Verónica abre los ojos cuando la puerta del sótano se abre. Es apenas un reflejo porque está tan cansada y débil que levantar la cabeza le supone un gran esfuerzo, así que vuelve a dejarla caer hacia delante. Tiene los dos pies encadenados a una argolla clavada en la pared, la ropa sucia y andrajosa y el pelo tan maltrecho que pareciera que se le va a empezar a caer en cualquier momento. Los labios los tiene resecos y con llagas y tiene una herida en el pómulo, justo donde la golpeó Neil, que parece estar infectada.
Oye los pasos lentos y tranquilos que bajan las escaleras de madera. Sabe que el cuarto escalón crujirá. Lo hace.
Reconoce los zapatos de Tom cuando se detiene delante de ella. Le llega el olor de caldo caliente y su estómago ruge en respuesta. Levanta la cabeza y entreabre los ojos. Tom tiene un plato de caldo en la mano derecha y una cuchara en la izquierda. Se agacha hasta quedar a su altura y le sonríe.
A Verónica le gustaría reventarle los dientes de una patada.
—Parece que tienes hambre.
Ella no contesta pero los ojos se le van sin poder evitarlo hacia el plato de caldo. Sin borrar la sonrisa de su cara, Tom coge una cucharada y se la tiende. El estómago de Verónica vuelve a rugir. Su mente le lanza una advertencia de peligro. Se pregunta si estará envenenado.
—Está rico, te lo aseguro. Y te vendrá bien comer algo.
No sin esfuerzo, Verónica abre la boca y Tom le mete la cuchara con cuidado. El caldo está realmente rico, o ella está tan hambrienta y exhausta que le sabe a gloria. De la manera que sea, sentir comida caliente bajando por su garganta le hace sentir en el cielo, casi como si pudiera tocar las nubes con las manos.
Estira las manos hacia el plato y para su sorpresa, Tom se lo entrega sin resistencia. Y ella duda, durante un segundo o menos, y vuelve a pensar que está envenenado, pero su estómago domina la situación ahora y empieza a comer con avidez, casi sin darse tiempo a tragar.
—No voy a quitarte el plato, mujer —dice Tom, divertido ante la situación.
A Verónica le gustaría mostrarle cuánto le divierte a ella dándole una patada en los huevos.
Sigue comiendo hasta terminarse el caldo y una vez acabado, lame el plato como si fuera un perro hasta dejarlo limpio. Vuelve a dudar, esta vez sobre si lanzárselo a la cara a Tom, pero este lo quita de las manos antes de que tenga tiempo. Casi como si pudiera leerle la mente.
—También te he traído agua.
Le pone una botella de plástico pequeña delante. Verónica la coge y echa un trago, mojándose los labios y dejando que un par de gotas resbalen por su barbilla.
—No te la acabes —le advierte—. No sé cuándo podré volver a traerte más.
Verónica le mira alzando una ceja. Tom se encoge de hombros comprendiendo la pregunta.
—No pretendo matarte de hambre, Verónica. Aún puedes sernos útil.
—No pienso volver a pelear por vosotros, capullo —su voz suena áspera.
—Lo hiciste muy bien, por cierto —asegura Tom, ampliando su desagradable sonrisa—. Eres una chica dura. Y valiente, además. Fue tu bravura la que nos salvó la vida. Neil contribuyó, sí, pero tú fuiste la primera en dar un paso adelante.
—Tienes una forma muy curiosa de agradecérmelo.
Tom se encoge de hombros, como si tampoco estuviera en su mano sacarla de allí. Verónica, una vez más, reprime las ganas de saltarle al cuello y arrancarle los ojos.
—A Neil le dolió tener que hacerlo, te lo aseguro. Es un buen chico, y leal, pero se sentía en deuda contigo. Le dolió hacerlo. Y por cierto, parece que se te está infectando. ¿Duele?
Verónica decide no contestarle y le mantiene la mirada desafiándole.
—Intentaré acordarme la próxima vez de bajar algo para curarte esa herida antes de que se convierta en un problema —asegura Tom.
—Ni que te importara.
—Oh, en eso te equivocas, Verónica. Me importas mucho más de lo que crees, por eso sigues viva a pesar de ser un puto grano en el culo. Pero no te mentiré, Verónica. Quiero que sepas lo que está por venir.
Verónica deja la botella de agua en el suelo y mira a Tom. Por su aspecto y por la mirada fiera que hay en sus ojos, cualquiera podría pensar que se trata de una mujer salvaje, acostumbrada a vivir en la selva y enfrentarse a animales y resolver todo mediante la violencia.
—Y quiero que entiendas que a veces hay que saber mirar hacia delante. En los negocios ocurre lo mismo. Si no eres capaz de lanzar tu vista hacia lo que vendrá, nunca serás capaz de evaluar los posibles riesgos y de tomar medidas preventivas. Es pura especulación, sí, pero es el día a día del mundo en el que vivimos.
Tom se sienta en el primer escalón y cruza las manos sobre las rodillas. Verónica se da cuenta de que jamás ha odiado tanto a nadie como odia ahora mismo a ese hombre.
—Siempre he sido un hombre precavido, Verónica —le dice—. Me vanaglorio de ello porque creo que es una de mis mejores cualidades. Al menos, es la que me ha permitido hacerme a mí mismo y convertirme en la persona que soy hoy y ganar el dinero que… que ganaba antes de que ocurriera todo esto. Soy precavido y sé mirar hacia delante. Sé evaluar riesgos y sé tomar medidas. Por duras que sean.
»Fui capaz de prever el desplome de los mercados y gracias a eso y a los recortes que impuse antes de que ocurriera, mis socios y yo salvamos una gran cantidad de dinero que se habría perdido irremisiblemente cuando estalló la burbuja. Fueron recortes duros y hubo quejas pero después me lo agradecieron y alabaron mi capacidad para tomar decisiones drásticas. Nada de eso importa ya, claro. El dinero ha pasado a mejor vida.
»Te contaré una historia, Verónica. Durante toda mi vida he trabajado muy duro para conseguir lo que tengo. Mi casa, mis dos coches, mi velero, mi empresa. Todo a base de sudor y trabajo duro. Una crisis como la que ha vivido el mundo ahora te puede llevar de estar aquí —levanta la mano por encima de su cabeza—, a estar aquí —la baja hasta el suelo—, en un santiamén. Tan rápido como chasquear los dedos. Y por eso empecé a llenar mi bolsa de seguridad.
»Desde siempre, el veinte por ciento de lo que ingreso lo guardo en una caja, en un banco. Hay una gran cantidad de dinero ahí, te lo aseguro. Más de un millón al menos. Y no siempre fue fácil sacar el veinte por ciento. Lo mires por donde lo mires, si añades los impuestos, los gastos inamovibles y el darse unos lujos de cuando en cuando, es una cifra alta. Al principio fue duro separar tanto dinero y hubo meses, incluso años, en los que me planteé dejar de hacerlo. ¿Qué más da?, me decía. ¡Es una estupidez, Tom, disfruta ahora de lo que tienes, vive a lo grande! Seguro que a mucha gente le parece una estupidez, pero me mantuve firme.
—¿A qué viene todo esto? —Verónica está cansada de escucharle.
—Viene a que sé mirar hacia delante, Verónica. Estamos encerrados aquí y las reservas de agua y comida son más bien escasas, aunque nos ha venido bien que nuestro número haya disminuido. Pero siendo amables, vuestro huerto no dará fruto hasta dentro de unos meses y las reservas son escasas. Tal vez duremos un mes, o dos si nos racionamos mucho. Es improbable, pero es posible. ¿Y después? Bueno, Verónica, tú eres mi bolsa de seguridad.
A Verónica se le escapa el aire del pecho por la sorpresa. Parpadea sin poder apartar la mirada de los blancos y relucientes dientes que exhibe Tom en su peculiar sonrisa.
—¿Soy tu despensa?
—Puedes decirlo así si lo prefieres —le responde él—. Sea como sea, no morirás aún pero acabarás haciéndolo. Piénsalo, en realidad estarás haciéndole un favor al resto de nosotros, será por el bien común. Alguien como tú, que ha trabajado en el cuerpo de bomberos, seguro que lo entiende perfectamente.
—Estás como una puta cabra. Sabía que algo estaba mal contigo, pero no creía que llegaba hasta tal punto.
Tom se encoge de hombros, quitándole importancia.
—Tal vez pienses en dejarte morir. No te preocupes, estoy preparado para eso. Y si intentas no comer, te lo meteré a la fuerza. Si tengo que encadenarte las manos, lo haré. Si admites tu destino, todo será mucho más fácil.
—¿Y los…? ¿Mark, Paula, Stan?
—Esperemos no tener que llegar tan lejos —dice él, lanzando una risotada que a Verónica le suena falsa—. Esperemos que para cuando tú te acabes, el huerto ya esté produciendo. Y si no… bueno, ellos te seguirán.
—Estás enfermo. Los demás no te seguirán con esto.
—Primero… ¿Quién te ha dicho que llegarán a saberlo? —Tom sonríe, exhibiendo de nuevo sus malditos dientes perfectos. Verónica siente un escalofrío. La sonrisa en la penumbra del sótano le recuerda al gato de Alicia en el país de las maravillas—, y segundo, querida… ¿De verdad crees eso? Llámame iluso pero pienso que, cuando las condiciones sean las correctas ellos mismos empezarán a pensar eso. Tal vez quieran comerse antes al perro del chico Collins pero eventualmente empezarán a mirarse unos a otros. Si quieres podemos apostar.
—Hijo de puta…
—Y este es el momento en que la conversación empieza a tornarse aburrida —asegura él, poniéndose en pie—. Los insultos no me duelen, Verónica. No viniendo de alguien que ha perdido. Yo sobreviviré. Seguiré en pie cuando tú no seas más que huesos roídos en el jardín de atrás. ¿Y sabes otra cosa? Eso es lo único que importa.
Dicho eso, Tom se da la vuelta y empieza a subir las escaleras. Verónica está tan estupefacta que ni siquiera le dice nada. Al pisar el cuarto escalón, la madera cruje bajo el peso de Tom Ridgewick. Le ve atravesar el umbral de la puerta y girarse para cerrarla. Mientras la luz se va extinguiendo y volviendo a dejar en penumbras el sótano, Verónica grita, dejando salir toda su desesperación de dentro. Todo su odio.
La puerta se cierra con un suave golpe de madera contra madera. En la oscuridad, Verónica escucha el cerrojo correr.