Cuarto día

DESPUÉS DE COMPLETAS

Donde se visita de nuevo el laberinto, se llega hasta el umbral del finis Africae, pero no se lo puede cruzar porque no se sabe qué son el primero y el séptimo de los cuatro, y al final Adso tiene una recaída, por lo demás bastante erudita, en su enfermedad de amor.

La visita a la biblioteca nos tomó muchas horas de trabajo. En teoría, la inspección que debíamos hacer era fácil, pero avanzar iluminándonos con la lámpara, leer las inscripciones, marcar en el mapa los pasos y las paredes sin abertura, registrar las iniciales, recorrer los diferentes trayectos permitidos por el juego de pasos y obstrucciones, resultó bastante largo. Y tedioso.

Hacía mucho frío. Era una noche sin viento y no se oían aquellos silbidos penetrantes que nos habían impresionado la vez anterior, pero por las troneras entraba un aire húmedo y helado. Nos habíamos puesto guantes de lana para poder tocar los volúmenes sin que las manos se nos pasmasen. Pero justo eran los que se usaban para poder escribir en invierno, abiertos en la punta de los dedos; de modo que cada tanto teníamos que acercar las manos a la llama, ponérnoslas bajo el escapulario o golpearlas entre sí, mientras ateridos dábamos saltitos para reanimarnos.

Por eso no lo hicimos todo de una tirada. Nos detuvimos a curiosear en los armaria, y, ahora que —con sus nuevas lentes calzadas en la nariz— podía demorarse leyendo los libros, Guillermo prorrumpía en exclamaciones de júbilo cada vez que descubría otro título, ya fuese porque conocía la obra, porque hacía tiempo que la buscaba o, por último, porque nunca la había oído mencionar y eso excitaba al máximo su curiosidad. En suma, cada libro era para él como un animal fabuloso encontrado en una tierra desconocida. Y mientras hojeaba un manuscrito me ordenaba que buscase otros.

—¡Mira qué hay en ese armario!

Y yo iba pasando los volúmenes y leyéndole con dificultad sus títulos:

Historia anglorum de Beda… Y del mismo Beda De aedificatione templi, De tabernaculo, De temporibus et computo et chronica et circuli Dionysi, Ortographia, De ratione metrorum, Vita Sancti Cuthberti, Ars metrica

—Por supuesto, todas las obras del Venerable… ¡Y mira éstos! De rhetorica cognatione, Locorum rhetoricorum distinctio[*]. Y todos estos gramáticos, Prisciano, Honorato, Donato, Maximo, Victorino, Eutiques, Focas, Asper… Es curioso, al principio pensé que aquí había autores de la Anglia… Miremos más abajo…

Hisperica… famina. ¿Qué es?

—Un poema hibérnico. Escucha:

Hoc spumans mundanas obvallat Pelagus oras

terrestres amniosis fluctibus cudit margines.

Saxeas undosis molibus irruit avionias.

Infima bomboso vertice miscet glareas

asprifero spergit spumas sulco,

sonoreis frequenter quatibur flabris…[*]

El sentido se me escapaba, pero Guillermo hacía rodar de tal modo las palabras en la boca que parecía oírse el sonido de las olas y la espuma del mar.

—¿Y éste? Es Aldhelm de Malmesbury, oíd lo que dice aquí: Primitus pantorum procerum poematorum pio potissimum paternoque presertim privilegio panegiricum poemataque passim prosatori sub polo promúlgalas[*] ¡Todas las palabras comienzan con la misma letra!

—Los hombres de mis islas son todos un poco locos —decía Guillermo con orgullo—. Miremos en el otro armario.

—Virgilio.

—¿Cómo está aquí? ¿Qué de Virgilio? ¿Las Geórgicas?

—No. Epítomes. Nunca los había oído mencionar.

—¡Pero no es Marón! Es Virgilio de Toulouse, el rétor, seis siglos después del nacimiento de Nuestro Señor. Tuvo fama de ser un gran sabio…

—Aquí dice que las artes son poema, rethoria, grama, leporia, dialecta, geometria… Pero, ¿en qué lengua habla?

—En latín, pero en un latín inventado por él, mucho más bello, en su opinión, que el otro. Lee aquí: dice que la astronomía estudia los signos del zodíaco que son mon, man, tonte, piron, dameth, perfellea, belgalic, margaleth, lutamiron, taminon y raphalut.

—¿Estaba loco?

—No sé, no era de mis islas. Escucha esto otro: dice que hay doce maneras de designar el fuego, ignis, coquihabin (quia incocta coquendi habet dictionem), ardo, calax ex calore, fragon ex fragore flammae, rusin de rubore, fumaton, ustrax de urendo, vitius quia pene mortua membra suo vivificat, siluleus, quod de silice siliat, unde et silex non recte dicitur, nisi ex qua scintilla silit. Y aeneon, de Aenea deo, qui in eo habitat, sive a quo elementis flatus fertur[*].

—¡Pero nadie habla así!

—Afortunadamente. Eran épocas en las que, para olvidar la maldad del mundo, los gramáticos se entretenían con problemas abstrusos. He sabido que en cierta ocasión los rotores Gabundus y Terentius se pasaron quince días y quince noches discutiendo sobre el vocativo de ego, y al final llegaron a las armas.

—Pero también este otro, escuchad… —había cogido un libro maravillosamente iluminado con laberintos vegetales entre cuyos zarcillos asomaban monos y serpientes —. Escuchad qué palabras: cantamen, collamen, gongelamen, stemiamen, plasmamen, sonerus, alboreus, gaudifluus, glaucicomus…

—Mis islas —volvió a decir Guillermo enternecido—. No seas severo con esos monjes de la lejana Hibernia. Quizá a ellos tengamos que agradecerles la existencia de esta abadía y la supervivencia del sacro imperio romano. En aquella época el resto de Europa era un montón de ruinas… En cierta ocasión se declararon nulos los bautismos impartidos por algunos curas en las Galias, porque bautizaban in nomine patris et filiae[*], y no porque practicasen una nueva herejía según la cual Jesús habría sido mujer, sino porque ya no sabían latín.

—¿Como Salvatore?

—Más o menos. Los piratas del extremo norte bajaban por los ríos para saquear Roma. Los templos paganos se convertían en ruinas y los cristianos aún no existían. Fueron sólo los monjes de la Hibernia quienes en sus monasterios escribieron y leyeron, leyeron y escribieron, e iluminaron, y después se metieron en unas barquitas hechas con pieles de animales y navegaron hacia estas tierras y os evangelizaron como si fueseis infieles, ¿comprendes? Has estado en Bobbio: fue uno de aquellos monjes, san Colombano, quien lo fundó. De modo que no los fastidies porque hayan inventado un nuevo latín, puesto que en Europa ya no se sabía el viejo. Fueron grandes hombres. San Brandán llegó hasta las islas Afortunadas, y bordeó las costas del infierno, donde, en un arrecife, vio a Judas encadenado, y cierto día llegó a una isla y al poner pie en ella descubrió que era un monstruo marino. Sin duda, eran locos —repitió con tono satisfecho.

—Sus imágenes son… ¡No puedo dar crédito a lo que ven mis ojos! ¡Y cuántos colores! —dije, extasiado.

—En un país donde los colores no abundan, un poco de azul y verde por todas partes. Pero no sigamos hablando de los monjes hibernios. Lo que quiero saber es por qué están aquí junto a los anglos y a gramáticos de otros países. Mira en tu mapa. ¿Dónde deberíamos estar?

—En las habitaciones del torreón occidental. También he copiado las inscripciones. Pues bien, al salir de la habitación ciega se entra en la sala heptagonal, y hay un solo paso que comunica con una habitación del torreón, donde la letra en rojo es una H. Después se pasa por las diferentes habitaciones del interior del torreón, hasta que se llega otra vez a la habitación ciega. La secuencia de las letras es… ¡Tenéis razón! ¡HIBERNI!

—HIBERNIA[*], si desde la habitación ciega regresas a la heptagonal, que, como las otras tres, tiene la letra A de Apocalipsis. Por eso están aquí las obras de los autores de la última Tule, y también las de los gramáticos y los rétores, porque los que ordenaron la biblioteca pensaron que un gramático debe estar con los gramáticos hibernios, aunque sean de Toulouse. Es un criterio. ¿Ves como ya empezamos a entender algo?

—Pero en las habitaciones del torreón oriental, por el que hemos entrado, las letras forman FONS… ¿Qué significa?

—Lee bien tu mapa, sigue leyendo las letras de las salas por las que hay que atravesar.

—FONS ADAEU…

—No, Fons Adae[*]: la U es la segunda habitación ciega oriental. La recuerdo; quizá corresponda a otra secuencia. ¿Y qué hemos encontrado en el Fons Adae, o sea en el paraíso terrenal (recuerda que allí es donde está la habitación con el altar orientado hacia el sol naciente)?

—Había muchas biblias, y comentarios sobre la biblia, sólo libros sagrados.

—De modo que, ya lo ves, la palabra de Dios asociada con el paraíso terrenal, que, como todos dicen, se encuentra en una región lejana, hacia oriente. Y aquí, a occidente, Hibernia.

—¿Entonces la planta de la biblioteca reproduce el mapa del mundo?

—Es probable. Y los libros están colocados por los países de origen, o por el sitio donde nacieron sus autores o, como en este caso, por el sitio donde deberían haber nacido. Los bibliotecarios pensaron que Virgilio el gramático nació por error en Toulouse, pues debería haber nacido en las islas occidentales. Repararon los errores de la naturaleza.

Seguimos avanzando. Pasamos por una serie de salas donde se guardaban numerosos y espléndidos Apocalipsis, y una de ellas era la habitación donde había tenido yo aquellas visiones. E incluso, cuando vimos desde lejos la luz, Guillermo se tapó la nariz y corrió a apagarla, escupiendo sobre las cenizas. Y de todos modos atravesamos la habitación a toda prisa, pero no pude olvidar que allí había visto el bellísimo Apocalipsis multicolor con la mulier amicta sole[*] y el dragón. Reconstruimos la secuencia de aquellas salas partiendo de la última en que entramos, cuya inicial en rojo era una Y. Leyendo al revés, obtuvimos la palabra YSPANIA[*], pero la última A era la misma del final de HIBERNIA. Signo, dijo Guillermo, de que había habitaciones donde se guardaban obras de carácter mixto.

En todo caso, la zona denominada YSPANIA nos pareció poblada por una cantidad de códices que contenían el Apocalipsis, todos ellos ricamente ilustrados en un estilo que Guillermo reconoció como hispánico. Descubrimos que la biblioteca poseía quizá la mayor colección de copias del libro del apóstol de toda la cristiandad, así como una inmensa cantidad de comentarios de ese texto. Había volúmenes enormes dedicados a contener el comentario de Beato de Liébana. El texto era siempre más o menos el mismo, pero encontramos una fantástica variedad en las imágenes, y Guillermo reconoció las referencias a alguno de los que, en su opinión, eran los mejores miniaturistas del reino de Asturias: Magius, Facundus y otros.

Mientras íbamos observando éstas y otras cosas, llegamos al torreón meridional, cerca del cual habíamos pasado la otra noche. Desde la habitación S de YSPANIA —sin ventanas— se pasaba a una habitación E, y, después de atravesar las cinco habitaciones del torreón, llegamos a la última, que no comunicaba con ninguna otra, y cuya inicial era una L en rojo. Leyendo la secuencia de nuevo al revés, tuvimos la palabra LEONES.

—Leones, meridión, en nuestro mapa estamos en África, hic sunt leones[*]. Esto explica por qué hemos encontrado tantos textos de autores infieles.

—Y hay más —dije mientras hurgaba en los armarios—. Canon de Avicena, y este hermosísimo códice en una caligrafía que no conozco…

—A juzgar por las decoraciones debería ser un corán, pero lamentablemente no conozco el árabe.

—El Corán, la biblia de los infieles, un libro perverso…

—Un libro que contiene una sabiduría diferente de la nuestra. Pero ya veo que entiendes por qué lo pusieron aquí, con los leones y los monstruos. Por eso también encontramos aquí el libro sobre los animales monstruosos, donde viste el unicornio. En esta zona, llamada LEONES, se guardan los libros que, según los constructores de la biblioteca, contienen mentiras. ¿Qué hay allí?

—Están en latín, pero son traducciones del árabe. Ayyub al Ruhawi, un tratado sobre la hidrofobia canina. Y éste es un libro sobre los tesoros. Y este otro el De aspectibus de Alhazen…

—Ves: entre los monstruos y las mentiras, también han puesto obras de ciencia, de las que tanto deben aprender los cristianos. Así se pensaba en la época en que se construyó la biblioteca.

—Pero ¿por qué han puesto entre las falsedades un libro con el unicornio? —pregunté.

—Sin duda, los fundadores de la biblioteca tenían ideas extrañas. Es probable que hayan pensado que ese libro, donde se habla de animales fantásticos que viven en países lejanos, formaba parte del repertorio de mentiras difundido por los infieles.

—¿El unicornio es una mentira? Es un animal muy gracioso, que encierra un simbolismo muy grande. Figura de Cristo y de la castidad, sólo es posible capturarlo poniendo una virgen en el bosque, para que, al percibir su olor castísimo, el animal se acerque y pose la cabeza en su regazo, dejándose atrapar por los lazos de los cazadores.

—Eso dicen, Adso. Pero muchos se inclinan a pensar que se trata de una fábula inventada por los paganos.

—¡Qué desilusión! Me habría hecho gracia encontrar alguno al atravesar un bosque. Si no, ¿qué gracia tendría atravesar un bosque?

—Tampoco está dicho que no exista. Quizá no sea como lo representan estos libros. Un viajero veneciano, que llegó hasta países muy remotos, ya cerca del fons paradisi[*] que mencionan los mapas, vio unicornios. Pero le parecieron torpes y sin gracia, negros y feísimos. Creo que los animales que vio tenían de verdad un cuerno en la frente. Es probable que hayan sido los mismos cuya descripción nos dejaron los maestros del saber antiguo, nunca del todo erróneo, a quienes Dios concedió ver cosas que nosotros no hemos visto. Aquella descripción inicial debió de ser fiel, pero al viajar de auctoritas en auctoritas, la imaginación la fue transformando, hasta que los unicornios se convirtieron en animales graciosos, blancos y dóciles. De modo que si te enteras de que en un bosque habita un unicornio, no vayas con una virgen, porque el animal podría parecerse más al que vio el veneciano que al que figura en este libro.

—Y ¿cómo otorgó Dios a los maestros del saber antiguo la revelación de la verdadera naturaleza del unicornio?

—No la revelación, sino la experiencia. Tuvieron la suerte de nacer en países donde vivían unicornios, o en épocas en las que los unicornios vivían en esos países.

—Pero entonces, ¿cómo podemos confiar en el saber antiguo, cuyas huellas siempre estáis buscando, si nos llega a través de unos libros mentirosos que lo han interpretado con tanta libertad?

—Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir, como vieron muy bien los viejos comentadores de las escrituras. Tal como lo describen estos libros, el unicornio contiene una verdad moral, alegórica o anagógica, que sigue siendo verdadera, como lo sigue siendo la idea de que la castidad es una noble virtud. Pero en cuanto a la verdad literal, en la que se apoyan las otras tres, queda por ver de qué dato de experiencia originaria deriva aquella letra. La letra debe discutirse, aunque el sentido adicional siga siendo válido. En cierto libro se afirma que la única manera de tallar el diamante consiste en utilizar sangre de macho cabrio. Mi maestro, el gran Roger Bacon, dijo que eso no era cierto, simplemente porque había intentado hacerlo y no había tenido éxito. Pero si hubiese existido alguna relación simbólica entre el diamante y la sangre de macho cabrío, ese sentido superior habría permanecido intacto.

—De modo que pueden decirse verdades superiores mintiendo en cuanto a la letra. Sin embargo, sigo lamentando que el unicornio, tal como es, no exista, no haya existido o no pueda existir algún día.

—No nos está permitido poner límites a la omnipotencia divina, y, si Dios quisiera, podrían existir incluso los unicornios. Pero consuélate, existen en estos libros, que, si bien no hablan del ser real, al menos hablan del ser posible.

—Entonces ¿hay que leer los libros sin recurrir a la fe, que es virtud teologal?

—Quedan otras dos virtudes teologales. La esperanza de que lo posible sea. Y la caridad hacia el que ha creído de buena fe que lo posible era.

—Pero ¿de qué os sirve el unicornio si vuestro intelecto no cree en él?

—Me sirve como me ha servido la huella de los pies de Venancio en la nieve, cuando lo arrastraron hasta la tinaja de los cerdos. El unicornio de los libros es como una impronta. Si existe la impronta, debe de haber existido algo de lo que ella es impronta.

—Algo que es distinto de la impronta misma, queréis decir.

—Sí. No siempre una impronta tiene la misma forma que el cuerpo que la ha impreso, y no siempre resulta de la presión de un cuerpo. A veces reproduce la impresión que un cuerpo ha dejado en nuestra mente, es impronta de una idea. La idea es signo de las cosas, y la imagen es signo de la idea, signo de un signo. Pero a partir de la imagen puedo reconstruir, si no el cuerpo, al menos la idea que otros tenían de él.

—¿Y eso os basta?

—No, porque la verdadera ciencia no debe contentarse con ideas, que son precisamente signos, sino que debe llegar a la verdad singular de las cosas. Por tanto, me gustaría poder remontarme desde esta impronta de una impronta hasta el unicornio individual que está al comienzo de la cadena. Así como me gustaría remontarme desde los signos confusos dejados por el asesino de Venancio (signos que podrían referirse a muchas personas) hasta un individuo único, que es ese asesino. Pero no siempre es posible hacerlo en breve tiempo, sin tener que pasar por una serie de otros signos.

—Entonces, ¿nunca puedo hablar más que de algo que me habla de algo distinto, y así sucesivamente, sin que exista el algo final, el verdadero?

—Quizá existe, y es el individuo unicornio. No temas, tarde o temprano lo encontrarás, aunque sea negro y feo.

—Unicornios, leones, autores árabes y moros en general —dije entonces—. Sin duda, esto es el África de que hablaban los monjes.

—Sin duda lo es. Y si lo es, deberíamos encontrar a los poetas africanos a que aludió Pacifico da Tivoli.

En efecto, retrocediendo hasta la habitación L, encontré un armario donde había una colección de libros de Floro, Frontón, Apuleyo, Marciano Capella y Fulgencio.

—Así que es aquí donde Berengario decía que tendría que estar la explicación de cierto secreto —dije.

—Casi aquí. Usó la expresión «finis Africae», y al escuchar estas palabras fue cuando Malaquías se enfadó tanto. El finis podría ser esta última habitación, o bien… —lanzó un grito —. ¡Por las siete iglesias de Clonmacnois! ¿No has notado nada?

—¿Qué?

—¡Regresemos a la habitación S, de la que hemos partido!

Regresamos a la primera habitación ciega cuya inscripción rezaba: Super thronos viginti quatuor[*]. Tenía cuatro aberturas. Una comunicaba con la habitación. Y, que tenía una ventana abierta hacia el octágono. Otra comunicaba con la habitación P, que, siguiendo la pared externa, se insertaba en la secuencia YSPANIA. La que daba al torreón comunicaba con la habitación E, que acabábamos de atravesar. Después había una pared sin aberturas, y por último un paso que comunicaba con una segunda habitación ciega cuya inicial era una U. La habitación S era la del espejo, y por suerte éste se encontraba en la pared situada inmediatamente a mi derecha, porque si no, me hubiese llevado de nuevo un buen susto.

Mirando bien el mapa, descubrí que aquella habitación tenía algo especial. Como las demás habitaciones ciegas de los otros tres torreones, habría tenido que comunicar con la habitación heptagonal central. De no ser así, la entrada al heptágono debería estar en la habitación ciega de al lado, la U. Sin embargo, no era así: esta última, que comunicaba con una habitación T con ventana al octágono interno, y con la habitación S, ya conocida, tenía las restantes tres paredes llenas de armarios, o sea sin aberturas. Mirando a nuestro alrededor descubrimos algo que entonces nos pareció evidente, también razonando con el mapa: por razones no sólo de estricta simetría, sino también de lógica, aquel torreón debería tener su habitación heptagonal, y, sin embargo, esa habitación faltaba.

—No existe —dije.

—No es que no exista. Si no existiese, las otras habitaciones serían más grandes. Pero son más o menos del mismo tamaño que las de los otros torreones. Existe, pero no tiene acceso.

—¿Está tapiada?

—Probablemente. De modo que éste es el finis Africae, el sitio por el que rondaban los curiosos que ahora están muertos. Está tapiada, pero no está dicho que no exista algún pasadizo. Más aún: seguro que existe, y Venancio lo encontró, o bien Adelmo se lo había descrito, y a éste, a su vez, Berengario. Releamos sus notas.

Extrajo del sayo el folio de Venancio y volvió a leer:

—La mano sobre el ídolo opera sobre el primero y el séptimo de los cuatro —miró a su alrededor— ¡Pero sí! ¡El idolum es la imagen del espejo! Venancio pensaba en griego, y en esa lengua, todavía más que en la nuestra, eidolon es tanto imagen como espectro, y el espejo nos devuelve nuestra imagen deformada, que nosotros mismos, la otra noche, confundimos con un espectro. Pero entonces, ¿qué serán los cuatro supra speculum[*]? ¿Algo que hay sobre la superficie reflejante? En tal caso, deberíamos situarnos en cierto ángulo desde el cual pudiera verse algo que se refleja en el espejo y que corresponde a la descripción que da Venancio…

Nos movimos en todas direcciones, pero en vano. Además de nuestras propias imágenes, el espejo sólo nos devolvía confusamente las formas del resto de la sala, apenas iluminada por la lámpara.

—Entonces —reflexionaba Guillermo—, con supra speculum[*] podría querer decir más allá del espejo… Lo que entrañaría que primero llegásemos más allá, porque sin duda este espejo es una puerta.

El espejo era más alto que un hombre normal, y estaba encajado en la pared mediante un sólido marco de roble. Lo tocamos por todas partes, tratamos de meter nuestros dedos, nuestras uñas, entre el marco y la pared, pero el espejo estaba firme como si formase parte de la pared, como piedra en la piedra.

—Y si no es más allá, podría ser super speculum —murmuraba Guillermo, mientras se ponía en puntas de pie y alzaba el brazo para pasar la mano por el borde superior del marco, sin encontrar más que polvo—. Además —reflexionó melancólicamente—, aunque allí detrás haya una habitación, el libro que buscamos, y que otros han buscado, no está ya en ella, porque se lo han llevado, primero Venancio y después, quién sabe dónde, Berengario.

—Quizá Berengario volvió a ponerlo aquí.

—No, aquella noche estábamos en la biblioteca, y todo parece indicar que murió no mucho después del hurto, aquella misma noche, en los baños. Si no, lo hubiésemos vuelto a ver la mañana siguiente. No importa. Por ahora hemos averiguado dónde está el finis Africae y disponemos de casi todos los elementos para perfeccionar nuestro mapa de la biblioteca. Debes admitir que ya se han aclarado muchos de los misterios del laberinto. Todos, diría, salvo uno. Creo que me será más útil una relectura cuidadosa del manuscrito de Venancio, que seguir explorando la biblioteca. Ya has visto que el misterio del laberinto nos ha resultado más fácil de aclarar desde fuera que desde dentro. No será esta noche, frente a nuestras imágenes deformadas, cuando resolveremos el problema. Además, la lámpara se está consumiendo. Ven, completemos las indicaciones que necesitamos para acabar el mapa.

Recorrimos otras salas, siempre registrando en mi mapa lo que íbamos descubriendo. Encontramos habitaciones dedicadas sólo a obras de matemáticas y astrología, otras con obras en caracteres arameos, que ninguno de los dos conocíamos, otras en caracteres aún más desconocidos, quizá fuesen textos de la India. Nos desplazábamos siguiendo dos secuencias imbricadas que decían IUDAEA[*] y AEGYPTUS[*]. En suma, para no aburrir al lector con la crónica de nuestro desciframiento, cuando más tarde completamos del todo el mapa, comprobamos que la biblioteca estaba realmente constituida y distribuida a imagen del orbe terráqueo. Al norte encontramos ANGLIA[*] y GERMANI[*], que, a lo largo de la pared occidental, se unían con GALLIA[*], para engendrar luego en el extremo occidental a HIBERNIA y hacia la pared meridional ROMA (¡paraíso de los clásicos latinos!) e YSPANIA. Después venían, al sur, los LEONES, el AEGYPTUS, que hacia oriente se convertían en IUDAEA y FONS ADAE. Entre oriente y septentrión, a lo largo de la pared, ACAIA[*], buena sinécdoque, como dijo Guillermo, para referirse a Grecia, y, en efecto, en aquellas cuatro habitaciones abundaban los poetas y filósofos de la antigüedad pagana.

El modo de lectura era extraño. A veces se seguía una sola dirección, a veces se retrocedía, a veces se recorría un círculo, y a menudo, como ya he dicho, una letra servía para componer dos palabras distintas (en este caso, la habitación tenía un armario dedicado a un tema y uno al otro). Pero sin duda no había que buscar una regla áurea en aquella distribución. Sólo era un artificio mnemotécnico para que el bibliotecario pudiese encontrar las obras. Decir que un libro estaba en quarta Acaiae significaba que podía encontrárselo en la cuarta habitación contando desde aquella donde aparecía la A inicial. En cuanto al modo de encontrarla, se suponía que el bibliotecario conocía de memoria el trayecto, recto o circular, que debía recorrer para llegar hasta ella. Por ejemplo, ACAIA estaba distribuido en cuatro habitaciones dispuestas en forma de cuadrado, lo que significa que la primera A era también la última, como, por lo demás, tampoco a nosotros nos llevó mucho descubrir. Al igual que nos había sucedido con el juego de las obstrucciones. Por ejemplo, viniendo desde oriente, ninguna de las habitaciones de ACAIA comunicaba con las habitaciones siguientes: allí se cortaba el laberinto y para llegar al torreón septentrional había que atravesar las otras tres. Pero, desde luego, cuando los bibliotecarios entraban desde el FONS, sabían bien que para ir, digamos, a ANGLIA, debían atravesar AEGYPTUS, YSPANIA, GALLIA y GERMANI.

Con estos y otros preciosos descubrimientos concluyó nuestra fructífera exploración de la biblioteca. Pero antes de decir que, satisfechos, nos dispusimos a salir (para participar en otros acontecimientos a los que pronto he de referirme), debo confesar algo a mi lector. Ya he dicho que nuestra exploración se desarrolló de una parte buscando la clave de aquel sitio misterioso y de la otra demorándonos en las salas cuya colocación y cuyo tema íbamos consignando, para hojear todo tipo de libros, como si estuviésemos explorando un continente misterioso o una terra incógnita. Y en general esa exploración se realizaba de común acuerdo, deteniéndonos ambos en los mismos libros, yo llamándole la atención sobre los más curiosos, y él explicándome todo lo que yo era incapaz de entender.

Pero en determinado momento, justo cuando recorríamos las salas del torreón meridional, llamadas LEONES, sucedió que mi maestro se detuvo en una habitación que contenía gran cantidad de obras en árabe con curiosos dibujos de óptica. Y como aquella noche no disponíamos sólo de una, sino de dos lámparas, me puse a curiosear en la habitación de al lado, y comprobé que con sagacidad y prudencia los legisladores de la biblioteca habían agrupado a lo largo de una de sus paredes unos libros que, sin duda, no podían facilitarse a cualquier tipo de lector, porque de diferentes maneras trataban de las más diversas enfermedades del cuerpo y del espíritu. Casi siempre eran libros escritos por autores infieles. Y mi mirada fue a posarse en un libro no muy grande, y adornado con miniaturas que (¡por suerte!) poco tenían que ver con el tema, flores, zarcillos, parejas de animales, algunas hierbas de uso medicinal: su título era Speculum amoris[*], y su autor fray Máximo de Bolonia, y recogía citas de muchas otras obras, todas sobre la enfermedad del amor. No se necesitaba más para despertar mi insana curiosidad, como comprenderá el lector. De hecho, bastó el título para que mi alma, aquietada desde la mañana, volviera a encenderse, y a excitarse evocando de nuevo la imagen de la muchacha.

Como durante todo el día había rechazado los pensamientos de aquella mañana diciéndome para mí que eran impropios de un novicio sano y equilibrado, y como, además, los acontecimientos habían sido lo bastante ricos e intensos para distraerme, mis apetitos se habían calmado, de modo que ya me creía libre de lo que sólo habría sido una inquietud pasajera. Pero me bastó con ver el libro para decir «de te fabula narratur», y para comprobar que estaba mucho más enfermo de amor de lo que había creído. Después supe que cuando leemos libros de medicina siempre creemos sentir los dolores que allí se describen. Así fue como la lectura de aquellas páginas, hojeadas a toda prisa por miedo a que Guillermo entrase en la habitación y me preguntara qué era lo que estaba considerando con tanta seriedad, me convenció de que sufría de esa enfermedad, cuyos síntomas estaban tan espléndidamente descritos que, si bien por un lado me preocupaba el hecho de estar enfermo (y en la infalible compañía de tantas auctoritates), también me alegraba al ver pintada con tanta vivacidad mi situación. Y al mismo tiempo me iba convenciendo de que, a pesar de encontrarme enfermo, la enfermedad que padecía era, por decirlo así, normal, puesto que tantos otros la habían sufrido de la misma manera, y parecía que los autores citados hubieran estado pensando en mí al describirla.

Así leí emocionado las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar, de la que el enfermo no desea recuperarse (¡y Dios sabe hasta dónde es así!). Comprendí por qué aquella mañana me había excitado tanto todo lo que veía, pues, al parecer, el amor entra por los ojos, como dice, entre otros, Basilio de Ancira, y quien padece dicho mal demuestra —síntoma inconfundible— un júbilo excesivo, y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad (como yo aquella mañana), a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra… Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae necesariamente en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y a veces el mal ataca al cerebro, y entonces el amante enloquece y delira (era evidente que yo aún no había llegado a esa situación, porque me había desempeñado bastante bien cuando exploramos la biblioteca). Pero leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal, y me pregunté si la alegría de pensar en la muchacha compensaba aquel sacrificio supremo del cuerpo, al margen de cualquier justa consideración sobre la salud del alma.

Porque, además, encontré esta otra cita de Basilio, para quien «qui animam corpori per vitia conturbationesque commiscent, utrinque quod habet utile ad vitam necessarium demoliuntur, animamque lucidam ac nitidam carnalium voluptatum limo perturbant, et corporis munditiam atque nitorem hac ratione miscentes, inutile hoc ad vitae officia ostendunt»[*]. Situación extrema en la que realmente no deseaba hallarme.

Me enteré también, por una frase de santa Hildegarda, de que el humor melancólico que había sentido durante el día, y que había atribuido a un dulce sentimiento de pena por la ausencia de la muchacha, se parece peligrosamente al sentimiento que experimenta quien se aparta del estado armónico y perfecto que distingue la vida del hombre en el paraíso, y de que esa melancolía «nigra et amara»[*] se debe al soplo de la serpiente y a la influencia del diablo. Idea compartida también por ciertos autores infieles de no menor sabiduría, pues tropecé con las líneas atribuidas a Abu Bakr-Muhammad Ibn Zaka-riyya ar-Razi, quien, en un Liber continens[*], identifica la melancolía amorosa con la licantropía, en la que el enfermo se comporta como un lobo. Al leer su descripción se me hizo un nudo en la garganta: primero se altera el aspecto externo de los amantes, la vista se les debilita, los ojos se hunden y se quedan sin lágrimas, la lengua se les va secando y se cubre de pústulas, el cuerpo también se les seca y siempre tienen sed. A esas alturas pasan el día tendidos boca abajo, con el rostro y los tobillos cubiertos de marcas semejantes a mordeduras de perro, y lo último es que vagan de noche por los cementerios, como lobos.

Finalmente, ya no tuve dudas sobre la gravedad de mi estado cuando leí ciertas citas del gran Avicena, quien define el amor como un pensamiento fijo de carácter melancólico, que nace del hábito de pensar una y otra vez en las facciones, los gestos o las costumbres de una persona del sexo opuesto (¡con qué fidelidad había descrito mi caso Avicena!): no empieza siendo una enfermedad, pero se vuelve enfermedad cuando, al no ser satisfecho, se convierte en un pensamiento obsesivo (aunque, en tal caso, ¿por qué estaba yo obsesionado si, que Dios me lo perdonara, había satisfecho muy bien mis impulsos?, ¿o lo de la noche anterior no había sido satisfacción amorosa?, pero entonces ¿cómo se satisfacían, cómo se mitigaban los efectos de ese mal?), que provoca un movimiento incesante de los párpados, una respiración irregular, risas y llantos intempestivos, y la aceleración del pulso (¡y en verdad el mío se aceleraba, y mi respiración se quebraba, mientras leía aquellas líneas!). Para descubrir de quién estaba enamorado alguien, Avicena recomendaba un método infalible, que ya Galeno había propuesto: coger la muñeca del enfermo e ir pronunciando nombres de personas del otro sexo, hasta descubrir con qué nombre se le acelera el pulso… Y yo temía que de pronto entrase mi maestro, me cogiera del brazo y en la pulsación de mis venas descubriese, para gran vergüenza mía, el secreto de mi amor… ¡Ay!, el remedio que Avicena sugería era unir a los amantes en matrimonio, con lo que el mal estaría curado. Bien se veía que, aunque sagaz, era un infiel, porque no pensaba en la situación de un novicio benedictino, condenado, pues, a no curar jamás —mejor dicho, consagrado por propia elección, o por prudente elección de sus padres, a no enfermar jamás. Por fortuna, Avicena, aunque sin pensar en la orden cluniacense, consideraba el caso de los amantes separados por alguna barrera infranqueable, y decía que los baños calientes constituían una cura radical (¿acaso Berengario había tratado de curar el mal de amor que sentía por el difunto Adelmo?, pero ¿podía enfermarse de amor por alguien del mismo sexo?, ¿esto último no era sólo lujuria bestial?, y la que yo había sentido la noche pasada ¿no sería también lujuria bestial?, no, en absoluto, decía en seguida para mí, era suavísima… pero después me replicaba: ¡te equivocas, Adso, fue una ilusión del diablo, era bestialísima, y si entonces pecaste siendo bestia, ahora sigues pecando negándote a reconocerlo!). Pero después leí que, siempre según Avicena, hay otras maneras de curar este mal: por ejemplo, recurrir a la ayuda de mujeres viejas y experimentadas para que se pasen todo el tiempo denigrando a la mujer amada; al parecer, para esta faena las viejas son mucho más eficaces que los hombres. Quizá aquélla fuese la solución, pero en la abadía no podía encontrar mujeres viejas (ni tampoco jóvenes). ¿Tendría que pedirle, entonces, a algún monje que me hablase mal de la muchacha? Pero ¿a quién? Además, ¿podía un monje conocer a las mujeres tan bien como las conocía una vieja cotilla? La última solución que sugería el sarraceno era del todo indecente, porque indicaba que el amante infeliz debía unirse con muchas esclavas, procedimiento que en nada convenía a un monje. Y me pregunté cómo podía curar del mal de amor un joven monje. ¿No había manera de que se salvara? ¿No debería recurrir a Severino y sus hierbas? De hecho encontré un pasaje de Arnaldo de Villanova, cuyo elogio había oído en boca de Guillermo, que atribuía el mal de amor a una abundancia de humores y de pneuma, o sea el exceso de humedad y calor en el organismo humano, pues cuando la sangre (que produce el semen generativo) aumenta en exceso, provoca un exceso de semen, una «complexio venerea», y un intenso deseo de unión entre hombre y mujer. En la parte dorsal del ventrículo medio del encéfalo (¿qué sería eso?, me pregunté) reside una virtud estimativa cuya función consiste en percibir las intenciones no sensibles que hay en los objetos sensibles que se captan con los sentidos, y cuando el deseo del objeto que perciben los sentidos se vuelve demasiado intenso, aquella facultad estimativa se perturba sobremanera y ya sólo se nutre con el fantasma de la persona amada. Entonces se produce una inflamación del alma entera y del cuerpo, y la tristeza alterna con la alegría, porque el calor (que en los momentos de desesperación se retira hacia lo más profundo del cuerpo, con lo que la piel se hiela) sube, en los momentos de alegría, a la superficie, e inflama el rostro. Como cura, Arnaldo aconseja tratar de perder la confianza y la esperanza de unirse al objeto amado, para que el pensamiento fuese alejándose de él.

Pero entonces estoy curado, o en vías de curación, dije para mí, porque son pocas o ningunas las esperanzas que tengo de volver a ver al objeto de mis pensamientos, o, si lo viese, de estar con él, o, si estuviese con él, de volver a poseerlo, o, si volviese a poseerlo, de conservarlo a mi lado, tanto debido a mi estado monacal como a las obligaciones que se derivan del rango de mi familia… Estoy salvado, dije para mí. Cerré el libro y me serené, justo cuando Guillermo entraba en la habitación. Proseguimos nuestro viaje por el laberinto (que, como ya he dicho, a esas alturas habíamos logrado desenredar) y por el momento olvidé mi obsesión.

Como se verá, no tardaría mucho en reencontrarla, pero en circunstancias (¡ay!) muy distintas.