Cuarto día

NOCHE

Donde Salvatore se deja descubrir miserablemente por Bernardo Gui, la muchacha que ama Adso es apresada y acusada de brujería, y todos se van a la cama más infelices y preocupados que antes.

En efecto, estábamos bajando al refectorio cuando escuchamos unos gritos y percibimos el débil resplandor de unas luces del lado de la cocina. Guillermo se apresuró a apagar la lámpara. Pegándonos a las paredes, llegamos hasta la puerta que daba a la cocina, y comprendimos que el ruido venía de afuera, pero que la puerta estaba abierta. Después las voces y las luces se alejaron, y alguien cerró la puerta con violencia. Era un gran tumulto, preludio de algo desagradable. A toda prisa volvimos a atravesar el osario, llegamos de nuevo a la iglesia, que estaba desierta, salimos por la puerta meridional, y divisamos un ir y venir de antorchas en el claustro.

Nos acercamos, y en la confusión parecía que también nosotros llegásemos, como los muchos que ya estaban allí, desde el dormitorio o desde la casa de los peregrinos. Vimos que los arqueros tenían bien cogido a Salvatore, blanco como el blanco de sus ojos, y a una mujer que lloraba. Se me encogió el corazón: era ella, la muchacha de mis pensamientos. Al verme me reconoció, y me lanzó una mirada implorante y angustiosa. Estuve a punto de correr en su ayuda, pero Guillermo me contuvo, mientras me decía por lo bajo algunos insultos que nada tenían de afectuosos. De todas partes llegaban los monjes y los huéspedes.

Se presentó el Abad, y Bernardo Gui, a quien el capitán de los arqueros informó brevemente de los hechos. Éstos eran los siguientes.

Por orden del inquisidor, los arqueros patrullaban durante la noche toda la explanada, vigilando en especial la avenida que iba desde el portalón de entrada hasta la iglesia, la zona de los huertos y la fachada del Edificio (¿por qué?, me pregunté, y comprendí que Bernardo debía de haberse enterado, por los sirvientes o los cocineros, de la existencia de ciertos comercios nocturnos, cuyos responsables quizá éstos no fuesen capaces de indicar con exactitud, pero que se desarrollaban entre la parte externa de la muralla y la cocina, y quizá el estúpido de Salvatore hubiera hablado del asunto, como lo había hecho conmigo, a algún sirviente en la cocina o en los establos, y luego el infeliz, atemorizado por el interrogatorio de la tarde, lo había repetido para aplacar la avidez de Bernardo). Por último, moviéndose con discreción, y al amparo de la niebla, los arqueros habían sorprendido a Salvatore, en compañía de la mujer, mientras maniobraba ante la puerta de la cocina.

—¡Una mujer en este lugar sagrado! ¡Y con un monje! —exclamó con tono severo Bernardo dirigiéndose al Abad—. Eminentísimo señor, si sólo se tratase de la violación del voto de castidad, el castigo de este hombre caería dentro de vuestra jurisdicción. Pero, como aún no sabemos si las tramoyas de estos dos infelices guardan alguna relación con la salud de los huéspedes, es necesario aclarar primero este misterio. Vamos, a ti te hablo, miserable —y mientras tanto se apoderaba del paquete que ilusamente Salvatore creía tener oculto en el pecho—, ¿qué tienes ahí?

Yo ya lo sabía: un cuchillo, un gato negro, que, apenas abierto el paquete, huyó maullando furioso, y dos huevos, ya rotos y convertidos en un líquido viscoso, que todos tomaron por sangre, bilis amarilla u otra sustancia inmunda. Salvatore estaba por entrar en la cocina, matar al gato y arrancarle los ojos. Y quién sabe con qué promesas había logrado que la muchacha lo siguiera. En seguida supe con qué promesas. Los arqueros revisaron a la muchacha, en medio de risas maliciosas y alusiones lascivas, y le encontraron un gallito muerto, todavía con plumas. De noche todos los gatos son pardos, pero en aquella ocasión la desgracia quiso que el gallo no pareciera menos negro que el gato. Por mi parte, pensé que no se necesitaba más para atraer a aquella pobre hambrienta que ya la noche anterior había abandonado (¡y por amor a mí!) su precioso corazón de buey…

—¡Ajá! —exclamó Bernardo con tono muy preocupado—. Gato y gallo negros… Pero yo conozco esta parafernalia… —divisó a Guillermo entre los asistentes—. También vos la conocéis, ¿verdad, fray Guillermo? ¿No fuisteis inquisidor en Kilkenny, hace tres años, cuando aquella muchacha tenía relaciones con un demonio que se le aparecía en forma de gato negro?

El silencio de mi maestro me pareció innoble. Lo cogí de la manga, lo sacudí y le susurré desesperado:

—Pero decidle que era para comer…

Zafándose de mi mano, Guillermo respondió cortésmente a Bernardo:

—No creo que necesitéis de mis viejas experiencias para extraer vuestras conclusiones.

—¡Oh, no, hay testimonios mucho más autorizados! —dijo éste sonriendo—. En su tratado sobre los siete dones del Espíritu Santo, Esteban de Bourbon cuenta que santo Domingo, después de haber predicado en Fanjeaux contra los herejes, anunció a unas mujeres que verían a quién habían estado sirviendo hasta aquel momento. Y de pronto saltó en medio de ellas un gato espantoso, como un perro grande, con ojos enormes y ardientes, una lengua sanguinolenta que le llegaba hasta el ombligo, la cola corta y erecta, de modo que, hacia dondequiera que se volviese, el animal mostraba su infame trasero, fétido a más no poder, como corresponde a ese ano que los devotos de Satanás, y en no último lugar los caballeros templarios, siempre suelen besar en el transcurso de sus reuniones. Y después de haberse paseado una hora alrededor de las mujeres, el gato saltó a la cuerda de la campana y trepó por ella, dejando allí sus fétidos excrementos. ¿Y acaso no aman al gato los cátaros, cuyo nombre, según Alain de Lille, deriva precisamente de cattus, porque besan el trasero de dicho animal al que consideran la encarnación de Lucifer? ¿Y no confirma la existencia de esta repugnante práctica también Guillermo de Auvernia en el De legibus[*]? ¿Y no dice Alberto Magno que los gatos son demonios en potencia? ¿Y no cuenta mi venerable colega Jacques Fournier que en el lecho de muerte del inquisidor Godofredo de Carcassonne aparecieron dos gatos negros que no eran sino dos demonios que deseaban hacer befa de aquellos despojos?

Un murmullo de horror recorrió el grupo de los monjes, muchos de los cuales hicieron el signo de la santa cruz.

—¡Señor Abad, señor Abad! —decía entre tanto Bernardo con tono virtuoso—. Quizá vuestra excelencia ignore lo que suelen hacer los pecadores con estos instrumentos. Pero yo lo sé muy bien. ¡Ojalá Dios no lo hubiese querido! He visto a mujeres de una perversión extrema que, durante las horas más oscuras de la noche, junto con otras de su calaña, utilizaban gatos negros para obtener prodigios que tuvieron que admitir: como el de montar en ciertos animales y valerse de las sombras nocturnas para recorrer distancias inmensas, arrastrando a sus esclavos, transformados en íncubos deseosos de entregarse a tales prácticas… Y el mismo diablo se les aparece, o al menos están segurísimas de que se les aparece, en forma de gallo, o de otro animal muy negro, y con él llegan incluso, no me preguntéis cómo, a yacer. Y sé de buena fuente que con este tipo de nigromancias no hace mucho, precisamente en Aviñón, se prepararon filtros y ungüentos para atentar contra la vida del propio señor papa, envenenando sus alimentos. ¡El papa pudo defenderse y reconocer la ponzoña, porque poseía unas joyas prodigiosas en forma de lengua de serpiente, reforzadas con maravillosas esmeraldas y rubíes, que por virtud divina permitían detectar la presencia de veneno en los alimentos! ¡Once le había regalado el rey de Francia, de tales lenguas preciosísimas, gracias al cielo, y sólo así nuestro señor papa pudo escapar de la muerte! Es cierto que los enemigos del pontífice no se limitaron a eso, y todos saben lo que se le descubrió al hereje Bernard Délicieux, arrestado hace diez años: en su casa se encontraron libros de magia negra con anotaciones en las páginas más abyectas, con todas las instrucciones para construir figuras de cera a través de las cuales podía hacerse daño a los enemigos. Y aunque os parezca increíble, también en su casa se encontraron figuras que reproducían, con arte sin duda admirable, la propia imagen del papa, con circulitos rojos en las partes vitales del cuerpo; y todos saben que esas figuras se cuelgan de una cuerda, delante de un espejo, para después hundirles en los círculos vitales alfileres y… ¡Oh! ¿Pero por qué me demoro en detallar estas repugnantes miserias? ¡El propio papa las ha mencionado y las ha descrito, condenándolas, hace sólo un año, en su constitución Super illius specula[*]! Y sin duda espero que poseáis una copia en vuestra rica biblioteca, para que meditéis sobre ella como es debido…

—La tenemos, la tenemos —se apresuró a confirmar el Abad muy perturbado.

—Está bien —concluyó Bernardo—. Ahora veo claramente lo que ha sucedido. Una bruja, un monje que se deja seducir, y un rito que por suerte no ha podido celebrarse. ¿Con qué fines? Eso es lo que hemos de saber, y para saberlo quiero sacrificar horas de sueño. Ruego a vuestra excelencia que ponga a mi disposición un sitio donde pueda tener vigilado a este hombre…

—En el subsuelo del taller de los herreros —dijo el Abad— tenemos algunas celdas, que por suerte se usan muy poco, y que están vacías desde hace años.

—Por suerte o por desgracia —observó Bernardo.

Y ordenó a los arqueros que se hiciesen mostrar el camino y que pusieran a los cautivos en dos celdas distintas; y que atasen bien al hombre de alguna argolla que hubiera en la pared, para que cuando, muy pronto, bajase a interrogarlo, pudiera mirarlo bien a la cara. En cuanto a la muchacha, añadió, estaba claro lo que era, y no valía la pena interrogarla aquella noche. Ya surgirían otras pruebas antes de que fuese quemada por bruja. Y si era bruja, no sería fácil que hablara. Pero el monje quizá aún podía arrepentirse (y miró a Salvatore, que temblaba, como dándole a entender que todavía le ofrecía una oportunidad), contar la verdad, y, añadió, denunciar a sus cómplices.

Se los llevaron: uno, silencioso y deshecho, como afiebrado; la otra, llorando, dando patadas, y gritando como un animal en el matadero. Pero ni Bernardo ni los arqueros ni yo mismo comprendíamos lo que decía en su lengua de campesina. Aunque hablase, era como si fuese muda. Hay palabras que dan poder y otras que agravan aún más el desamparo, y de este último tipo son las palabras vulgares de los simples, a quienes el Señor no ha concedido la gracia de poder expresarse en la lengua universal del saber y del poder.

Otra vez estuve por lanzarme tras ella; otra vez Guillermo, cuya expresión era muy sombría, me contuvo.

—Quédate quieto, tonto, la muchacha está perdida, es carne de hoguera.

Mientras observaba aterrado la escena, en medio de un torbellino de pensamientos contradictorios, con los ojos clavados en la muchacha, sentí que me tocaban el hombro. No sé cómo, pero antes de volverme supe que era la mano de Ubertino.

—Miras a la bruja, ¿verdad? —me dijo.

Yo sabía que no podía estar al tanto de mi historia, y que, por consiguiente, sus palabras sólo expresaban lo que, con su tremenda capacidad para penetrar en las pasiones humanas, había leído en la tensión de mi mirada.

—No… —intenté zafarme—, no la miro… Es decir, quizá sí que la mire, pero no es una bruja. No lo sabemos, quizá sea inocente…

—La miras porque es bella. Es bella, ¿verdad? —me preguntó enardecido y cogiéndome con fuerza del brazo—. Si la miras porque es bella, y su belleza te perturba (sé que estás perturbado porque te atrae aún más debido al pecado del que se le acusa), si la miras y sientes deseo, entonces, por eso mismo, es una bruja. Vigila, hijo mío… La belleza del cuerpo sólo existe en la piel. Si los hombres viesen lo que hay debajo de la piel, como sucede en el caso del lince de Beocia, se estremecerían de horror al contemplar a la mujer. Toda esa gracia consiste en mucosidades y en sangre, en humores y en bilis. Si pensases en lo que se esconde en la nariz, en la garganta y en el vientre, sólo encontrarías suciedad. Y si te repugna tocar el moco o el estiércol con la punta del dedo, ¿cómo podrías querer estrechar entre tus brazos el saco que contiene todo ese excremento?

Estuve a punto de vomitar. No quería seguir escuchando aquellas palabras. Acudió en mi ayuda Guillermo, que había estado oyendo. Se acercó bruscamente a Ubertino, y cogiéndolo por un brazo lo separó del mío.

—Ya está bien, Ubertino —dijo—. Pronto esta muchacha será torturada y después morirá en la hoguera. Se convertirá exactamente en lo que dices: moco, sangre, humores y bilis. Pero serán nuestros semejantes quienes extraigan de debajo de su piel lo que el Señor ha querido que esa piel protegiese y adornara. Y desde el punto de vista de la materia prima, tú no eres mejor que ella. Deja tranquilo al muchacho.

Ubertino quedó confuso:

—Quizá he pecado —murmuró—. Sin duda he pecado. ¿Qué otra cosa puede hacer un pecador?

Ya todos se estaban retirando, mientras comentaban lo sucedido. Guillermo habló un momento con Michele y los otros franciscanos, que le preguntaban qué pensaba de aquello.

—Ahora Bernardo tiene un argumento, aunque sea equívoco. Por la abadía merodean nigromantes que hacen lo mismo que se hizo contra el papa en Aviñón. Sin duda, no se trata de una prueba, y no puede usarse para perturbar el encuentro de mañana. Esta noche tratará de arrancarle a ese desgraciado alguna otra indicación, pero estoy seguro de que no la utilizará inmediatamente. No la utilizará mañana por la mañana, la tendrá en reserva para más adelante, para perturbar la marcha de las discusiones, en caso de que éstas tomen una orientación que no sea de su agrado.

—¿Podría hacerle decir algo que luego le sirviese contra nosotros? —preguntó Michele da Cesena.

Guillermo dudó un momento:

—Esperemos que no —dijo por fin.

Comprendí que si Salvatore decía a Bernardo lo que nos había dicho a nosotros, sobre su pasado y sobre el pasado del cillerero, y si hacía alguna referencia al vínculo entre ambos y Ubertino, por fugaz que ésta fuese, se crearía una situación bastante incómoda.

—De todos modos, no nos adelantemos a los acontecimientos —dijo Guillermo con serenidad—. Además, Michele, todo estaba decidido de antemano. Pero tú quieres probar.

—Sí, quiero —dijo Michele—, el Señor me ayudará. Que san Francisco interceda por todos nosotros.

—Amén —respondieron todos.

—Pero no es seguro que pueda hacerlo —fue el irreverente comentario de Guillermo—. Quizá san Francisco está en alguna parte esperando el juicio, y aún no ve al Señor cara a cara.

—Maldito sea el hereje Juan —oí que gruñía micer Girolamo, mientras todos volvían a sus celdas—. Si ahora nos quita hasta el auxilio de los santos, ¿dónde acabaremos los pobres pecadores?