Cuarto día

LAUDES

Donde Guillermo y Severino examinan el cadáver de Berengario y descubren que tiene negra la lengua, cosa rara en un ahogado. Después hablan de venenos muy dañinos y de un robo ocurrido hace años.

No me detendré a describir cómo informamos al Abad, cómo toda la abadía se despertó antes de la hora canónica, los gritos de horror, el espanto y el dolor pintados en todos los rostros, cómo se propagó la noticia entre todos los habitantes de la meseta, mientras los servidores se persignaban y pronunciaban conjuros. No sé si aquella mañana el primer oficio se celebró de acuerdo con las reglas, ni quiénes participaron en él. Yo seguí a Guillermo y a Severino, que hicieron envolver el cuerpo de Berengario y ordenaron que lo colocasen sobre una mesa del hospital.

Una vez que el Abad y los demás monjes se hubieron alejado, el herbolario y mi maestro examinaron atentamente el cadáver, con la frialdad propia de los médicos.

—Ha muerto ahogado —dijo Severino—, de eso no hay duda. El rostro está hinchado, el vientre tenso…

—Pero no ha sido otro quien lo ha ahogado —observó Guillermo—, porque se habría resistido a la violencia del homicida y hubiésemos encontrado huellas de agua alrededor de la bañera. En cambio, todo estaba limpio y en orden, como si Berengario hubiese calentado el agua, hubiera llenado la bañera y se hubiese tendido en ella por su propia voluntad.

—Esto no me sorprende —dijo Severino—. Berengario sufría de convulsiones, y yo mismo le dije más de una vez que los baños tibios son buenos para calmar la excitación del cuerpo y del alma. En varias ocasiones me pidió autorización para entrar en los baños. Bien pudiera haber hecho eso esta noche…

—La anterior —observó Guillermo—, porque, como puedes ver, este cuerpo ha estado al menos un día en el agua…

—Es posible que haya sucedido la noche anterior —admitió Severino.

Guillermo lo puso parcialmente al tanto de los acontecimientos de aquella noche. No le dijo que habíamos entrado a escondidas en el scriptorium, pero, sin revelarle todos los detalles, le dijo que habíamos perseguido a una sombra misteriosa que nos había quitado un libro. Severino comprendió que Guillermo sólo le estaba contando parte de la verdad, pero no indagó más. Observó que la agitación de Berengario, suponiendo que fuese él aquel ladrón misterioso, podía haberlo inducido a buscar la tranquilidad en un baño reconfortante. Berengario, dijo, era de naturaleza muy sensible, a veces una contrariedad o una emoción le provocaban temblores, sudores fríos, se le ponían los ojos en blanco y caía al suelo escupiendo una baba blancuzca.

—En cualquier caso —dijo Guillermo—, antes de venir aquí estuvo en alguna otra parte, porque en los baños no he visto el libro que robó.

—Sí —confirmé con cierto orgullo—, he levantado la ropa que dejó junto a la bañera y no he visto huellas de ningún objeto voluminoso.

—Muy bien —dijo Guillermo sonriéndome—. Por tanto, estuvo en alguna otra parte. Después, podemos seguir suponiendo, para calmar su agitación, y quizá también para sustraerse a nuestra búsqueda, entró en los baños y se metió en el agua. Severino: ¿te parece que el mal que le aquejaba era suficiente para que perdiera el sentido y se ahogara?

—Quizá —respondió Severino dudando—. Por otra parte, si todo sucedió hace dos noches, podría haber habido agua alrededor de la bañera, y luego haberse secado. O sea que no podemos excluir la posibilidad de que lo hayan metido a la fuerza en el agua.

—No —dijo Guillermo—. ¿Alguna vez has visto que la víctima de un asesino se quite la ropa antes de que éste proceda a ahogarla?

Severino sacudió la cabeza, como si aquel argumento ya no fuese pertinente. Hacía un momento que estaba examinando las manos del cadáver:

—Esto sí que es curioso… —dijo.

—¿Qué?

—El otro día observé las manos de Venancio, una vez que su cuerpo estuvo limpio de manchas de sangre, y observé un detalle al que no atribuí demasiada importancia. Las yemas de dos dedos de su mano derecha estaban oscuras, como manchadas por una sustancia de color negro. Igual que las yemas de estos dos dedos de Berengario, ¿ves? En este caso, aparecen también algunas huellas en el tercer dedo. En aquella ocasión pensé que Venancio había tocado tinta en el scriptorium.

—Muy interesante —observó Guillermo pensativo, mientras examinaba mejor los dedos de Berengario. Empezaba a clarear, pero dentro la luz todavía era muy débil; se notaba que mi maestro echaba de menos sus lentes—. Muy interesante —repitió—. El índice y el pulgar están manchados en las yemas, el medio sólo en la parte interna, y mucho menos. Pero también se observan unas huellas, más débiles, en la mano izquierda, al menos en el índice y el pulgar.

—Si sólo fuese la mano derecha, serían los dedos de alguien que sostiene una cosa pequeña, o una cosa larga y delgada…

—Como un estilo. O un alimento. O un insecto. O una serpiente. O una custodia. O un bastón. Demasiadas cosas. Pero como también hay signos en la otra mano, podría tratarse igualmente de una copa: la derecha la sostiene con firmeza mientras la izquierda colabora sin hacer tanta fuerza…

Ahora Severino estaba frotando levemente los dedos del muerto, pero el color oscuro no desaparecía. Observé que se había puesto un par de guantes: probablemente los utilizaba para manipular sustancias venenosas. Olfateaba, pero no olía nada.

—Podría mencionarte muchas sustancias vegetales (e incluso minerales) que dejan huellas de este tipo. Algunas letales, otras no. A veces los miniaturistas se ensucian los dedos con polvo de oro…

—Adelmo era miniaturista —dijo Guillermo—. Supongo que al ver su cuerpo destrozado no se te ocurrió examinarle los dedos. Pero estos dos podrían haber tocado algo que perteneció a Adelmo.

—No sé qué decir —comentó Severino—. Dos muertos, ambos con los dedos negros. ¿Qué deduces de ello?

—No deduzco nada: nihil sequitur geminis ex particularibus unquam[*]. Sería preciso reducir ambos casos a una regla común. Por ejemplo: existe una sustancia que ennegrece los dedos del que la toca…

Completé triunfante el silogismo:

—Venancio y Berengario tienen los dedos manchados de negro, ¡ergo[*] han tocado esa sustancia!

—Muy bien, Adso —dijo Guillermo—, lástima que tu silogismo no sea válido, porque aut semel aut iterum medium generaliter esto[*], y en el silogismo que acabas de completar el término medio no resulta nunca general. Signo de que no está bien elegida la premisa mayor. No debería decir: todos los que tocan cierta sustancia tienen los dedos negros, pues podrían existir personas que tuviesen los dedos negros sin haber tocado esa sustancia. Debería decir: todos aquellos y sólo aquellos que tienen los dedos negros han tocado sin duda determinada sustancia. Venancio, Berengario, etcétera. Con lo que tendríamos un Darii, o sea un impecable tercer silogismo de primera figura.

—¡Entonces tenemos la respuesta! —exclamé entusiasmado.

—¡Ay, Adso, qué confianza tienes en los silogismos! Lo único que tenemos es, otra vez, la pregunta. Es decir, hemos supuesto que Venancio y Berengario tocaron lo mismo, hipótesis por demás razonable. Pero una vez que hemos imaginado una sustancia que se distingue de todas las demás porque produce ese resultado (cosa que aún está por verse), seguimos sin saber en qué consiste, dónde la encontraron y por qué la tocaron. Y, atención, tampoco sabemos si la sustancia que tocaron fue la que los condujo a la muerte. Supón que un loco quisiera matar a todos los que tocasen polvo de oro. ¿Diremos que el que mata es el polvo de oro?

Me quedé confundido. Siempre había creído que la lógica era un arma universal, pero entonces descubrí que su validez dependía del modo en que se utilizaba. Por otra parte, al lado de mi maestro había podido descubrir, y con el correr de los días habría de verlo cada vez más claro, que la lógica puede ser muy útil si se sabe entrar en ella para después salir.

Mientras tanto, Severino, que no era un buen lógico, estaba reflexionando sobre la base de su propia experiencia:

—El universo de los venenos es tan variado como variados son los misterios de la naturaleza —dijo. Señaló una serie de vasos y frascos que ya habíamos tenido ocasión de admirar, dispuestos en orden, junto a una cantidad de libros, en los anaqueles que estaban adosados a las paredes—. Como ya te he dicho, con muchas de estas hierbas, debidamente preparadas y dosificadas, podrían hacerse bebidas y ungüentos mortales. Ahí tienes: datura stramonium[*], belladona, cicuta… pueden provocar somnolencia, excitación, o ambas cosas. Administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero en dosis excesivas provocan la muerte.

—¡Pero ninguna de esas sustancias dejaría signos en los dedos!

—Creo que ninguna. Además hay sustancias que sólo son peligrosas cuando se las ingiere, y otras que, por el contrario, actúan a través de la piel. El eléboro blanco puede provocar vómitos a la persona que lo coge para arrancarlo de la tierra. La ditaína y el fresnillo, cuando están en flor, embriagan a los jardineros que los tocan, como si éstos hubiesen bebido vino. El eléboro negro provoca diarreas con sólo tocarlo. Otras plantas producen palpitaciones en el corazón, otras en la cabeza. Hay otras que dejan sin voz. En cambio, el veneno de la víbora, aplicado sobre la piel, sin que penetre en la sangre, sólo produce una ligera irritación… Pero en cierta ocasión me mostraron una poción que, aplicada en la parte interna de los muslos de un perro, cerca de los genitales, provoca en breve plazo la muerte del animal, que se debate en atroces convulsiones mientras sus miembros se van poniendo rígidos…

—Sabes mucho de venenos —observó Guillermo con un tono que parecía de admiración.

Severino lo miró fijo, y sostuvo su mirada durante unos instantes:

—Sé lo que debe saber un médico, un herbolario, una persona que cultiva las ciencias de la salud humana.

Guillermo se quedó un buen rato pensativo. Después rogó a Severino que abriese la boca del cadáver y observara la lengua. Intrigado, Severino cogió una espátula fina, uno de los instrumentos de su arte médica, e hizo lo que le pedían. Lanzó un grito de estupor:

—¡La lengua está negra!

—De modo que es así —murmuró Guillermo—. Cogió algo con los dedos y lo tragó… Esto elimina los venenos que has citado primero, los que matan a través de la piel. Sin embargo, no por ello nuestras inducciones se simplifican. Porque ahora debemos pensar que, tanto en su caso como en el de Venancio, se trata de un acto voluntario, no casual, no debido a alguna distracción o imprudencia, ni inducido por la fuerza. Ambos cogieron algo y se lo llevaron a la boca, conscientes de lo que estaban haciendo…

—¿Un alimento? ¿Una bebida?

—Quizá. O quizá… ¿Qué sé yo? Un instrumento musical, por ejemplo una flauta.

—Absurdo —dijo Severino.

—Sin duda que es absurdo. Pero no debemos descuidar ninguna hipótesis, por extraordinaria que sea. Ahora tratemos de remontarnos a la materia venenosa. Si alguien que conociera los venenos tan bien como tú se hubiese introducido aquí, ¿habría podido valerse de algunas de estas hierbas para preparar un ungüento mortal capaz de dejar esos signos en los dedos y en la lengua? Un ungüento que pudiera ponerse en una comida, en una bebida, en una cuchara o algo similar, en algo que la gente se lleve comúnmente a la boca.

—Sí —admitió Severino—, pero ¿quién? Además, admitiendo incluso esa hipótesis, ¿cómo habría administrado el veneno a nuestros dos pobres hermanos?

Reconozco que tampoco yo lograba imaginarme a Venancio o Berengario dispuestos a comerse o beberse una sustancia misteriosa que alguien les hubiera ofrecido. Pero la rareza de la situación no parecía preocupar a Guillermo.

—En eso ya pensaremos más tarde —dijo—. Ahora quisiera que tratases de recordar algún hecho que quizá aún no has traído a tu memoria, no sé, que alguien te haya hecho preguntas sobre tus hierbas, que alguien tenga fácil acceso al hospital…

—Un momento. Hace tiempo, hablo de años, yo guardaba en uno de estos estantes una sustancia muy poderosa, que me había dado un hermano al regresar de un viaje por países remotos. No supo decirme cuáles eran sus componentes. Sin duda, estaba hecha con hierbas, no todas conocidas. Tenía un aspecto viscoso y amarillento, pero el monje me aconsejó que no la tocara, porque hubiese bastado un leve contacto con mis labios para que me matara en muy poco tiempo. Me dijo que, ingerida incluso en dosis mínimas, provocaba al cabo de media hora una sensación de gran abatimiento, después una lenta parálisis de todos los miembros, y por último la muerte. Me la regaló porque no quería llevarla consigo. La conservé durante mucho tiempo, con la intención de someterla a algún tipo de examen. Pero cierto día hubo una gran tempestad en la meseta. Uno de mis ayudantes, un novicio, había dejado abierta la puerta del hospital, y la borrasca sembró el desorden en el cuarto donde ahora estamos. Frascos quebrados, líquidos derramados por el suelo, hierbas y polvos dispersos. Tardé un día en reordenar mis cosas, y sólo me hice ayudar para barrer los potes y las hierbas irrecuperables. Cuando acabé, vi que faltaba justo el frasco en cuestión. Primero me preocupé, pero después me convencí de que se había roto y se había mezclado con el resto de los desperdicios. Hice lavar bien el suelo del hospital, y los estantes…

—¿Y habías visto el frasco pocas horas antes de la tormenta?

—Sí… O mejor dicho, no, ahora que lo pienso. Estaba escondido detrás de unos vasos, y no lo controlaba todos los días.

—O sea que, según eso, podrían habértelo robado mucho tiempo antes de la tormenta, sin que lo notaras.

—Ahora que lo dices, sí, bien pudiera haber sido así.

—Y aquel novicio que te ayudaba podría haberlo robado y haberse aprovechado luego de la tormenta para dejar adrede abierta la puerta y sembrar el desorden entre tus cosas.

Severino pareció muy excitado:

—Sí, sin duda. Además, cuando pienso en lo sucedido, recuerdo que me asombré de que la tempestad, por violenta que fuese, hubiera hecho tanto desastre. ¡Estoy casi seguro de que alguien se aprovechó de la tempestad para sembrar el desorden en el cuarto y provocar más daños de los que hubiese podido causar el viento!

—¿Quién era el novicio?

—Se llamaba Agostino. Pero murió el año pasado: se cayó de un andamio, junto con otros monjes y sirvientes, estaba limpiando las esculturas de la fachada de la iglesia. Además, ahora que recuerdo, me había jurado por todos los santos que él no había dejado abierta la puerta antes de la tormenta. Fui yo quien en medio de mi furor le atribuí la responsabilidad del incidente. Quizá en realidad no tuviese él la culpa.

—De modo que tenemos una tercera persona, probablemente mucho más experta que un novicio, que sabía de la existencia de tu veneno. ¿A quién se lo habías mencionado?

—En verdad, no lo recuerdo. Al Abad, sin duda, cuando le pedí permiso para conservar una sustancia tan peligrosa. Y a algún otro quizá, precisamente en la biblioteca, porque estuve buscando herbarios que me ayudasen a descubrir su composición.

—¿No me has dicho que tienes contigo los libros que más necesitas para tu arte?

—Sí, y muchos —dijo, señalando un rincón de la habitación donde se veía unos estantes cargados de libros—. Pero en aquella ocasión buscaba ciertos libros que aquí no podría guardar, y que incluso Malaquías se mostró remiso a mostrarme, hasta el punto de que tuve que pedir autorización al Abad —bajó el tono de su voz, como si tuviese reparos en que yo escuchara lo que iba a decir —. ¿Sabes?, en un sitio desconocido de la biblioteca se guardan incluso obras de nigromancia, de magia negra, recetas de filtros diabólicos. Dada la índole de mi tarea, se me permitió consultar algunas de esas obras. Esperaba encontrar una descripción de aquel veneno y de sus aplicaciones. Fue en vano.

—O sea que se lo mencionaste a Malaquías.

—Sí, sin duda, y quizá también al propio Berengario, que era su ayudante. Pero no saques conclusiones apresuradas: no recuerdo bien, quizá mientras hablaba había otros monjes, ya sabes que a veces el scriptorium está lleno…

—No sospecho de nadie. Sólo trato de comprender lo que pudo haber sucedido. De todos modos, me dices que eso fue hace varios años, y es curioso que alguien haya robado con esa anticipación un veneno que tardaría tanto en utilizar. Esto indicaría la presencia de una voluntad maligna que habría incubado largamente en la sombra un proyecto homicida.

Severino se persignó. Su rostro expresaba horror:

—¡Dios nos perdone a todos! —dijo.

No había nada más que comentar. Volvimos a cubrir el cuerpo de Berengario, que aún debían preparar para las exequias.