DESPUÉS DE NONA
Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.
Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcanzar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase.
Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octogonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.
Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquélla. Las vidrieras no eran coloreadas como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, y desempeñara así su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria[*], pero ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el recinto, ilustrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz encarna, la claritas[*], fuente de toda belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observaba en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería de ser trabajar en aquel sitio.
Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros), pero con una disposición no tan bella como la de aquél. Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.
Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.
Pero no tuve tiempo de observar su trabajo, porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar. Su rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante. La capucha —como venía de afuera aún la llevaba levantada— arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ellas sus pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.
El bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d’Alessandria, que estaba copiando unos libros que sólo permanecerían algunos meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rabano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.
Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis. Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado, estaba presente en todo lo que decían.
Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que deseaba consultar y éste iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas apretadísimas, que estaba sujeto a su mesa por una cadenita de oro.
Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día, era capaz de concederle. No los utilizaba para ver de lejos, pues su vista aún era muy buena, sino para ver de cerca. Con eso podía leer manuscritos redactados en letras pequeñísimas, que incluso a mí me costaba mucho descifrar. Me había explicado que, cuando el hombre supera la mitad de la vida, aunque hasta entonces haya tenido una vista excelente, su ojo se endurece y pierde la capacidad de adaptar la pupila; de modo que muchos sabios, después de haber cumplido las cincuenta primaveras, morían, por decirlo así, para la lectura y la escritura. Tremenda desgracia para unos hombres que habrían podido dar lo mejor de su inteligencia durante muchos años todavía. Por eso había de dar gracias al Señor de que alguien hubiese descubierto y fabricado aquel instrumento. Y al decírmelo pretendía ilustrar las ideas de su Roger Bacon, quien afirmaba que una de las metas de la ciencia era la de prolongar la vida humana.
Los otros monjes miraron a Guillermo con mucha curiosidad, pero no se atrevieron a hacerle preguntas. Comprendí que, incluso en un sitio tan celosa y orgullosamente dedicado a la lectura y escritura, aquel prodigioso instrumento no había penetrado todavía. Y me sentía orgulloso de estar junto a un hombre que poseía algo capaz de despertar el asombro de otros hombres famosos por su sabiduría.
Con aquel objeto en los ojos, Guillermo se inclinó sobre las listas inscritas en el códice. También yo miré, y descubrimos títulos de libros desconocidos, y de otros celebérrimos, que poseía la biblioteca.
—De pentagono Salomonis[*], Ars loquendi et intelligendi in lingua hebraica[*], De rebus metallicis[*] de Roger de Hereford, Algebra de Al Kuwarizmi, vertido al latín por Roberto Anglico, las Púnicas de Silio Itálico, los Gesta francorum[*], De laudibus sanctae crucis[*] de Rabano Mauro, y Flavii Claudii Giordani de aetate mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab A usque ad Z[*] —leyó mi maestro—. Espléndidas obras. Pero, ¿en qué orden están registradas? —citó de un texto que yo no conocía pero que, sin duda, Malaquías tenía muy presente—. «Habeat Librarius et registrum omnium librorum ordinatum secundum facultates et auctores, reponeatque eos separatim et ordinate cum signaturis per scripturam applicatis»[*]. ¿Cómo hacéis para saber dónde está cada libro?
Malaquías le mostró las anotaciones que había junto a cada título. Leí: iii, IV gradus, V in prima graecorum[*]; ii, V gradus, VII in tertia anglorum[*], etc. Comprendí que el primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo número, mientras que el tercero indicaba el armario, y también comprendí que las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca, y me atreví a pedir más detalles sobre esas últimas distinciones. Malaquías me miró severamente:
—Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que sólo el bibliotecario tiene acceso a la biblioteca. Por tanto, es justo y suficiente que sólo él sepa descifrar estas cosas.
—Pero, ¿en qué orden están registrados los libros en esta lista? —preguntó Guillermo—. No por temas, me parece.
No se refirió al orden correspondiente a la sucesión de las letras en el alfabeto, porque es un recurso que sólo he visto utilizar en estos últimos años, y que en aquella época era muy raro.
—Los orígenes de la biblioteca se pierden en la oscuridad del pasado más remoto —dijo Malaquías—, y los libros están registrados según el orden de las adquisiciones, de las donaciones, de su entrada en este recinto.
—Difíciles de encontrar —observó Guillermo.
—Basta con que el bibliotecario los conozca de memoria y sepa en qué época llegó cada libro. En cuanto a los otros monjes, pueden confiar en la memoria de aquél.
Y parecía estar hablando de otra persona; comprendí que estaba hablando de la función que en aquel momento él desempeñaba indignamente, pero que habían desempeñado innumerables monjes, ya desaparecidos, cuyo saber había ido pasando de unos a otros.
—Comprendo —dijo Guillermo—. Si, por ejemplo, yo buscase algo, sin saber exactamente qué, sobre el pentágono de Salomón, sabríais indicarme la existencia del libro cuyo título acabo de leer, y podríais localizarlo en el piso de arriba.
—Si realmente debierais aprender algo sobre el pentágono de Salomón —dijo Malaquías—. Pero ése es precisamente un libro que no podría proporcionaros sin antes consultar con el Abad.
—He sabido que uno de vuestros mejores miniaturistas —dijo entonces Guillermo— murió hace muy poco. El Abad me ha hablado de su arte. ¿Podría ver los códices que iluminaba?
—Adelmo da Otranto —dijo Malaquías, mirando a Guillermo con desconfianza—, dada su juventud, sólo trabajaba en los marginalia[*]. Tenía una imaginación muy vivaz, y con cosas conocidas sabía componer cosas desconocidas y sorprendentes, combinando, por ejemplo, un cuerpo humano con la cerviz de un caballo. Pero allí están sus libros. Nadie ha tocado aún su mesa.
Nos acercamos al sitio donde había trabajado Adelmo, todavía ocupado por los folios de un salterio adornado con exquisitas miniaturas. Eran folia[*] de finísimo vellum —el príncipe de los pergaminos—, y el último aún estaba fijado a la mesa. Una vez frotado con piedra pómez y ablandado con yeso, lo habían alisado con la plana y, entre los pequeñísimos agujeritos practicados en los bordes con un estilo muy fino, se habían trazado las líneas que servirían de guía para la mano del artista. La primera mitad ya estaba cubierta de escritura, y el monje había empezado a bosquejar las figuras de los márgenes. Los otros folios, en cambio, estaban acabados, y, al mirarlos, tanto a mí como a Guillermo nos fue imposible contener un grito de admiración. Se trataba de un salterio en cuyos márgenes podía verse la imagen de un mundo invertido respecto al que estamos habituados a percibir. Como si en el umbral de un discurso que, por definición, es el discurso de la verdad, se desplegase otro discurso profundamente ligado a aquél por sorprendentes alusiones in aenigmate[*], un discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban leones. Cabecitas con garras de pájaro, animales con manos humanas que les salían del lomo, cabezas de cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados, cuadrúpedos con cuellos de serpiente llenos de nudos inextricables, monos con cuernos de ciervo, sirenas con forma de ave y alas membranosas insertas en la espalda, hombres sin brazos y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás como jorobas, y figuras con una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza de caballo y caballos con piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros con cola de pez, monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una sola cabeza y dos cuerpos, vacas con cola de gallo y alas de mariposa, mujeres con la cabeza escamada como el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas con libélulas de morro de lagartija, centauros, dragones, elefantes, mantícoras, seres con pies enormes acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola surgía un arquero en posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello interminable, series de animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se mezclaban, a veces en la misma página, en una escena campestre, donde se veía representada, con tanta vivacidad que las figuras daban la impresión de estar vivas, toda la vida del campo, labradores, recolectores de frutas, cosechadores, hilanderas, sembradores, junto a zorros y garduñas armadas con ballestas que trepaban por las murallas de una ciudad defendida por monos. Aquí una L inicial cuya rama inferior engendraba un dragón; allá una V de «verba»[*], lanzaba como zarcillo natural de su tronco una serpiente de mil volutas, de las que surgían a su vez otras serpientes cual pámpanos y corimbos.
Junto al salterio había un exquisito libro de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con qué instrumento sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras, torsos humanos sin brazos, que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un sitio, como una especie de continuación de los tres «Sanctus, Sanctus, Sanctus»[*], repetidos en tres líneas diferentes, se veían tres figuras animalescas con cabezas humanas, dos de las cuales aparecían torcidas hacia arriba y hacia abajo respectivamente para unirse en un beso que no habría dudado en calificar de inverecundo si no hubiese estado convencido de que, aunque no evidente, debía existir una profunda justificación espiritual para que aquella imagen figurara en ese sitio.
Examiné aquellas páginas dividido entre la admiración sin palabras y la risa, porque, aunque comentasen textos sagrados, las figuras movían necesariamente a la hilaridad. Por su parte, fray Guillermo las miraba sonriendo, y comentó:
—Babewyn, así los llaman en mis islas.
—Babouins, como los llaman en las Galias —dijo Malaquías—. Y, en efecto, Adelmo aprendió su arte en vuestro país, aunque después estudiase también en Francia. Babuinos, o sea monos africanos. Figuras de un mundo invertido, donde las casas están apoyadas en las puntas de las agujas y la tierra aparece por encima del cielo.
Recordé unos versos que había escuchado en la lengua vernácula de mi tierra, y no pude dejar de recitarlos:
Y Malaquías continuó, citando el mismo texto:
—Sí, estimado Adso —continuó el bibliotecario—, estas imágenes nos hablan de aquella región a la que se llega cabalgando sobre una oca azul, donde se encuentran gavilanes pescando en un arroyo, osos que persiguen halcones por el cielo, cangrejos que vuelan con las palomas, y tres gigantes cogidos en una trampa, mientras un gallo los ataca a picotazos.
Una pálida sonrisa iluminó sus labios. Entonces, los otros monjes, que habían seguido la conversación en actitud más bien tímida, se echaron a reír libremente, como si hubiesen estado esperando la autorización del bibliotecario. Éste volvió a ponerse sombrío, mientras los otros seguían riendo, alabando la habilidad del pobre Adelmo y mostrándose unos a otros las figuras más inverosímiles. Y fue entonces, mientras todos seguían riendo, cuando escuchamos a nuestras espaldas una voz, solemne y grave:
—Verba vana aut risui apta non loqui.[*]
Nos volvimos. El que acababa de hablar era un monje encorvado por el peso de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía.
—El hombre que estáis viendo, venerable por su edad y por su saber —dijo Malaquías a Guillermo señalando al recién llegado—, es Jorge de Burgos. Salvo Alinardo da Grottaferrata, es la persona de más edad que vive en el monasterio, y son muchísimos los monjes que le confían la carga de sus pecados en el secreto de la confesión —se volvió hacia el anciano y dijo —. El que está ante vos es fray Guillermo de Baskerville, nuestro huésped.
—Espero que mis palabras no os hayan irritado —dijo el viejo en tono brusco—. He oído a unas personas que reían de cosas risibles y les he recordado uno de los principios de nuestra regla. Y, como dice el salmista, si el monje debe abstenerse de los buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Pero vos venís de otra orden, donde me dicen que se ve con indulgencia incluso el alborozo más inoportuno.
Aludía a lo que comentaban los benedictinos de las extravagancias de san Francisco de Asís, y quizá también de las atribuidas a los fraticelli y a los espirituales de toda laya que constituían los retoños más recientes y más incómodos de la orden franciscana. Pero fray Guillermo fingió no haber comprendido la insinuación.
—Las imágenes marginales suelen provocar sonrisas, pero tienen una finalidad edificante —respondió—. Así como en los sermones para estimular la imaginación de las muchedumbres piadosas es pertinente insertar exempla[*], muchas veces divertidos, también el discurso de las imágenes debe permitirse estas nugae[*]. Para cada virtud y para cada pecado puede hallarse un ejemplo en los bestiarios, y los animales permiten representar el mundo de los hombres.
—¡Oh, sí! —se burló el anciano, pero sin sonreír—, toda imagen es buena para estimular la virtud, para que la obra maestra de la creación, puesta patas arriba, se convierta en objeto de risa. ¡Así la palabra de Dios se manifiesta en el asno que toca la lira, en el cárabo que ara con el escudo, en los bueyes que se uncen solos al arado, en los ríos que remontan sus cursos, en el mar que se incendia, en el lobo que se vuelve eremita! ¡Salid a cazar liebres con los bueyes, que las lechuzas os enseñen la gramática, que los perros muerdan a las pulgas, que los ciegos miren a los mudos y que los mudos pidan pan, que la hormiga saque a pastar al ternero, que vuelen los pollos asados, que las hogazas crezcan en los techos, que los papagayos den clase de retórica, que las gallinas fecunden a los gallos, poned el carro delante de los bueyes, que el perro duerma en la cama y que todos caminen con las piernas en alto! ¿Qué quieren todas estas nugae? ¡Un mundo invertido y opuesto al que Dios ha establecido, so pretexto de enseñar los preceptos divinos!
—Pero el Areopagita enseña —dijo con humildad Guillermo— que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugue de Saint Victor nos recordaba que cuanto más disímil es la comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal, viéndose así obligada a descubrir los misterios que se ocultan bajo la torpeza de las imágenes…
—¡Conozco ese argumento! Y admito con vergüenza que ha sido el argumento fundamental de nuestra orden en la época en que los abades cluniacenses luchaban con los cistercienses. Pero san Bernardo tenía razón: poco a poco el hombre que representa monstruos y portentos de la naturaleza para realzar las cosas de Dios per speculum et in aenigmate[*] se aficiona a la naturaleza misma de las monstruosidades que crea y se deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo a través de ellas. Basta con que miréis, vosotros que aún tenéis vista, los capiteles de vuestro claustro —y señaló con la mano hacia fuera de las ventanas, en dirección a la iglesia—, ¿qué significan esas monstruosidades ridículas, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas, desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la meditación? Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres semihumanos con la boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta. Esos tigres de piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas cabezas con un solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente, y peces con cabeza de cuadrúpedo, y aquí un animal que por delante parece caballo y por detrás macho cabrío, y allá un equino con cuernos, y ¡ea! al monje ya le agrada más leer los mármoles que los manuscritos, y admira las obras del hombre en lugar de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberíais sentir por el deseo de vuestros ojos y por vuestras sonrisas!
El anciano se detuvo imponente. Jadeaba. Admiré la vivida memoria con que, quizá después de tantos años de ceguera, recordaba las imágenes cuya deformidad estaba describiendo. Llegué a sospechar, incluso, que, si aún podía hablar de ellas con tanto apasionamiento, era porque en la época en que las había contemplado no era improbable que hubiese sucumbido a su seducción. Pues con frecuencia he encontrado las representaciones más seductoras del pecado precisamente en las páginas de los hombres más virtuosos, que condenaban su fascinación y sus efectos. Signo de que esos hombres son tan fogosos en el testimonio de la verdad, que por amor a Dios no vacilan en atribuir al mal todos los encantos con que éste se envuelve, para que los hombres conozcan mejor las artes que utiliza el maligno para seducirlos. Y, en efecto, las palabras de Jorge despertaron en mí un gran deseo de ver los tigres y los monos del claustro, que aún no había examinado. Pero Jorge interrumpió el curso de mis ideas porque, ya menos excitado, retomó la palabra.
—Nuestro Señor no necesitó tantas necedades para indicarnos el recto camino. En sus parábolas nada hay que mueva a risa o que provoque miedo. Adelmo, en cambio, cuya muerte ahora lloráis, gozaba tanto con las monstruosidades que pintaba, que había perdido de vista aquellas cosas últimas cuya imagen material debían representar. Y recorrió todos, digo todos —su voz se volvió solemne y amenazadora—, los senderos de la monstruosidad. O sea que Dios sabe castigar.
Sobre los presentes cayó un silencio embarazoso. Se atrevió a quebrarlo Venancio de Salvemec.
—Venerable Jorge —dijo—, vuestra virtud os hace ser injusto. Dos días antes de la muerte de Adelmo, presenciasteis una discusión erudita que se desarrolló precisamente en este scriptorium. Adelmo, que se permitía representar seres extravagantes y fantásticos, se preocupaba, sin embargo, de que su arte cantase la gloria de Dios, y fuese un instrumento para conocer las cosas celestes. Hace un momento fray Guillermo citaba al Areopagita a propósito del conocimiento a través de la deformidad. Y Adelmo citó en aquella ocasión a otra autoridad eminentísima, la del doctor de Aquino, cuando dijo que conviene que las cosas divinas se representen más en la figura de los cuerpos viles que en la figura de los cuerpos nobles. Primero, porque así el alma humana se libera más fácilmente del error. En efecto, resulta claro que ciertas propiedades no pueden atribuirse a las cosas divinas, mientras que, tratándose de representaciones a través de la figura de cuerpos nobles, esa imposibilidad ya no sería tan evidente. Segundo, porque ese tipo de representación conviene más al conocimiento de Dios que tenemos en esta tierra: en efecto, se nos manifiesta más en lo que no es que en lo que es, y por eso las comparaciones con las cosas que más lejos están de Dios nos permiten llegar a una idea más exacta de él, porque de ese modo sabemos que está por encima de lo que decimos y pensamos. Y, en tercer lugar, porque así las cosas de Dios se esconden mejor de las personas indignas. En suma, lo que discutíamos era cómo se puede descubrir la verdad a través de expresiones sorprendentes, ingeniosas y enigmáticas. Y yo le recordé que en la obra del gran Aristóteles había encontrado palabras bastante claras en ese sentido…
—No recuerdo —lo interrumpió con sequedad Jorge—, soy muy viejo. No recuerdo. Tal vez he sido demasiado severo. Ahora es tarde, debo marcharme.
—Es raro que no recordéis —insistió Venancio—. Fue una discusión muy sabia y muy bella, en la que también intervinieron Bencio y Berengario. En efecto, se trataba de saber si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los poetas parecen haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una reflexión distinta y sorprendente sobre las cosas, y yo decía que el sabio también debe poseer esa virtud… Y también estaba Malaquías…
—Si el venerable Jorge no recuerda, respeta su edad y la fatiga de su mente… por lo demás, siempre tan viva —intervino uno de los monjes que asistían a la discusión.
La frase había sido pronunciada con tono agitado, al menos inicialmente, porque, queriendo justificar la respetabilidad de Jorge, su autor había puesto en evidencia una debilidad del anciano, por lo que refrenó el ímpetu de su intervención y acabó casi en un susurro que sonó como un pedido de excusas. El que había hablado era Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Era un joven de rostro pálido, y al observarlo recordé lo que había dicho Ubertino de Adelmo: sus ojos parecían los de una mujer lasciva. Amedrentado por las miradas de todos, que entonces se posaron en él, se retorcía los dedos de las manos como si intentase sofrenar una tensión íntima.
La reacción de Venancio fue muy extraña. Miró de tal modo a Berengario que éste bajó los ojos:
—Muy bien, hermano —dijo—, si la memoria es un don de Dios, también la capacidad de olvido puede ser encomiable, y debe respetarse. Y yo la respeto en el anciano hermano con quien hablaba. De ti esperaba un recuerdo más vivo de lo que sucedió estando aquí reunidos con tu queridísimo amigo…
No sabría decir si Venancio pronunció con especial énfasis la palabra «queridísimo». El hecho es que advertí la sensación de incomodidad que se apoderó de los asistentes. Cada uno miraba hacia otro lado y nadie miraba a Berengario, que se cubrió de rubor. De pronto intervino Malaquías, y dijo con tono de autoridad:
—Venid, fray Guillermo, os mostraré otros libros interesantes.
El grupo se deshizo. Vi que Berengario echaba a Venancio una mirada cargada de rencor, y que Venancio se la devolvía, desafiándolo sin palabras. Al advertir que el anciano Jorge se alejaba, movido por un sentido de respetuosa reverencia, me incliné para besar su mano. El anciano recibió el beso, posó su mano sobre mi cabeza y preguntó quién era. Cuando le hube dicho mi nombre, se le iluminó el rostro.
—Llevas un nombre grande y muy bello —dijo—. ¿Sabes quién fue Adso de Montier-en-Der? —preguntó. Confieso que no lo sabía. Y el mismo Jorge respondió —. Fue el autor de un libro grande y tremendo, el Libellus de Antichristo[*], donde profetizó lo que habría de suceder… pero no lo escucharon como merecía.
—El libro fue escrito antes del milenio —dijo Guillermo— y esos hechos no se produjeron…
—Para el que no tiene ojos para ver —dijo el ciego—. Las vías del Anticristo son lentas y tortuosas. Llega cuando no lo esperamos; no porque el cálculo del apóstol esté errado, sino porque no hemos aprendido el arte en que ese cálculo se basa —y gritó, en voz muy alta, volviendo el rostro hacia la sala, y con una sonoridad que retumbó en las bóvedas del scriptorium —. ¡Ya llega! ¡No perdáis los últimos días riéndoos de los monstruitos de piel jaspeada y cola retorcida! ¡No desperdiciéis los últimos siete días!