Al salir al exterior, el frío le golpea con fuerza sorprendiéndola. Sandra se queda quieta junto a la puerta de la casa y se coloca mejor la bata sobre los hombros. Aun así, es poco abrigo el que lleva y no quiere coger un resfriado. Sólo va a ser un momento, pero a pesar de ello decide no arriesgarse.
En el sillón del salón hay una manta que siempre utiliza para taparse mientras ve la televisión. La coge y se la echa por encima de los hombros. Tampoco serviría para internarse en la Antártida, pero para dar un pequeño paseo hasta la calle y comprobar si se ha ido la luz en todo el vecindario cree que es suficiente.
Regresa al jardín. Desde allí es bastante evidente que no hay electricidad en la calle. Todas las farolas están apagadas y la sensación es de oscuridad, pero Sandra ni siquiera piensa en eso. Comienza a cruzar el jardín en dirección a la puerta que comunica con la calle cuando se le sale una de las zapatillas del pie y al apoyarlo en el césped nota que está húmedo. Levanta la pierna, quedándose a la pata coja y buscando la zapatilla.
—Mierda —murmura.
La encuentra y trastabillea para ponérsela. Al levantar la cabeza, se da cuenta de que hay alguien tumbado en una de las hamacas, junto a la piscina, tamborileando con los dedos sobre su propio pecho. La oscuridad le impide distinguir quién es, pero su cerebro, embotado por efecto de las pastillas, le asegura que sólo puede ser una persona.
—¡Neil! —grita, cruzando los brazos sobre el pecho.
Neil no le obedece. En primer lugar porque, como bien sabemos, no es Neil. En segundo lugar, porque Rick está escuchando a Slipknot a todo volumen y eso le impide oír el grito de Sandra, que empieza a andar hacia él dando grandes zancadas.
—¡Neil, te estoy llamando! —grita Sandra—. ¡No me ignores cuando te hablo!
Odia cuando Neil hace eso. En más de una ocasión, cuando Sandra la lúcida sale a escena, se ha preguntado qué ha hecho mal en la vida para criar un hijo tan maleducado e insolente. A veces, Sandra le teme. En 1993, cuando aún iba al cine de vez en cuando, vio una película protagonizada por Macaulay Culkin titulada El buen hijo. A Sandra, Neil le recordaba a ese niño en más de una cosa.
Se detiene cuando está a menos de un metro de la tumbona. Desde ahí puede oír la música que sale de los cascos que lleva puestos el chico que está tumbado en ella, y también puede ver que no es su hijo, sino uno de sus amigos. Le parece oír también cierto jaleo proveniente de la calle. Sandra la lúcida se hubiera extrañado. Esta Sandra suspira, preguntándose dónde demonios estará Neil y qué coño hace ese chico tumbado allí como si esta fuera su casa, y después se da la vuelta y empieza a caminar hacia la calle. Aunque en realidad ya no recuerda qué pretendía hacer allí, y hace frío. Mientras camina se pregunta por qué había salido de casa. Odia cuando le pasa eso.
La canción que está sonando en este momento en el discman termina con un aullido de Corey Taylor. Rick alza la mano, completamente emocionado y en sintonía con la música, y abre los ojos. Sobre él, el manto estrellado que es el cielo. Por el rabillo del ojo percibe un movimiento, y Rick gira la cabeza. Al principio, no comprende la mancha oscura que camina por el jardín y su corazón se acelera al pensar en monstruos y vampiros. Luego comprende que se trata de una manta y distingue el pelo de Sandra.
No sabe por qué, pero se incorpora. Tal vez sea por el susto estúpido que se ha llevado, pero el caso es que Rick se sienta y apoya los pies en el suelo al mismo tiempo que se quita el casco del oído derecho. Slipknot vuelve a atronar en el izquierdo, pero no lo suficiente para impedirle oír el jaleo.
Se extraña.
Rick se saca el otro auricular y se pone en pie, dejando el discman encendido encima de la tumbona. Los cascos caen al suelo, soltando su música a la tierra en la que caen. Rick conoce ese ruido porque ha estado muchas veces encima del muro. Le gusta tirarles piedras a los muertos. No deja de asombrarle ver que los impactos les producen heridas que en cualquier persona normal les dejarían inconscientes o tambaleándose de dolor, mientras esas cosas ni siquiera parecen sentir el golpe. Al principio, al menos, ese era el motivo.
Después, empezó a disfrutar lanzando piedras y tratando de causar el mayor daño posible. Le encantaba golpear las bocas de las criaturas y ver cómo saltaban sus dientes. Esos seres ni siquiera se enfadaban por ello. Seguían gritando y tratando de cogerle. Y él les lanzaba piedras, directas a la frente, a los ojos, a las narices.
—¡Señora Ridgewick! —grita. Porque suenan demasiado cerca. Como si estuvieran en la calle, de hecho.
Sandra no se gira y Rick empieza a correr, gritándole que se detenga. Sandra, esa figura oscura con una manta sobre los hombros que en la oscuridad de la noche parece una larga y sinuosa capa, se detiene al llegar junto a la puerta y allí sí, se gira y vuelve la cabeza. Rick está corriendo hacia ella, gritándole que no abra la puerta. Desde el otro lado, alguien golpea la puerta metálica, con insistencia, como lo haría alguien que quiere entrar por encima de todas las cosas. Y Sandra, que sigue mirando hacia Rick con expresión aturdida, por pura inercia en respuesta a los golpes, gira el manillar que abre la puerta.