Tercer día

NOCHE

Donde Adso, trastornado, se confiesa a Guillermo y medita sobre la función de la mujer en el plan de la creación, pero después descubre el cadáver de un hombre.

Cuando volví en mí, alguien estaba mojándome la cara. Era fray Guillermo. Tenía una lámpara y me había puesto algo bajo la cabeza.

—¿Qué ha sucedido, Adso —me preguntó—, para que andes de noche por la cocina robando despojos?

En pocas palabras: Guillermo se había despertado, había ido a buscarme no sé por qué razón, y al no encontrarme había sospechado que estaba haciendo alguna bravata en la biblioteca. Cuando se acercaba al Edificio por el lado de la cocina, había visto una sombra que salía en dirección al huerto (era la muchacha que se alejaba, quizá porque había oído que alguien venía). Había tratado de reconocerla y de seguir sus pasos, pero ella (o sea, lo que para él era una sombra) había llegado hasta la muralla y había desaparecido. Entonces Guillermo —después de explorar los alrededores— había entrado en la cocina y me había descubierto inconsciente.

Cuando, todavía aterrorizado, le señalé el envoltorio que contenía el corazón, y balbucí algo acerca de un nuevo crimen, se echó a reír:

—¡Pero Adso! ¿Qué hombre tendría un corazón tan grande? Es un corazón de vaca, o de buey; justo hoy han matado un animal. Mejor explícame cómo se encuentra en tus manos.

Oprimido por los remordimientos y atolondrado, además, por el terror, no pude contenerme y prorrumpí en sollozos, mientras le pedía que me administrase el sacramento de la confesión. Así lo hizo, y le conté todo sin ocultarle nada.

Fray Guillermo me escuchó con mucha seriedad, pero con una sombra de indulgencia. Cuando hube acabado, adoptó una expresión severa y me dijo:

—Sin duda, Adso, has pecado, no sólo contra el mandamiento que te obliga a no fornicar, sino también contra tus deberes de novicio. En tu descargo obra la circunstancia de que te has visto en aquellas situaciones en las que hasta un padre del desierto se habría condenado. Y sobre la mujer como fuente de tentación ya han hablado bastante las escrituras. De la mujer dice el Eclesiastés que su conversación es como fuego ardiente, y los Proverbios dicen que se apodera de la preciosa alma del hombre, y que ha arruinado a los más fuertes. Y también dice el Eclesiastés: «Hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras». Y otros han dicho que es vehículo del demonio. Aclarado esto, querido Adso, no logro convencerme de que Dios haya querido introducir en la creación un ser tan inmundo sin dotarlo al mismo tiempo de alguna virtud. Y me resulta inevitable reflexionar sobre el hecho de que Él les haya concedido muchos privilegios y motivos de consideración, sobre todo tres muy importantes. En efecto, ha creado al hombre en este mundo vil, y con barro, mientras que a la mujer la ha creado en un segundo momento, en el paraíso, y con la noble materia humana. Y no la ha hecho con los pies o las vísceras del cuerpo de Adán, sino con su costilla. En segundo lugar, el Señor que todo lo puede, habría podido encarnarse directamente en un hombre, de alguna manera milagrosa, pero, en cambio, prefirió vivir en el vientre de una mujer, signo de que ésta no era tan inmunda. Y cuando apareció después de la resurrección, se le apareció a una mujer. Por último, en la gloria celeste ningún hombre será rey de aquella patria, pero sí habrá una reina, una mujer que jamás ha pecado. Por tanto, si el Señor ha tenido tantas atenciones con la propia Eva y con sus hijas, ¿es tan anormal que también nosotros nos sintamos atraídos por las gracias y la nobleza de ese sexo? Lo que quiero decirte, Adso, es que, sin duda, no debes volver a hacerlo, pero que tampoco es tan monstruoso que hayas caído en la tentación. Y, por otra parte, que un monje, al menos una vez en su vida, haya experimentado la pasión carnal, para, llegado el momento, poder ser indulgente y comprensivo con los pecadores a quienes deberá aconsejar y confortar… pues bien, querido Adso, es algo que no debe desearse antes de que suceda, pero que tampoco conviene vituperar una vez sucedido. Así que, ve con Dios, y no hablemos más de esto. En cambio, para no pensar demasiado en algo que mejor será olvidar, si es que lo logras —y me pareció que su voz cavilaba, como ahogada por una emoción muy profunda—, preguntémonos qué sentido tiene lo que ha sucedido esta noche. ¿Quién era esa muchacha y con quién tenía cita?

—Eso sí que no lo sé, y no he visto al hombre que estaba con ella.

—Bueno, pero podemos deducir quién era basándonos en una serie de indicios inequívocos. Ante todo, era un hombre feo y viejo, con el que una muchacha no va de buena gana, sobre todo si es tan hermosa como la describes, aunque me parece, querido lobezno, que en la situación en que te encontrabas cualquier bocado te habría sabido exquisito.

—¿Por qué feo y viejo?

—Porque la muchacha no iba con él por amor, sino por un paquete de riñones. Sin duda se trataba de una muchacha de la aldea, que, quizá no por primera vez, se entregaba a algún monje lujurioso por hambre, obteniendo como recompensa algo en que hincar el diente, ella y su familia.

—¡Una meretriz! —exclamé horrorizado.

—Una campesina pobre, Adso. Probablemente, con hermanitos que alimentar. Y que, si pudiera hacerlo, se entregaría por amor, y no por lucro. Como lo ha hecho esta noche. En efecto, me dices que te ha encontrado joven y hermoso, y que te ha dado gratis y por amor lo que a otros, en cambio, habría dado por un corazón de buey y unos trozos de pulmón. Y tan virtuosa se ha sentido por su entrega gratuita, tan aliviada, que ha huido sin tomar nada a cambio. Por eso, pues, pienso que el otro, con quien te ha comparado, no era joven ni hermoso.

Confieso que, por hondo que fuese mi arrepentimiento, aquella explicación me llenó de un orgullo muy agradable, pero callé, y dejé que mi maestro prosiguiera.

—Ese viejo repelente debía de ser alguien que, por alguna razón vinculada con su oficio, pudiera bajar a la aldea y tener contacto con los campesinos. Debía de conocer la manera de hacer entrar y salir gente por la muralla. Además, debía saber que en la cocina estarían estos despojos (probablemente, mañana dirían que, como la puerta había quedado abierta, un perro había entrado y se los había comido). Por último, debía de tener algún sentido de la economía, y cierto interés en que la cocina no se viese privada de vituallas más preciosas, porque, si no, le habría dado un bistec u otro trozo más exquisito. Como ves, la imagen de nuestro desconocido se perfila con mucha claridad, y todas estas propiedades, o accidentes, convienen perfectamente a una sustancia que me atrevería a definir como nuestro cillerero, Remigio da Varagine. O, si me equivocara, como nuestro misterioso Salvatore. Quien, además, por ser de esta región, sabe hablar bastante bien con la gente del lugar, y sabe cómo convencer a una muchacha para que haga lo que quería hacerla hacer, si no hubieses llegado inesperadamente tú.

—Sin duda, así es —dije convencido—. Pero ¿para qué nos sirve saberlo ahora?

—Para nada, y para todo. El episodio puede estar o no relacionado con los crímenes que investigamos. Además, si el cillerero ha sido dulciniano, una cosa explica la otra, y viceversa. Y, por último, ahora sabemos que, de noche, esta abadía es escenario de múltiples y agitados acontecimientos. Quién sabe si nuestro cillerero, o Salvatore, que con tanto desenfado la recorren en la oscuridad, no sabrán acaso más de lo que dicen.

—Pero ¿nos lo dirán a nosotros?

—No, si nos andamos con contemplaciones y pasamos por alto sus pecados. Pero, en caso de que debiéramos averiguar algo a través de ellos, ahora sabemos cómo convencerlos de que hablen. Con otras palabras, en caso de necesidad, el cillerero o Salvatore estarán en nuestro poder, y que Dios nos perdone esta prevaricación, puesto que tantas otras cosas perdona —dijo, y me miró con malicia, y yo no tuve ánimo para comentar la justicia o injusticia de sus consideraciones.

—Y ahora deberíamos irnos a la cama, porque sólo falta una hora para maitines. Pero te veo todavía agitado, pobre Adso, todavía atemorizado por el pecado que has cometido… Nada como un buen alto en la iglesia para relajar el ánimo. Por mi parte, te he absuelto, pero nunca se sabe. Ve a pedirle confirmación al Señor.

Y me dio una palmada bastante enérgica en la cabeza, quizá como prueba de viril y paternal afecto, o como indulgente penitencia. O quizá (como pecaminosamente pensé en aquel momento) por una especie de envidia benigna, natural en un hombre sediento como él de experiencias nuevas e intensas.

Nos dirigimos a la iglesia por nuestro camino habitual, que yo atravesé a toda prisa y con los ojos cerrados, porque aquella noche todos aquellos huesos me recordaban demasiado que también yo era polvo, y lo insensato que había sido el acto orgulloso de mi carne.

Al llegar a la nave, divisamos una sombra ante el altar mayor. Creí que todavía era Ubertino. Pero era Alinardo, que en un primer momento no nos reconoció. Dijo que como ya no podía dormir, había decidido pasar la noche rezando por el joven monje desaparecido (ni siquiera se acordaba del nombre). Rezaba por su alma, en caso de que estuviera muerto, y por su cuerpo, si es que yacía enfermo o solo en algún sitio.

—Demasiados muertos —dijo—, demasiados muertos… Pero estaba escrito en el libro del apóstol. Con la primera trompeta, el granizo; con la segunda, la tercera parte del mar se convierte en sangre… La tercera trompeta anunciaba la caída de una estrella ardiente sobre la tercera parte de los ríos y fuentes. Y os digo que así ha desaparecido nuestro tercer hermano. Y temed por el cuarto, porque será herida la tercera parte del sol, y de la luna y las estrellas, de suerte que la oscuridad será casi completa…

Mientras salíamos del transepto, Guillermo se preguntaba si no habría alguna verdad en las palabras del anciano.

—Pero —le señalé—, eso supondría que una sola mente diabólica, guiándose por el Apocalipsis, ha premeditado las tres muertes, suponiendo que también Berengario esté muerto. Sin embargo, sabemos que la de Adelmo fue voluntaria.

—Así es —dijo Guillermo—, aunque la misma mente diabólica, o enferma, podría haberse inspirado en la muerte de Adelmo para organizar en forma simbólica las otras dos. En tal caso, Berengario debería de estar en un río o en una fuente. Y en la abadía no hay ríos ni fuentes, al menos no lo bastante profundos para que alguien pueda ahogarse o ser ahogado…

—Sólo hay baños —dije casi al azar.

—¡Adso! —exclamó Guillermo—. ¿Sabes que puede ser una idea? ¡Los baños!

—Pero ya los habrán revisado…

—Esta mañana he observado a los servidores mientras buscaban. Han abierto la puerta del edificio de los baños y han echado una ojeada general, pero no han hurgado, porque entonces no pensaban que debían buscar algo oculto, y esperaban encontrarse con un cadáver que yaciese teatralmente en alguna parte, como el de Venancio en la tinaja… Vayamos a echar un vistazo. Todavía está oscuro, y creo que nuestra lámpara tiene aún buena llama.

Así lo hicimos. Nos resultó fácil abrir la puerta del edificio de los baños, junto al hospital.

Ocultas entre sí por amplias cortinas, había una serie de bañeras, no recuerdo cuántas. Los monjes las usaban para su higiene los días que fijaba la regla, y Severino las usaba por razones terapéuticas, porque nada mejor que un baño para calmar el cuerpo y la mente. En un rincón había una chimenea que permitía calentar el agua sin dificultad. Vimos que estaba sucia de cenizas recientes, y ante ella había un gran caldero volcado. El agua se sacaba de la fuente que había en un rincón.

Miramos en las primeras bañeras, que estaban vacías. Sólo la última, oculta tras una cortina, estaba llena, y junto a ella se veían, en desorden, unas ropas. A primera vista, a la luz de nuestra lámpara, sólo vimos la superficie calma del líquido. Pero, cuando la iluminamos desde arriba, vislumbramos en el fondo, exánime, un cuerpo humano, desnudo. Lentamente, lo sacamos del agua: era Berengario. Como dijo Guillermo, su rostro sí era el de un ahogado. Las facciones estaban hinchadas. El cuerpo, blanco y fofo, sin pelos, parecía el de una mujer, salvo por el espectáculo obsceno de las fláccidas partes pudendas. Me ruboricé, y después tuve un estremecimiento. Me persigné, mientras Guillermo bendecía el cadáver.