliviantar a los excluidos?
—No; eso fue lo que hicieron Dulcino y los suyos. Francisco quería que los excluidos, dispuestos a la rebelión, se reincorporasen al pueblo de Dios. Para reconstruir el rebaño había que recuperar a los excluidos. Francisco no pudo hacerlo, y te lo digo con mucha amargura. Para reincorporar a los excluidos tenía que actuar dentro de la iglesia, para actuar dentro de la iglesia tenía que obtener el reconocimiento de su regla, que entonces engendraría una orden, y una orden, como la que, de hecho, engendró, reconstruiría la figura del círculo, fuera del cual se encuentran los excluidos. Y ahora comprenderás por qué existen las bandas de los fraticelli y de los joaquinistas, a cuyo alrededor vuelven a reunirse los excluidos.
—Pero no estábamos hablando de Francisco, sino de la herejía como producto de los simples y de los excluidos.
—Así es. Hablábamos de los excluidos del rebaño de las ovejas. Durante siglos, mientras el papa y el emperador se destrozaban entre sí por cuestiones de poder, aquéllos siguieron viviendo al margen, los verdaderos leprosos, de quienes los leprosos sólo son la figura dispuesta por Dios para que pudiésemos comprender esta admirable parábola y al decir «leprosos» entendiéramos «excluidos, pobres, simples, desheredados, desarraigados del campo, humillados en las ciudades». Pero no hemos entendido, el misterio de la lepra sigue obsesionándonos porque no supimos reconocer que se trataba de un signo. Al encontrarse excluidos del rebaño, todos estaban dispuestos a escuchar, o a producir, cualquier tipo de prédica que, invocando la palabra de Cristo, de hecho denunciara la conducta de los perros y de los pastores y prometiese que algún día serían castigados. Los poderosos siempre lo supieron. La reincorporación de los excluidos entrañaba una reducción de sus privilegios. Por eso a los excluidos que tomaban conciencia de su exclusión los señalaban como herejes, cualesquiera que fuesen sus doctrinas. En cuanto a éstos, hasta tal punto los cegaba el hecho de su exclusión que realmente no tenían el menor interés por doctrina alguna. En esto consiste la ilusión de la herejía. Cualquiera es hereje, cualquiera es ortodoxo. No importa la fe que ofrece determinado movimiento, sino la esperanza que propone. Las herejías son siempre expresión del hecho concreto de que existen excluidos. Si rascas un poco la superficie de la herejía, siempre aparecerá el leproso. Y lo único que se busca al luchar contra la herejía es asegurarse de que el leproso siga siendo tal. En cuanto a los leprosos, ¿qué quieres pedirles? ¿Que sean capaces de distinguir lo correcto y lo incorrecto que pueda haber en el dogma de la Trinidad o en la definición de la Eucaristía? ¡Vamos, Adso! Éstos son juegos para nosotros, que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas. Y fíjate en que nunca consiguen resolverlos. Por eso se convierten en herejes.
—Pero ¿por qué algunos los apoyan?
—Porque les conviene para sus asuntos, que raramente se relacionan con la fe y las más de las veces se reducen a la conquista del poder.
—¿Por eso la iglesia de Roma acusa de herejes a todos sus enemigos?
—Por eso. Y por eso también considera ortodoxa toda herejía que puede someter a su control, o que debe aceptar porque se ha vuelto demasiado poderosa y sería inoportuno tenerla en contra. Pero no hay una regla estricta, depende de los hombres y de las circunstancias. Y lo mismo vale en el caso de los señores laicos. Hace cincuenta años la comuna de Padua emitió una ordenanza que imponía una multa de un denario fuerte a quien matase a un clérigo…
—¡Eso es nada!
—Justamente. Era una manera de atizar el odio del pueblo contra los clérigos; la ciudad estaba enfrentada con el obispo. Entonces comprenderás por qué hace tiempo, en Cremona, los partidarios del imperio ayudaron a los cátaros, no por razones de fe, sino para perjudicar a la iglesia de Roma. A veces las magistraturas de las ciudades apoyan a los herejes porque éstos traducen el evangelio a la lengua vulgar: la lengua vulgar es la lengua de las ciudades; el latín, la lengua de Roma y de los monasterios. O bien apoyan a los valdenses porque éstos afirman que todos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, pueden enseñar y predicar, y el obrero, que es discípulo, diez años después busca otro de quien convertirse en maestro…
—¡De ese modo eliminan la diferencia que hacía irreemplazables a los clérigos! Pero entonces, ¿por qué después las mismas magistraturas ciudadanas se vuelven contra los herejes y dan mano fuerte a la iglesia para que los envíe a la hoguera?
—Porque comprenden que si esos herejes continúan creciendo acabarán cuestionando también los privilegios de los laicos que hablan la lengua vulgar. En el concilio de Letrán, el año 1179 (ya ves que estas historias datan de hace casi dos siglos), Walter Map advertía sobre los riesgos que entrañaba dar crédito a las doctrinas de hombres idiotas e iletrados como los valdenses. Si mal no recuerdo, alegaba que no tienen domicilio fijo, que van descalzos, que no tienen propiedad personal alguna, puesto que todo lo poseen en común, y desnudos siguen a Cristo desnudo; y que empiezan de esta manera tan humilde porque son personas excluidas, pero si se les deja demasiado espacio acabarán echándolos a todos. Por eso más tarde las ciudades apoyaron a las órdenes mendicantes y en particular a nosotros, los franciscanos: porque permitían establecer una relación armoniosa entre la necesidad de penitencia y la vida ciudadana, entre la iglesia y los burgueses interesados en sus negocios.
—Entonces, ¿se logró armonizar el amor de Dios con el amor de los negocios?
—No. Se detuvieron los movimientos de renovación espiritual, se los encauzó dentro de los límites de una orden reconocida por el papa. Sin embargo, no pudo encauzarse la tendencia que subyacía a esas manifestaciones. Y en parte emergió en los movimientos de flagelantes, que no hacen daño a nadie, en bandas armadas como las de fray Dulcino, en ritos de hechicería como los de los frailes de Montefalco que mencionaba Ubertino…
—Pero ¿quién tenía razón? ¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivocó? —pregunté desorientado.
—Todos tenían sus razones, todos se equivocaron.
—Pero vos —dije casi a gritos, en un ímpetu de rebelión—, ¿por qué no tomáis partido? ¿Por qué no me decís quién tiene razón?
Guillermo se quedó un momento callado, mientras levantaba hacia la luz la lente que estaba tallando. Después la bajó hacia la mesa y me mostró, a través de dicha lente, un instrumento que había en ella:
—Mira —me dijo—. ¿Qué ves?
—Veo el instrumento, un poco más grande.
—Pues bien, eso es lo máximo que se puede hacer: mirar mejor.
—¡Pero el instrumento es siempre el mismo!
—También el manuscrito de Venancio seguirá siendo el mismo una vez que haya podido leerlo gracias a esta lente. Pero quizá cuando lo haya leído conozca ya mejor una parte de la verdad. Y quizá entonces podamos mejorar en parte la vida en el monasterio.
—¡Pero eso no basta!
—No creas que es poco lo que te digo, Adso. Ya te he hablado de Roger Bacon. Quizá no haya sido el hombre más sabio de todos los tiempos, pero siempre me ha fascinado la esperanza que animaba su amor por el saber. Bacon creía en la fuerza, en las necesidades, en las invenciones espirituales de los simples. No habría sido un buen franciscano si no hubiese pensado que a menudo Nuestro Señor habla por boca de los pobres, de los desheredados, de los idiotas, de los analfabetos. Si hubiera podido conocerlos de cerca, se habría interesado más por los fraticelli que por los provinciales de la orden. Los simples tienen algo más que los doctores, que suelen perderse en la búsqueda de leyes muy generales: tienen la intuición de lo individual. Pero esa intuición por sí sola no basta. Los simples descubren su verdad, quizá más cierta que la de los doctores de la iglesia, pero después la disipan en actos impulsivos. ¿Qué hacer? ¿Darles la ciencia? Sería demasiado fácil, o demasiado difícil. Además, ¿qué ciencia? ¿La de la biblioteca de Abbone? Los maestros franciscanos han meditado sobre este problema. El gran Buenaventura decía que la tarea de los sabios es expresar con claridad conceptual la verdad implícita en los actos de los simples…
—Como el capítulo de Perusa y las doctas disertaciones de Ubertino, que transforman en tesis teológicas la exigencia de pobreza de los simples —dije.
—Sí, pero ya has visto: eso siempre llega demasiado tarde, si es que llega, y para entonces la verdad de los simples se ha transformado en la verdad de los poderosos, más útil para el emperador Ludovico que para un fraile de la vida pobre. ¿Cómo mantenerse cerca de la experiencia de los simples conservando lo que podríamos llamar su virtud operativa, la capacidad de obrar para la transformación y el mejoramiento de su mundo? Ése fue el problema que se planteó Bacon: «Quod enim laicali ruditate turgescit non habet effectum nisi fortuito»[*], decía. La experiencia de los simples se traduce en actos salvajes e incontrolables. «Sed opera sapientiae certa lege vallantur et in finem debitum efficaciter diriguntur»[*]. Lo que equivale a decir que también para las cosas prácticas, ya se trate de mecánica, de agricultura o del gobierno de una ciudad, se requiere un tipo de teología. Consideraba que la nueva ciencia de la naturaleza debía ser la nueva gran empresa de los sabios, quienes, a través de un nuevo tipo de conocimiento de los procesos naturales, tratarían de coordinar aquellas necesidades básicas, aquel acervo desordenado, pero a su manera justo y verdadero, de las esperanzas de los simples. La nueva ciencia, la nueva magia natural. Sólo que, según él, esa empresa debía ser dirigida por la iglesia. Pero creo que esto se explica porque en su época la comunidad de los clérigos coincidía con la comunidad de los sabios. Hoy ya no es así; surgen sabios fuera de los monasterios, fuera de las catedrales e incluso fuera de las universidades. Mira, por ejemplo, en este país: el mayor filósofo de nuestro siglo no ha sido un monje, sino un boticario. Hablo de aquel florentino cuyo poema habrás oído nombrar, si bien yo no lo he leído, porque no comprendo la lengua vulgar en que está escrito, y por lo que sé de él creo que no me gustaría demasiado, pues es una disquisición sobre cosas muy alejadas de nuestra experiencia. Sin embargo, creo que también contiene las ideas más claras que hemos podido alcanzar acerca de la naturaleza de los elementos y del cosmos en general, así como acerca del gobierno de los estados. Por tanto considero que, así como también yo y mis amigos pensamos que en lo relativo a las cosas humanas ya no corresponde a la iglesia legislar, sino a la asamblea del pueblo, del mismo modo, en el futuro, será la comunidad de los sabios la que deberá proponer esa teología novísima y humana que es filosofía natural y magia positiva.
—Noble empresa. Pero, ¿es factible?
—Bacon creía que sí.
—¿Y vos?
—También yo lo creía. Pero para eso habría que estar seguro de que los simples tienen razón porque cuentan con la intuición de lo individual, que es la única buena. Sin embargo, si la intuición de lo individual es la única buena, ¿cómo podrá la ciencia reconstruir las leyes universales por cuyo intermedio, e interpretación, la magia buena se vuelve operativa?
—Eso, ¿cómo podrá?
—Ya no lo sé. Lo he discutido mucho en Oxford con mi amigo Guillermo de Occam, que ahora está en Aviñón. Sembró mi ánimo de dudas. Porque, si sólo es correcta la intuición de lo individual, entonces será bastante difícil demostrar que el mismo tipo de causas tienen el mismo tipo de efectos. Un mismo cuerpo puede ser frío o caliente, dulce o amargo, húmedo o seco, en un sitio, y no serlo en otro. ¿Cómo puedo descubrir el vínculo universal que asegura el orden de las cosas, si no puedo mover un dedo sin crear una infinidad de nuevos entes, porque con ese movimiento se modifican las relaciones de posición entre mi dedo y el resto de los objetos? Las relaciones son los modos por los que mi mente percibe los vínculos entre los entes singulares, pero ¿qué garantiza la universalidad y la estabilidad de esos modos?
—Sin embargo, sabéis que a determinado espesor de un vidrio corresponde determinada posibilidad de visión, y porque lo sabéis estáis ahora en condiciones de construir unas lentes iguales a las que habéis perdido. Si no, no podríais.
—Aguda respuesta, Adso. En efecto, he formulado la proposición de que a igualdad de espesor debe corresponder igualdad de poder visual. Y lo he hecho porque en otras ocasiones he tenido intuiciones individuales del mismo tipo. Sin duda, el que experimenta con las propiedades curativas de las hierbas sabe que todos los individuos herbáceos de igual naturaleza tienen efectos de igual naturaleza en los pacientes que presentan iguales disposiciones. Por eso el experimentador formula la proposición de que toda hierba de determinado tipo es buena para el que sufre de calentura, o de que toda lente de determinado tipo aumenta en igual medida la visión del ojo. Es indudable que la ciencia a la que se refería Bacon versa sobre estas proposiciones. Fíjate que no hablo de cosas, sino de proposiciones sobre las cosas. La ciencia se ocupa de las proposiciones y de sus términos, y los términos indican cosas singulares. ¿Comprendes, Adso? Tengo que creer que mi proposición funciona porque así me lo ha mostrado la experiencia, pero para creerlo tendría que suponer la existencia de unas leyes universales de las que, sin embargo, no puedo hablar, porque ya la idea de la existencia de leyes universales, y de un orden dado de las cosas, entrañaría el sometimiento de Dios a las mismas, pero Dios es algo tan absolutamente libre que, si lo quisiese, con un solo acto de su voluntad podría hacer que el mundo fuese distinto.
—O sea que, si no entiendo mal, hacéis, y sabéis por qué hacéis, pero no sabéis por qué sabéis que sabéis lo que hacéis.
Debo decir con orgullo que Guillermo me lanzó una mirada de admiración:
—Puede que así sea —dijo—. De todos modos ya ves por qué me siento tan poco seguro de mi verdad, aunque crea en ella.
—¡Sois más místico que Ubertino! —dije con cierta malicia.
—Quizá. Pero, como ves, trabajo con las cosas de la naturaleza. Tampoco en la investigación que estamos haciendo me interesa saber quién es bueno y quién es malo. Sólo quiero averiguar quién estuvo ayer por la noche en el scriptorium, quién cogió mis anteojos, quién dejó en la nieve huellas de un cuerpo que arrastra a otro cuerpo, y dónde está Berengario. Una vez conozca esos hechos, intentaré relacionarlos entre sí, suponiendo que sea posible, porque es difícil decir a qué causa corresponde cada efecto. Bastaría la intervención de un ángel para que todo cambiase, por eso no hay que asombrarse si resulta imposible demostrar que determinada cosa es la causa de determinada otra. Aunque siempre haya que intentarlo, como estoy haciendo en este caso.
—¡Qué vida difícil, la vuestra!
—Con todo, encontré a Brunello —exclamó Guillermo, refiriéndose al caballo de hacía dos días.
—¡O sea que hay un orden en el mundo! —comenté jubiloso.
—O sea que hay un poco de orden en mi pobre cabeza —respondió Guillermo.
En aquel momento regresó Nicola esgrimiendo con aire triunfal una horquilla casi acabada.
—Y cuando esta horquilla esté sobre mi pobre nariz —dijo Guillermo—, quizá mi pobre cabeza esté algo más ordenada.
Llegó un novicio diciendo que el Abad quería ver a Guillermo y que lo esperaba en el jardín. Mi maestro se vio obligado a postergar sus experimentos para más tarde. Salimos a toda prisa hacia el lugar del encuentro. Por el camino Guillermo se dio una palmada en la frente, como si de pronto hubiese recordado algo.
—Por cierto —dijo—, he descifrado los signos cabalísticos de Venancio.
—¿Todos? ¿Cuándo?
—Mientras dormías. Y depende de lo que entiendas por todos. He descifrado los signos que aparecieron cuando acerqué la llama al pergamino, los que tú copiaste. Los apuntes en griego deberán esperar a que yo tenga unas nuevas lentes.
—¿Entonces? ¿Se trataba del secreto del finis Africae?
—Sí, y la clave era bastante fácil. Venancio disponía de los doce signos zodiacales y de ocho signos más, que designaban los cinco planetas, los dos luminares y la Tierra. En total veinte signos. Suficientes para asociarlos con las letras del alfabeto latino, puesto que puede usarse la misma letra para expresar el sonido de las iniciales de unum[*] y velut[*]. Sabemos cuál es el orden de las letras. ¿Cuál podía ser el orden de los signos? He pensado en el orden de los cielos. Si se coloca el cuadrante zodiacal en la periferia exterior, el orden es Tierra, Luna, Mercurio, Venus, Sol, etcétera, y luego la sucesión de los signos zodiacales según la secuencia tradicional, como la menciona, entre otros, Isidoro de Sevilla, empezando por Aries y el solsticio de primavera, y terminando por Piscis. Pues bien, al aplicar esta clave se descubre que el mensaje de Venancio tiene un sentido.
Me mostró el pergamino, donde había transcrito el mensaje en grandes caracteres latinos: Secretum finis Africae manus supra idolum age primum et septimum de quatuor[*].
—¿Está claro? —preguntó.
—La mano sobre el ídolo opera sobre el primero y el séptimo de los cuatro… —repetí moviendo la cabeza—. ¡No está nada claro!
—Ya lo sé. Ante todo habría que saber qué entendía Venancio por idolum. ¿Una imagen, un fantasma, una figura? Y luego, ¿qué serán esos cuatro que tienen un primero y un séptimo? ¿Y qué hay que hacer con ellos? ¿Moverlos, empujarlos, tirar de ellos?
—Entonces no sabemos nada y estamos igual que antes —dije, muy contrariado.
Guillermo se detuvo y me miró con expresión no del todo benévola.
—Querido muchacho —dijo—, éste que aquí ves es un pobre franciscano, que con sus modestos conocimientos y el poco de habilidad que debe a la infinita potencia del Señor ha logrado descifrar en pocas horas una escritura secreta cuyo autor estaba convencido de ser el único capaz de descifrar… ¿Y tú, miserable bribón, eres tan ignorante como para atreverte a decir que estamos igual que al principio?
Traté de disculparme como pude. Había herido la vanidad de mi maestro. Sin embargo, él sabía lo orgulloso que yo estaba de la rapidez y consistencia de sus deducciones. Era cierto que su trabajo había sido admirable; él no tenía la culpa de que el astutísimo Venancio no sólo hubiese ocultado su descubrimiento tras el velo de un oscuro alfabeto zodiacal, sino que también hubiera formulado un enigma indescifrable.
—No importa, no importa, no me pidas disculpas —dijo Guillermo interrumpiéndome—. En el fondo tienes razón: aún sabemos muy poco. Vamos.