NONA
Donde el Abad se muestra orgulloso de las riquezas de su abadía y temeroso de los herejes, y al final Adso se pregunta si no habrá hecho mal en salir a recorrer el mundo.
Encontramos al Abad en la iglesia, frente al altar mayor. Estaba vigilando el trabajo de unos novicios que habían sacado de algún sitio recóndito una serie de vasos sagrados, cálices, patenas, custodias, y un crucifijo que no había visto durante el oficio de la mañana. Ante la refulgente belleza de aquellos sagrados utensilios, no pude contener una exclamación de asombro. Era pleno mediodía y la luz penetraba a raudales por las ventanas del coro, y con más abundancia aún por las de las fachadas, formando blancos torrentes que, como místicos arroyos de sustancia divina, iban a cruzarse en diferentes puntos de la iglesia, inundando incluso el altar.
Los vasos, los cálices, todo revelaba la materia preciosa con que estaba hecho: entre el amarillo del oro, la blancura de los marfiles y la transparencia del cristal, vi brillar gemas de todos los colores y tamaños, reconocí el jacinto, el topacio, el rubí, el zafiro, la esmeralda, el crisólito, el ónix, el carbunclo, el jaspe y el ágata. Y al mismo tiempo advertí algo que por la mañana, arrobado primero en la oración, y confundido luego por el terror, no había notado: el frontal del altar y otros tres paneles que formaban su corona eran todos de oro, y de oro parecía el altar por dondequiera que se lo mirase.
El Abad sonrió al ver mi asombro:
—Estas riquezas que veis —dijo volviéndose hacia nosotros— y otras que aún veréis, son la herencia de siglos de piedad y devoción, y el testimonio del poder y la santidad de esta abadía. Príncipes y poderosos de la tierra, arzobispos y obispos, han sacrificado a este altar, y a los objetos que le están destinados, los anillos de sus investiduras, los oros y las piedras que señalaban su grandeza, y han querido entregarlos para que fuesen fundidos aquí para la mayor gloria del Señor y de este sitio que es suyo. Aunque hoy la abadía haya sido profanada por otro acontecimiento luctuoso, no podemos olvidar el poder y la fuerza del Altísimo, que se alza frente a la evidencia de nuestra fragilidad. Se avecinan las festividades de la santa Natividad, y estamos empezando a limpiar los utensilios sagrados, para que el nacimiento del Salvador pueda festejarse con todo el fasto y la magnificencia que merece y requiere. Todo deberá manifestarse en su máximo esplendor… —añadió, mirando fijamente a Guillermo, y luego comprendí por qué insistía con tanto orgullo en justificar su manera de proceder—, porque pensamos que es útil y conveniente no esconder, sino, por el contrario, exhibir las ofrendas hechas al Señor.
—Así es —dijo cortésmente Guillermo—. Si vuestra excelencia estima que así ha de glorificarse al Señor, qué duda cabe de que vuestra abadía ha alcanzado la máxima excelencia en esta ofrenda de alabanzas.
—Así debe ser. Si por voluntad de Dios o por imposición de los profetas, se utilizaban ánforas y jarras de oro y pequeños morteros áureos para recoger la sangre de cabras, terneros o terneras en el templo de Salomón, ¡con mayor razón, llenos de reverencia y devoción, hemos de utilizar, para recibir la sangre de Cristo, vasos de oro y piedras preciosas, escogiendo para ello lo más valioso de entre las cosas creadas! Si se produjese una segunda creación y nuestra sustancia llegara a igualarse con la de los querubines y serafines, seguiría siendo indigno el servicio que podría rendir a una víctima tan inefable…
—Así sea —dije.
—Muchos objetan que una mente santamente inspirada, un corazón puro, una intención llena de fe deberían bastar para esta sagrada función. Somos los primeros en afirmar en forma explícita y decidida que eso es lo esencial, pero estamos persuadidos de que también debe rendirse homenaje a través del ornamento exterior de los utensilios sagrados, porque es sumamente justo y conveniente que sirvamos a nuestro Salvador en todo y sin restricciones, puesto que Él ha querido asistirnos en todo sin restricciones ni excepciones.
—Ésta ha sido siempre la opinión de los grandes de vuestra orden —admitió Guillermo—. Recuerdo haber leído páginas muy bellas sobre los ornamentos de las iglesias en las obras del grandísimo y venerable abate Suger.
—Así es —dijo el Abad—. ¿Veis este crucifijo? Aún no está completo… —lo cogió con infinito amor y lo contempló con el rostro iluminado por la beatitud —. Todavía faltan unas perlas aquí; no he encontrado aún las que se ajusten a sus dimensiones. San Andrés dijo que en la cruz del Gólgota los miembros de Cristo eran como otros tantos adornos de perlas. Y de perlas han de ser los adornos de este humilde simulacro de aquel gran prodigio. Aunque también me ha parecido conveniente hacer engastar aquí, justo sobre la cabeza del Salvador, el más bello diamante que jamás hayáis visto —con sus manos devotas, con los largos dedos blancos, acarició las partes más preciosas del santo madero, mejor dicho, del santo marfil, porque de esa espléndida materia estaban hechos los brazos de la cruz—. Cuando me deleito contemplando todas las bellezas de esta casa de Dios, y el encanto de las piedras multicolores borra las preocupaciones externas, y una digna meditación me lleva a considerar, transfiriendo lo material a lo inmaterial, la diversidad de las virtudes sagradas, tengo la impresión de hallarme, por decirlo así, en una extraña región del universo, aún no del todo libre en la pureza del cielo, pero ya en parte liberada del fango de la tierra. Y me parece que, por gracia de Dios, puedo alejarme de este mundo inferior para alcanzar el superior, por vía anagógica…
Mientras así hablaba había vuelto el rostro hacia la nave. Una ola de luz que penetraba desde lo alto lo estaba iluminando —especial benevolencia del astro diurno— en el rostro y en las manos, que, arrobado de fervor, tenía abiertas y extendidas en forma de cruz.
—Toda criatura —dijo—, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las luces. Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz, porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias reglas de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros y especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se ajustan a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios, de acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas cosas cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para remontarme a la sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo partir de la sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen hablarme de la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan admirables como el oro y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia creadora de Dios! Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada.
—En verdad ésta es la más dulce de las teologías —dijo Guillermo con perfecta humildad.
Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse precedida por la pronuntiatio[*], que es su señal y justificación.
Pero Guillermo nunca lo hacía, de modo que el Abad, más propenso a utilizar las figuras del discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, llevado aún por su rapto místico:
—Es la vía más inmediata para entrar en contacto con el Altísimo, teofanía material.
Guillermo tosió educadamente: «Eh… oh…», dijo. Eso hacía cada vez que quería cambiar de tema. Logró hacerlo con mucha gentileza, porque tenía la costumbre —típica, creo, de los hombres de su tierra— de emitir una serie de gemidos preliminares cada vez que se proponía hablar, como si emprender la exposición de un pensamiento acabado constituyera un gran esfuerzo para su mente. Sin embargo, yo me había dado cuenta de que cuanto más duraban esos gemidos preliminares más seguro estaba de la bondad de la proposición que después expresaría.
—Eh… oh… —dijo, pues, Guillermo—. Hemos de hablar del encuentro y del debate sobre la pobreza…
—La pobreza —dijo, aún absorto, el Abad, como si le costase descender de la hermosa región del universo adonde lo habían transportado sus gemas—. Es cierto, el encuentro…
Y empezaron a discutir minuciosamente sobre cosas que en parte yo conocía y que en parte logré entender al escuchar su conversación. Se trataba, como ya he dicho al comienzo de este fiel relato, de la doble querella que oponía de una parte al emperador y al papa, y de la otra al papa y a los franciscanos, que en el capítulo de Perusa, si bien con muchos años de atraso, habían adoptado las tesis de los espirituales acerca de la pobreza de Cristo; y del enredo que se había originado al unirse los franciscanos al imperio, triángulo de oposiciones y de alianzas que ahora se habían convertido en cuadrado por la intervención —todavía incomprensible para mí— de los abades de la orden de san Benito.
Nunca he acabado de comprender por qué los abades benedictinos habían dado protección y asilo a los franciscanos espirituales, incluso antes de que su propia orden adoptase, hasta cierto punto, sus opiniones. Porque si los espirituales predicaban la renuncia a todos los bienes de este mundo, los abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no menos virtuosa pero del todo opuesta, como claramente había podido comprobar aquel mismo día. Pero creo que los abades consideraban que un poder excesivo del papa equivalía a un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi orden había conservado intacto su poder a través de los siglos precisamente contra el clero secular y los mercaderes de las ciudades, presentándose como mediadora directa entre el cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.
Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum[*], vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya no eran los buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa.
Deduje que aquéllas debían de ser las razones por las que Abbone estaba dispuesto a colaborar con Guillermo, enviado del emperador para mediar entre la orden franciscana y la sede pontificia. En efecto: a pesar de la violencia de la querella, que tanto hacía peligrar la unidad de la iglesia, Michele da Cesena, a quien el papa Juan había llamado en reiteradas ocasiones a Aviñón, se había decidido finalmente a aceptar la invitación, porque no deseaba una ruptura definitiva entre su orden y el pontífice. Como general de los franciscanos quería que triunfaran las posiciones de su orden, pero al mismo tiempo le interesaba obtener el consenso papal, entre otras razones porque intuía que sin ese consenso no podría durar demasiado a la cabeza de la orden.
Pero muchos le habían hecho ver que el papa lo esperaría en Francia para tenderle una celada, acusarlo de herejía y procesarlo. Por eso aconsejaban que antes del viaje se hicieran algunos tratos. Marsilio había tenido una idea mejor: enviar junto a Michele un legado imperial que expusiese al papa el punto de vista de los partidarios del emperador. No tanto para convencer al viejo Cahors como para reforzar la posición de Michele, quien, al formar parte de una legación imperial, ya no podía ser una presa tan fácil para la venganza pontificia.
Sin embargo, también esa idea presentaba numerosos inconvenientes, y no podía realizarse en forma inmediata. De allí había surgido la idea de un encuentro preliminar entre los miembros de la legación imperial y algunos enviados del papa, a fin de probar las respectivas posiciones y redactar los acuerdos para un encuentro en que la seguridad de los visitantes italianos estuviese garantizada. La organización de ese primer encuentro había sido confiada precisamente a Guillermo de Baskerville. Quien luego debería exponer en Aviñón el punto de vista de los teólogos imperiales, si hubiese estimado que el viaje era posible sin peligro. Empresa nada fácil, porque se suponía que el papa, que deseaba que Michele fuese solo para poder reducirlo más fácilmente a la obediencia, enviaría a Italia una legación con el propósito de hacer todo lo posible para que el viaje de los emisarios imperiales a su corte no llegara a realizarse. Hasta ese momento Guillermo se había movido con gran habilidad. Después de largas consultas con varios abades benedictinos (por eso nuestro viaje había tenido tantas etapas) había elegido la abadía en la que nos encontrábamos, precisamente porque se sabía que el Abad era devotísimo del imperio, y, sin embargo, dada su gran habilidad diplomática, tampoco era mal visto en la corte pontificia. Territorio neutral, pues, la abadía, donde los dos grupos habrían podido encontrarse.
Pero las resistencias del pontífice no habían acabado allí. Sabía que, una vez en el terreno de la abadía, su legación quedaría sometida a la jurisdicción del Abad, y como en ella también habría algunos miembros del clero secular, se negaba a aceptar esa cláusula porque temía una celada por parte del imperio. De modo que había puesto como condición que la indemnidad de sus enviados estuviese garantizada por la presencia de una compañía de arqueros del rey de Francia al mando de una persona de su confianza. Algo había escuchado yo sobre esto cuando en Bobbio, Guillermo se reunió con un embajador del papa: habían tratado de definir la fórmula que determinara la misión de dicha compañía, o sea qué quería decir garantizar la indemnidad de los legados pontificios. Al final se había aceptado una fórmula propuesta por los aviñoneses, que había parecido razonable: los hombres armados y el que los mandara tendrían jurisdicción «sobre todos aquellos que de alguna manera tratasen de atentar contra la vida de los miembros de la legación pontificia y de influir sobre su comportamiento y sobre su juicio mediante actos violentos». En aquel momento, el acuerdo había respondido a puras preocupaciones formales. Pero ahora, después de los hechos que acababan de producirse en la abadía, el Abad estaba inquieto, y comunicó sus dudas a Guillermo. Si la legación llegaba a la abadía antes de que se descubriera al autor de los dos crímenes (al día siguiente las preocupaciones del Abad habrían de crecer, porque los crímenes serían ya tres), habría que reconocer que en aquel recinto circulaba alguien capaz de influir mediante actos violentos sobre el juicio y el comportamiento de los legados pontificios.
De nada valía tratar de ocultar los crímenes que se habían cometido, porque, si llegara a suceder alguna otra cosa, los legados pontificios pensarían que existía una conjura contra ellos. Por tanto, sólo quedaban dos soluciones. O bien Guillermo descubría al asesino antes de que llegase la legación (y aquí el Abad lo miró fijamente, como reprochándole sin palabras que aún no hubiera aclarado el asunto), o bien se imponía informar directamente de lo que estaba sucediendo al representante del papa, y pedirle que, mientras durasen las sesiones, se ocupara de que la abadía estuviese bajo estricta vigilancia. Pero el Abad hubiera preferido no hacerlo, porque eso significaba renunciar a una parte de su soberanía, y dejar, incluso, que los franceses controlasen a sus monjes. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tanto Guillermo como el Abad lamentaban el cariz que estaban tomando las cosas, pero no tenían demasiadas alternativas. Quedaron pues en verse al otro día para tomar una decisión definitiva. Entre tanto sólo podían confiar en la misericordia divina y en la sagacidad de Guillermo.
—Haré lo posible, vuestra excelencia —dijo Guillermo—. Sin embargo, no veo cómo este asunto podría comprometer el éxito de la reunión. Incluso el representante pontificio tendrá que comprender que hay una diferencia entre la obra de un loco, de un ser sanguinario o quizá sólo de un alma extraviada, y los graves problemas que vendrán a discutir esos hombres de probada rectitud.
—¿Os parece? —preguntó el Abad, mirándolo fijamente—. No olvidéis que los de Aviñón están acostumbrados a encontrarse con los franciscanos, o sea con personas peligrosamente próximas a los fraticelli, herejes peligrosos que se han manchado con crímenes —y aquí el Abad bajó el tono de su voz—, en comparación con los cuales los hechos aquí acaecidos, sin duda horribles, empalidecen como el sol cuando hay niebla.
—¡No es lo mismo! —exclamó Guillermo excitado—. No podéis medir con el mismo rasero a los franciscanos del capítulo de Perusa y a cualquier banda de herejes que ha entendido mal el mensaje del evangelio convirtiendo la lucha contra las riquezas en una serie de venganzas privadas o de locuras sanguinarias.
—No hace muchos años que, a pocas millas de aquí, una de esas bandas, como las llamáis, arrasó a hierro y fuego las tierras del obispo de Vercelli y las montañas del novarés —dijo secamente el Abad.
—Estáis hablando de fray Dulcino y de los apóstoles…
—De los seudoapóstoles —corrigió el Abad.
Y otra vez oía mencionar yo a fray Dulcino y a los seudoapóstoles, y otra vez con tono circunspecto, y casi con un matiz de terror.
—De los seudoapóstoles —admitió de buen grado Guillermo—. Pero no tenían nada que ver con los franciscanos.
—Con quienes compartían la veneración por Joaquín de Calabria —dijo sin darle respiro el Abad—. Preguntádselo a vuestro hermano Ubertino.
—Me permito señalar a vuestra excelencia que ahora es hermano vuestro —dijo Guillermo sonriendo y haciendo una especie de reverencia, como para felicitar al Abad por la adquisición que había hecho su orden al acoger a un hombre tan afamado.
—Lo sé, lo sé —respondió también sonriendo el Abad—. Y vos sabéis con cuánta solicitud fraternal nuestra orden acogió a los espirituales cuando cayó sobre ellos la ira del papa. No hablo sólo de Ubertino, sino también de muchos otros hermanos más humildes, de los que poco se sabe, y de los que quizá debería saberse más. Porque a veces ha sucedido que tránsfugas vestidos con el sayo de los franciscanos buscaron asilo entre nosotros, pero luego he sabido que sus vidas azarosas los habían llevado, durante cierto tiempo, bastante cerca de los dulcinianos.
—¿También aquí?
—También aquí. Os estoy revelando algo que en verdad conozco muy poco, y en todo caso no lo suficiente como para formular acusaciones. Pero, como estáis investigando sobre la vida de esta abadía, conviene que también vos conozcáis ciertas cosas. Así pues, os diré que sospecho (atención, sospecho sobre la base de lo que he oído o adivinado) que hubo una etapa muy oscura en la vida de nuestro cillerero, que precisamente llegó aquí hace años, siguiendo el éxodo de los franciscanos.
—¿El cillerero? ¿Remigio da Varagine un dulciniano? Me parece el ser más apacible, y en todo caso menos preocupado por nuestra señora la pobreza, que jamás haya yo visto…
—Y, en efecto, no puedo reprocharle nada, y le estoy agradecido por sus buenos servicios, que le han valido el reconocimiento de toda la comunidad. Pero digo esto para que comprendáis lo fácil que es encontrar relaciones entre un fraile y un fraticello.
—De nuevo vuestra excelencia es injusta, si puedo permitirme esta palabra —lo interrumpió Guillermo—. Estábamos hablando de los dulcinianos, no de los fraticelli. De los que podrá decirse cualquier cosa (sin saber tampoco de quiénes se habla, porque los hay de muchas clases), salvo que sean sanguinarios. Lo más que podrá reprochárseles es haber puesto en práctica sin demasiada sensatez lo que los espirituales han predicado con mayor mesura y animados por el auténtico amor a Dios, y en este sentido admito que el límite entre unos y otros es bastante tenue.
—¡Pero los fraticelli son herejes! —lo interrumpió secamente el Abad—. No se limitan a afirmar la tesis de la pobreza de Cristo y los apóstoles, doctrina que, si bien no tiendo a compartir, me parece un arma útil para contrarrestar la soberbia de los de Aviñón. Los fraticelli extraen de esa doctrina una consecuencia práctica, se valen de ella para legitimar la rebelión, el saqueo, la perversión de las costumbres.
—Pero, ¿qué fraticelli?
—Todos en general. Sabéis que se han manchado con crímenes innombrables, que no reconocen el matrimonio, que niegan el infierno, que cometen sodomía, que abrazan la herejía bogomila del ordo Bulgarie[*] y del ordo Drygonthie[*]…
—¡Por favor, no confundáis cosas distintas! ¡Habláis de los fraticelli, de los patarinos, de los valdenses, de los cátaros, y entre éstos de los bogomilos de Bulgaria y herejes de Dragovitsa, como si todos fuesen iguales!
—Lo son —dijo secamente el Abad—, lo son porque son herejes y lo son porque ponen en peligro el orden mismo del mundo civil, incluido el orden del imperio que al parecer vos defendéis. Hace más de cien años, los secuaces de Arnaldo da Brescia incendiaron las casas de los nobles y de los cardenales, y eso fueron los frutos de la herejía lombarda de los patarinos. Conozco historias terribles sobre aquellos herejes, y las he leído en Cesario de Eisterbach. En Verona, el canónigo de San Gedeón, Everardo, advirtió en cierta ocasión que el dueño de la casa donde se hospedaba salía todas las noches junto con su mujer y su hija. Interrogó a uno de los tres para saber adonde iban y qué hacían. Ven y verás, fue la respuesta, y los siguió hasta una casa subterránea muy grande, donde estaban reunidas muchas personas de uno y otro sexos. En medio del silencio general, un heresiarca pronunció un discurso plagado de blasfemias, con la intención de corromper sus vidas y sus costumbres. Después, apagadas las velas, cada cual se echó sobre su vecina, sin hacer distinciones entre la esposa legítima y la mujer soltera, entre la viuda y la virgen, entre la patrona y la sierva, como tampoco (¡aún peor!, ¡que el Señor me perdone por hablar de cosas tan horribles!) entre la hija y la hermana. Al ver todo eso, Everardo, joven frívolo y lujurioso, fingiéndose discípulo, se acercó no sé si a la hija del dueño de su casa o a otra muchacha, y cuando se apagaron las velas pecó con ella. Desgraciadamente, siguió participando en esas reuniones durante más de un año, hasta que un día el maestro dijo que aquel joven frecuentaba con tanto provecho sus sesiones que no tardaría en poder iniciar a los neófitos. Fue entonces cuando Everardo comprendió en qué abismo había caído, y consiguió librarse de su seducción diciendo que no había frecuentado aquella casa porque lo atrajese la herejía, sino porque lo atraían las muchachas. Fue expulsado. Pero así, como veis, es la ley y la vida de los herejes, patarinos, cátaros, joaquinistas, espirituales de toda calaña. Y no hay que asombrarse de que así sea: no creen en la resurrección de la carne ni en el infierno como castigo de los malvados, y consideran que pueden hacer cualquier cosa impunemente. En efecto, se llaman a sí mismos catharoi, o sea puros.
—Abbone, vivís aislado en esta espléndida y santa abadía, alejada de las iniquidades del mundo. La vida de las ciudades es mucho más compleja de lo que creéis y, como sabéis, también en el error y en el mal hay grados. Lot fue mucho menos pecador que sus conciudadanos, que concibieron pensamientos inmundos incluso sobre los ángeles enviados por Dios, y la traición de Pedro fue nada comparada con la traición de Judas; en efecto, uno fue perdonado y el otro no. No podéis considerar que los patarinos y los cátaros sean lo mismo. Los patarinos son un movimiento de reforma de las costumbres dentro de las leyes de la santa madre iglesia. Lo que siempre quisieron fue mejorar el modo de vida de los eclesiásticos.
—Afirmando que no debían tomarse los sacramentos impartidos por sacerdotes impuros…
—En lo que erraron, pero éste fue su único error de doctrina. Porque nunca se propusieron alterar la ley de Dios.
—Pero la prédica patarina de Arnaldo da Brescia, en Roma, hace más de doscientos años, lanzó a la turba de los campesinos a incendiar las casas de los nobles y de los cardenales.
—Arnaldo intentó atraer hacia su movimiento de reforma a los magistrados de la ciudad. Éstos no lo siguieron. Quienes sí lo escucharon fueron los pobres y los desheredados. Él no fue responsable de la energía y la furia con que estos últimos respondieron a sus llamamientos en pro de una ciudad menos corrupta.
—La ciudad siempre es corrupta.
—La ciudad es el sitio donde hoy vive el pueblo de Dios, del que vos, del que nosotros somos los pastores. Es el sitio del escándalo, donde el prelado rico predica la virtud al pueblo pobre y hambriento. Los desórdenes de los patarinos nacen de esa situación. Son dolorosos, pero no son incomprensibles. Los cátaros son otra cosa. Es una herejía oriental, ajena a la doctrina de la iglesia. No sé si realmente cometen o han cometido los crímenes que se les imputan. Sé que rechazan el matrimonio, que niegan el infierno. Me pregunto si muchas de las falsas imputaciones que se les han hecho no se basan sólo en el carácter (sin duda, abominable) de sus ideas.
—¿Me estáis diciendo que los cátaros no se mezclaron con los patarinos, y que ambos no son sino dos de las innumerables caras de la misma manifestación demoníaca?
—Digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina. Digo que a menudo ha sucedido que las masas de simples confundieran la predicación cátara con la de los patarinos, y ésta en general con la de los espirituales. La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el sentido agudo de las distinciones, propios de los hombres sabios como nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligente. A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de este mundo, donde vive el rebaño que debemos cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no distinguen entre la iglesia búlgara y los secuaces del cura Liprando, a menudo ha sucedido que las autoridades imperiales y sus partidarios tampoco han distinguido entre los espirituales y los herejes. No pocas veces grupos de gibelinos han apoyado movimientos populares de inspiración cátara, porque les convenía en su lucha política. Considero que obraron mal. Pero luego he sabido que a menudo esos mismos grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos y peligrosos, y demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los otros, y los empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro, Abbone, he visto con mis propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la pobreza y la castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos entregaron al brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las ciudades libres, acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas abominables en las que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven.
—O sea que —dijo el Abad con evidente malicia—, entre Dulcino y sus locos, y entre Gherardo Segalelli y aquellos infames asesinos, hubo cátaros malvados o fraticelli virtuosos, bogomilos sodomitas o patarinos reformadores. ¿Me diréis, entonces, Guillermo, vos que todo lo sabéis sobre los herejes, hasta el punto de parecer uno de ellos, quién tiene la verdad?
—A veces ninguna de las partes —dijo con tristeza Guillermo.
—¿Veis como tampoco vos sabéis distinguir entre los diferentes tipos de herejes? Yo al menos tengo una regla. Sé que son herejes los que ponen en peligro el orden que gobierna al pueblo de Dios. Y defiendo al imperio porque me asegura la vigencia de ese orden. Combato al papa porque está entregando el poder espiritual a los obispos de las ciudades, que se alían con los mercaderes y las corporaciones, y serán incapaces de mantener ese orden. Nosotros lo hemos mantenido durante siglos. Y en cuanto a los herejes, también tengo una regla, que se resume en la respuesta de Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había que hacer con los ciudadanos de Béziers, ciudad sospechosa de herejía: «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».
Guillermo bajó la mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo:
—La ciudad de Béziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.
—Una guerra santa sigue siendo una guerra.
—Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizá por eso no deberían existir guerras santas. Pero, ¿qué estoy diciendo?, he venido para defender los derechos de Ludovico, quien, sin embargo, está arrasando Italia. También yo me encuentro atrapado en un extraño juego de alianzas. Extraña la alianza de los espirituales con el imperio; extraña la del imperio con Marsilio, que reclama la soberanía para el pueblo; extraña también la de nosotros dos, tan distintos por nuestros objetivos y nuestras tradiciones. Pero tenemos dos tareas en común. El éxito del encuentro, y el descubrimiento de un asesino. Tratemos de realizarlas en paz.
El Abad abrió los brazos.
—Dadme el beso de la paz, fray Guillermo. Con un hombre de vuestro saber podríamos discutir largamente de sutiles cuestiones teológicas y morales. Pero no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París. Es cierto, hay una tarea importante que nos espera, y debemos proceder de común acuerdo. Pero he hablado de estas cosas porque creo que existe una relación, ¿comprendéis?, una posible relación, o bien la posibilidad de que otros puedan establecer una relación, entre los crímenes que se han producido y las tesis de vuestros hermanos. Por eso os he avisado, para que evitemos cualquier sospecha o insinuación por parte de los aviñoneses.
—¿No debería suponer también que vuestra sublimidad me ha sugerido además una pista para mi investigación? ¿Pensáis que en el fondo de los acontecimientos recientes puede haber alguna historia oscura, relacionada con el pasado herético de algún monje?
El Abad calló unos instantes, mirando a Guillermo, y sin que su rostro mostrara expresión alguna. Después dijo:
—En este triste asunto el inquisidor sois vos. A vos incumbe abrigar sospechas y arriesgaros incluso a que no sean justas. Yo sólo soy aquí el padre común. Y, añado, si hubiese sabido que el pasado de alguno de mis monjes permitía abrigar sospechas fundadas, ya habría procedido a arrancar esa mala hierba. Os he dicho todo lo que sé. Es justo que lo que no sé surja a la luz gracias a vuestra sagacidad. En todo caso, no dejéis de informarme, y a mí en primer lugar.
Saludó y salió de la iglesia.
—La historia se complica, querido Adso —dijo Guillermo con gesto sombrío—. Corremos detrás de un manuscrito, nos interesamos en las diatribas de algunos monjes demasiado curiosos y en el comportamiento de otros monjes demasiado lujuriosos, y de pronto se perfila, cada vez con mayor nitidez, otra pista, totalmente distinta. El cillerero, pues… Y con él vino ese extraño animal, Salvatore… Pero ahora debemos ir a descansar, porque hemos decidido no dormir durante la noche.
—Entonces, ¿todavía pensáis entrar en la biblioteca esta noche? ¿Creéis que esta historia del cillerero es una mera sospecha del Abad?
Guillermo caminó hacia el albergue de los peregrinos. Al llegar al umbral se detuvo y retomó lo que estaba diciendo:
—En el fondo, el Abad me pidió que investigara sobre la muerte de Adelmo cuando pensaba que algo turbio sucedía entre sus monjes jóvenes. Pero ahora la muerte de Venancio despierta otras sospechas. Quizá el Abad ha intuido que la clave del misterio se encuentra en la biblioteca, y no quiere que investigue sobre eso. Y entonces me ofrece la pista del cillerero precisamente para apartar mi atención del Edificio.
—Pero, ¿por qué no querría que…?
—No preguntes demasiado. El Abad me dijo desde el principio que la biblioteca no se toca. Sus razones tendrá. Quizá también él esté envuelto en algo que al principio no creía vinculado con la muerte de Adelmo, y ahora ve que el escándalo se va extendiendo y que él mismo puede resultar implicado. Y no quiere que se descubra la verdad, o al menos no quiere que sea yo quien la descubra…
—Pero entonces vivimos en un sitio abandonado por Dios —dije con desánimo.
—¿Acaso has conocido alguno en el que Dios se sintiese a sus anchas? —me preguntó Guillermo, mirándome desde la cima de su estatura.
Después me dijo que fuese a descansar. Mientras me acostaba, pensé que mi padre no debería haberme enviado a recorrer el mundo, pues era más complejo de lo que yo creía. Estaba aprendiendo demasiado.
—Salva me ab ore leonis[*] —recé mientras me quedaba dormido.