MAITINES
Donde pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho sumamente sangriento.
Símbolo unas veces del demonio y otras de Cristo resucitado, no existe animal más mudable que el gallo. En nuestra orden los hubo perezosos, que no cantaban al despuntar el sol. Por otra parte, sobre todo en los días de invierno, el oficio de maitines se desarrolla cuando aún es de noche y la naturaleza está dormida, porque el monje debe levantarse en la oscuridad, y en la oscuridad debe orar mucho tiempo, en espera del día, iluminando las tinieblas con la llama de la devoción. Por eso la costumbre prevé sabiamente que algunos monjes no se acuesten como sus hermanos, sino que velen y pasen la noche recitando con ritmo siempre igual el número de salmos que les permita medir el tiempo transcurrido, para que, una vez cumplidas las horas consagradas al sueño de los otros, puedan dar a los otros la señal de despertar.
Así, aquella noche nos despertaron los que recorrían el dormitorio y la casa de los peregrinos tocando una campanilla, mientras uno iba de celda en celda gritando el Benedicamus Domino, al que respondían sucesivos Deo gratias[*].
Guillermo y yo nos atuvimos al uso benedictino; en menos de media hora estuvimos listos para afrontar la nueva jornada, y nos dirigimos hacia el coro, donde los monjes esperaban arrodillados en el suelo, recitando los primeros quince salmos, hasta que entraran los novicios conducidos por su maestro. Después, cada uno se sentó en su puesto y el coro entonó el Domine labia mea aperies et os meum annuntiabit laudem tuam[*]. El grito ascendió hacia las bóvedas de la iglesia como la súplica de un niño. Dos monjes subieron al púlpito y cantaron el salmo noventa y cuatro, Venite exultemus[*], al que siguieron los otros prescriptos. Y sentí el ardor de una fe renovada.
Los monjes estaban en sus asientos, sesenta figuras igualadas por el sayo y la capucha, sesenta sombras apenas iluminadas por la lámpara del gran trípode, sesenta voces consagradas a la alabanza del Altísimo. Y al escuchar aquella conmovedora armonía, preludio de las delicias del paraíso, me pregunté si de verdad la abadía era un sitio de misterios ocultos, de ilícitos intentos de descubrirlos y de oscuras amenazas. Porque en aquel momento la veía, en cambio, como refugio de santos, cenáculo de virtudes, relicario de saber, arca de prudencia, torre de sabiduría, recinto de mansedumbre, bastión de entereza, turíbulo de santidad.
Después de los salmos comenzó la lectura del texto sagrado. Algunos monjes cabeceaban por el sueño, y uno de los que habían velado aquella noche recorría los asientos con una lamparilla para despertar a los que se quedaban dormidos. Cuando eso sucedía, el monje sorprendido in fraganti debía pagar su falta cogiendo la lámpara y continuando la ronda de vigilancia. Después se cantaron otros seis salmos. A los que siguió la bendición del Abad. El semanero pronunció las oraciones, y todos se inclinaron hacia el altar en un minuto de recogimiento cuya dulzura sólo puede comprenderse si se ha vivido alguna vez un momento tan intenso de ardor místico y de profunda paz interior. Finalmente, con la capucha de nuevo sobre el rostro, se sentaron todos y entonaron el solemne Te Deum[*]. También yo alabé al Señor por haberme librado de mis dudas, descargándome de la sensación de inquietud en que me había sumido el primer día pasado en la abadía. Somos seres frágiles, me dije, incluso entre estos monjes doctos y devotos el maligno esparce pequeñas envidias, sutiles enemistades, pero es sólo humo que el viento impetuoso de la fe disipa tan pronto como todos se reúnen en el nombre del Padre, y Cristo vuelve a estar con ellos.
Entre maitines y laudes el monje no regresa a su celda, aunque todavía sea noche cerrada. Los novicios se dirigieron con su maestro hacia la sala capitular, para estudiar los salmos; algunos monjes permanecieron en la iglesia para acomodar los objetos litúrgicos; la mayoría se encaminó al claustro donde en silencio cada uno se hundió en la meditación; y lo mismo hicimos Guillermo y yo. Los sirvientes aún dormían, y seguían durmiendo cuando, con el cielo todavía oscuro, regresamos al coro para el oficio de laudes.
Se entonaron de nuevo los salmos, y uno en especial, entre los previstos para el lunes, volvió a sumirme en los temores de antes: «La culpa se ha apoderado del impío, de lo íntimo de su corazón, no hay temor de Dios en sus ojos, actúa fraudulentamente con él, y así su lengua se vuelve odiosa». Pensé que era un mal augurio que justo aquel día la regla prescribiese una admonición tan terrible. Tampoco calmó mis palpitaciones de inquietud la habitual lectura del Apocalipsis, que siguió a los salmos de alabanza. Y volví a ver las figuras de la portada que tanto habían subyugado mi corazón y mis ojos el día anterior. Pero después del responsorio, el himno y el versículo, cuando estaba iniciándose el cántico del evangelio, percibí a través de las ventanas del coro, justo encima del altar, una pálida claridad que ya encendía los diferentes colores de las vidrieras, mortificados hasta entonces por la tiniebla. Aún no era la aurora, que triunfaría durante prima, justo en el momento de entonar el Deus qui est sanctorum splendor mirabilis y el Iam lucis orto sidere[*]. Apenas era el débil anuncio del alba invernal, pero bastó, y bastó para reconfortar mi corazón la leve penumbra que en la nave estaba reemplazando a la oscuridad nocturna.
Cantábamos las palabras del libro divino, y, mientras así dábamos testimonio del Verbo que había venido a iluminar a las gentes, me pareció que el astro diurno iba invadiendo el templo con todo su fulgor. Me pareció que la luz, aún ausente, resplandecía en las palabras del cántico, lirio místico que se abría oloroso entre la crucería de las bóvedas. «Gracias, Señor, por ese momento de goce indescriptible», oré en silencio, y dije a mi corazón: «Y tú, necio, ¿qué temes?».
De pronto se alzaron clamores por el lado de la puerta septentrional. Me pregunté cómo podía ser que los sirvientes, que debían de estar preparándose para iniciar sus tareas, perturbasen de aquel modo el oficio sagrado. En ese momento entraron tres porquerizos y, con el terror en el rostro, se acercaron al Abad para susurrarle algo. Al comienzo éste hizo ademán de calmarlos, como si no desease interrumpir el oficio, pero entraron otros sirvientes y los gritos se hicieron más fuertes: «¡Es un hombre, un hombre muerto!», dijo alguien, y otros: «Un monje, ¿no has visto los zapatos?».
Los que estaban orando callaron. El Abad salió a toda prisa, haciéndole una señal al cillerero para que lo siguiese. Guillermo fue tras ellos, pero ya los otros monjes abandonaban sus asientos y se precipitaban fuera de la iglesia.
El cielo estaba claro y la capa de nieve sobre el suelo realzaba la luminosidad de la meseta. Detrás del coro, frente a los chiqueros, donde desde el día anterior se destacaba la presencia del gran recipiente para la sangre de los cerdos, un extraño objeto casi cruciforme asomaba del borde de la tinaja, como dos palos clavados en el suelo, que, cubiertos con trapos, sirviesen para espantar a los pájaros.
Pero eran dos piernas humanas, las piernas de un hombre clavado de cabeza en la vasija llena de sangre.
El Abad ordenó que extrajeran el cadáver del líquido infame (porque, lamentablemente, ninguna persona viva habría podido permanecer en aquella posición obscena). Vacilando, los porquerizos se acercaron al borde y, no sin mancharse, extrajeron la pobre cosa sanguinolenta. Como me habían explicado, si se mezclaba bien en seguida después del sacrificio, y se dejaba al frío, la sangre no se coagulaba, pero la capa que cubría el cadáver empezaba a endurecerse, empapaba la ropa y volvía el rostro irreconocible. Se acercó un sirviente con un cubo de agua y lo arrojó sobre el rostro del miserable despojo. Otro se inclinó con un paño para limpiarle las facciones. Y ante nuestros ojos apareció el rostro blanco de Venancio de Salvemec, el especialista en griego con quien habíamos conversado por la tarde ante los códices de Adelmo.
—Quizá Adelmo se haya suicidado —dijo Guillermo, mirando fijamente aquel rostro—, pero, sin duda, éste no. Y tampoco cabe pensar que haya trepado por casualidad hasta el borde de la tinaja y haya caído dentro por error.
El Abad se le acercó:
—Como veis, fray Guillermo, algo sucede en la abadía, algo que requiere toda vuestra sabiduría. Pero, os lo suplico, ¡actuad pronto!
—¿Estaba en el coro durante el oficio? —preguntó Guillermo, señalando el cadáver.
—No. Había notado que su asiento estaba vacío.
—¿No faltaba nadie más?
—Me parece que no. No vi nada.
Guillermo vaciló antes de formular la siguiente pregunta, y luego la susurró, cuidando de que nadie más lo escuchara:
—¿Berengario estaba en su sitio?
El Abad lo miró con inquieta admiración, como dando casi a entender que se asombraba de que mi maestro abrigase una sospecha que durante un momento él mismo había abrigado, pero por razones más comprensibles. Después dijo rápidamente:
—Estaba. Su asiento se encuentra en la primera fila, casi a mi derecha.
—Desde luego —dijo Guillermo—, todo esto no significa nada. No creo que nadie, para entrar al coro, haya pasado por detrás del ábside, de modo que el cadáver pudo haber estado aquí desde hace varias horas, al menos desde que todos se fueron a dormir.
—Es cierto, los primeros sirvientes se levantan al alba, y por eso sólo lo han descubierto ahora.
Guillermo se inclinó sobre el cadáver, como si estuviese habituado a tratar con cuerpos muertos. Mojó el paño que yacía a un lado en el agua del cubo y limpió mejor el rostro de Venancio. Entre tanto los otros monjes se apiñaban aterrados, formando un círculo vocinglero que el Abad estaba intentando acallar. Entre ellos se abrió paso Severino, a quien incumbía el cuidado de los cuerpos de la abadía y se inclinó junto a mi maestro. Para escuchar su diálogo, y para ayudar a Guillermo, que necesitaba otro paño limpio empapado de agua, me uní a ellos, haciendo un esfuerzo para vencer mi terror y mi asco.
—¿Alguna vez has visto un ahogado? —preguntó Guillermo.
—Muchas veces —dijo Severino—. Y, si no interpreto mal lo que insinuáis, su rostro no es como éste; las facciones aparecen hinchadas.
—Entonces el hombre ya estaba muerto cuando alguien lo arrojó a la tinaja.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—¿Por qué habría de matarlo? Estamos ante la obra de una mente perversa. Pero ahora hay que ver si el cuerpo presenta heridas o contusiones. Propongo llevarlo a los baños, desnudarlo, lavarlo y examinarlo. En seguida estaré contigo.
Y mientras Severino, una vez recibida la autorización del Abad, hacía transportar el cuerpo por los porquerizos, mi maestro pidió que se ordenara a los monjes regresar al coro por el mismo camino que habían utilizado al venir, y que otro tanto hicieran los sirvientes, para que el espacio quedara vacío. Sin preguntarle la razón de ese pedido, el Abad lo satisfizo. De modo que nos quedamos solos junto a la tinaja, cuya sangre se había derramado en parte durante la macabra operación, manchando de rojo la nieve circundante, que el agua vertida había disuelto en varios sitios; solos junto al gran cuajaron oscuro en el lugar donde habían acostado el cadáver.
—Bonito enredo —dijo Guillermo señalando el complejo juego de pisadas que los monjes y los sirvientes habían dejado alrededor—. La nieve, querido Adso, es un admirable pergamino en el que los cuerpos de los hombres escriben con gran claridad. Pero éste es un palimpsesto mal rascado y quizá no logremos leer nada de interés. De aquí a la iglesia, los monjes han pasado en tropel, de aquí al chiquero y a los establos, ha pasado una multitud de sirvientes. El único espacio intacto es el que va de los chiqueros al Edificio. Veamos si descubrimos algo interesante.
—Pero, ¿qué queréis descubrir? —pregunté.
—Si no se arrojó solo al recipiente, alguien lo trajo hasta aquí cuando ya estaba muerto, supongo. Y el que transporta el cuerpo de otro deja huellas profundas en la nieve. Ahora mira si encuentras alrededor unas huellas que te parezcan distintas de las de estos monjes vociferantes que han arruinado nuestro pergamino.
Eso hicimos. Y me apresuro a decir que fui yo, Dios me salve de la vanidad, quien descubrió algo entre el recipiente y el Edificio. Eran improntas de pies humanos, bastante hondas, en una zona por la que nadie había pasado, y, como mi maestro advirtió de inmediato, menos nítidas que las dejadas por los monjes y los sirvientes, signo de que había caído nieve sobre ellas y que, por tanto, databan de más tiempo. Pero lo que nos pareció más interesante fue que entre aquellas improntas había una huella más continua, como de algo arrastrado por el que había dejado las improntas. O sea, una estela que iba de la tinaja a la puerta del refectorio, por el lado del Edificio que estaba entre la torre meridional y la septentrional.
—Refectorio, scriptorium, biblioteca —dijo Guillermo—. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.
—¿Por qué justo en la biblioteca?
—Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, había que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizá al asesino le interesaba precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizá el asesino no desea que la atención se concentre en la biblioteca.
—¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?
—No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar otra cosa.
—Omnis mundi creatura, quasi liber et scriptura…[*] —murmuré—. Pero, ¿qué tipo de signo sería?
—Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como blitiri o bu-ba-baff…
—¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!
—Sería atroz —comentó Guillermo— matar a un hombre para decir Credo in unum Deum…[*]
En ese momento llegó Severino. Había lavado y examinado cuidadosamente el cadáver. Ninguna herida, ninguna contusión en la cabeza. Muerto como por encanto.
—¿Como por castigo divino? —preguntó Guillermo.
—Quizá —dijo Severino.
—¿O por algún veneno?
Severino vaciló:
—También puede ser.
—¿Tienes venenos en el laboratorio? —preguntó Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.
—También los tengo. Pero depende de lo que entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede matar.
—¿Y no has observado en el cadáver los signos de algún veneno en particular?
—Ninguno. Pero muchos venenos no dejan huellas.
Habíamos llegado al hospital. El cuerpo de Venancio, lavado en los baños, había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con sustancias de diferentes colores.
—Una hermosa colección de simples —dijo Guillermo—. ¿Todos proceden de vuestro jardín?
—No —dijo Severino—. Muchas sustancias, raras y que no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años, traídas por monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este sitio. Mira… alghalingho pesto, procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho, despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones enfermos. Betónica, buena para las fracturas de la cabeza. Almáciga, detiene los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra…
—¿La de los magos? —pregunté.
—La de los magos, pero aquí sirve para evitar los abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es mumia, rarísima, producto de la descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos medicamentos casi milagrosos. Mandrágora officinalis, buena para el sueño…
—Y para despertar el deseo de la carne —comentó mi maestro.
—Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera, como podéis imaginar —sonrió Severino—. Mirad esta otra —dijo cogiendo un frasco—, tucia, milagrosa para los ojos.
—¿Y ésta qué es? —preguntó con mucho interés Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante.
—¿Ésta? Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes terapéuticas, pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?
—Sí —dijo Guillermo—. Pero no como medicina.
Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a la piedra. Cuando el cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca de la piedra, vi que la hoja hacía un movimiento brusco, como si Guillermo hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme. Y la hoja se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.
—¿Ves? —me dijo Guillermo—. Atrae el hierro.
—¿Y para qué sirve?
—Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.
Severino reflexionó un momento, demasiado largo diría yo, dada la nitidez de su respuesta:
—Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra, pharmacon, para referirse a los dos.
—¿Y no hay nada que os hayan sustraído últimamente?
Severino volvió a reflexionar. Luego, sopesando casi las palabras, dijo:
—Nada, últimamente.
—¿Y en el pasado?
—Quizá. No recuerdo. Hace treinta años que estoy en la abadía, y veinticinco en el hospital.
—Demasiado para una memoria humana —admitió Guillermo. Luego dijo, de pronto —. Ayer hablábamos de plantas que pueden provocar visiones. ¿Cuáles son?
Con gestos y ademanes, Severino dio a entender que le interesaba evitar ese tema:
—Mira, tendría que pensarlo, son tantas las sustancias milagrosas que tengo aquí… Pero, mejor hablemos de Venancio. ¿Qué me dices de él?
—Tendría que pensarlo —contestó Guillermo.