Ozzy aprieta los puños y se estremece al sentir un escalofrío recorriéndole el cuerpo.
—Vero… no creo que me quede mucho tiempo.
Verónica le mira con los ojos empañados en lágrimas, frustrada por no poder hacer nada. A su lado, Emma les mira a ambos con preocupación, y a Ozzy con miedo también. Entre las dos, le han colocado una gasa al hombre sobre la herida y la han sujetado con una venda. La camiseta manchada de sangre de Ozzy está tirada en un rincón del cuarto de baño.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Emma.
—Ozzy —Verónica le toca la mejilla con los dedos en un gesto amable. Le sorprende comprobar que está ardiendo—, ¿crees que podrás aguantar?
—No lo sé. Supongo que sí. Tengo mucho calor.
—Estás sudando. Creo que tienes fiebre.
—Oh.
Verónica y Emma intercambian una mirada de preocupación.
—¿Te gustaría rezar, Ozzy? —pregunta Emma—. Yo puedo quedarme contigo.
Verónica alza las cejas sorprendida. Todo el cuerpo de Emma le está diciendo que tiene miedo y sin embargo, está dispuesta a ayudar a un hombre herido al que ni siquiera conocía antes de la epidemia, y pasar con él sus últimos momentos. A Verónica le parece encomiable.
—Supongo que no estará de más pedir perdón. Por si acaso.
Ozzy esboza lo que quiere ser una sonrisa pero se queda en mueca. Emma le agarra de las manos. Verónica se percata del gesto de sorpresa de la mujer al tocarle y sentir el calor que emana su cuerpo. Ozzy apoya la cabeza contra la pared con gesto cansado.
—Si ves que empieza a apagarse demasiado —le dice Verónica—, me llamas.
—Lo haré —responde Emma—. ¿Qué quieres rezar, Ozzy?
—Sólo me sé el Ave María. Y no estoy seguro de acordarme. —Habla demasiado despacio para el gusto de Verónica, como si le costara mover la lengua. Y tiene los ojos cerrados. Y su respiración es ruidosa y lenta.
—Rezar es como andar en bicicleta —asegura Emma—. Nunca se olvida.
Verónica tiene ganas de llorar. Le duele ver a Ozzy así. Le duele porque le recuerda a toda la gente a la que quería y que ha muerto desde que empezó todo esto. Y es demasiada gente para soportarlo. Se obliga a apartar ese pensamiento de su cabeza y sale del cuarto de baño hacia el recibidor. El resto, a excepción de Brad, están reunidos junto a la puerta principal. Shane está mirando a través de la mirilla y silbando de asombro. Verónica localiza a Brad sentado cabizbajo en los escalones que conducen al piso de arriba. Se da cuenta de que el hombre ha perdido peso. No le importa.
—¿Cómo está? —pregunta Tom.
—No creo que dure mucho tiempo. Emma y él están rezando.
Rodger lanza una mirada inquieta hacia la puerta del baño. La que está dentro no deja de ser su mujer, y está allí rezando con un hombre moribundo que se convertirá en uno de esos monstruos asesinos cuando perezca. Pero no es su mirada la que llama la atención de Verónica. Es la mirada que le dedica Tom a Neil de forma disimulada. Un gesto que quiere preguntar «¿ves lo que te dije?» y que a ella no le pasa desapercibida.
—Vamos a necesitar armas —dice Neil.
—Tíos, es flipante —dice de repente Shane, apartándose de la puerta y girándose para mirarles, señalando la mirilla—. Parecen chiflados. Y hay uno que todavía lleva puesta una gorra de baseball.
—Armas —repite Neil, ignorando el comentario de Shane.
—Arriba tengo una pistola —dice Tom.
—Yo he dejado el rifle de caza en el salón, junto con la mochila llena de comida —responde Neil.
—Podríamos utilizar también el atizador de la chimenea —propone Tom.
—¿Pero creéis que van a entrar? —pregunta Rodger, alarmado—. La puerta es de seguridad, no creo que puedan derribarla, por mucho que golpeen.
—Más vale prevenir que curar —le dice Tom. Después mira a Verónica—. Tú has estado en esta situación antes. ¿Qué recomiendas?
—Apoyo la idea de conseguir armas.
Tom asiente, como si lo diera por hecho y aquello sólo sirviera para validar su opinión.
—Iré a por mi pistola —dice, empezando a subir las escaleras.
Brad se hace a un lado para dejarle pasar. Verónica da un paso hacia el salón. Neil se coloca entre ella y la puerta.
—Con cuidado —dice él.
Neil abre la puerta del salón despacio y se asoma. Por el ventanal del fondo puede ver movimiento en el jardín de zombies que van y vienen, merodeando. Verónica y Shane se asoman a su lado.
—¿Podrán vernos? —pregunta Shane.
—Creo que no. La casa está oscura y el cristal les reflejará a ellos —responde Neil.
Pero Shane no se mueve. Neil da un paso adelante y se queda quieto, de pie, mirando al ventanal y las sombras que se mueven al otro lado. Un momento después resulta evidente que no se percatan de su presencia.
—No hagáis ruido —murmura.
Camina despacio, pisando con cuidado, hasta alcanzar el sillón sobre el que ha dejado la mochila de comida y el rifle de caza. Lentamente, como si se estuviera moviendo a cámara lenta, se carga la mochila en el hombro izquierdo y coge el rifle con la mano derecha. Se da cuenta de que Verónica está a su lado. Ninguno de los dos pierde de vista el ventanal.
—¿Dónde está el atizador? —pregunta Verónica susurrando.
Neil señala con la cabeza hacia la chimenea. Verónica camina en esa dirección. Su pierna derecha tropieza con una butaca, desplazándola menos de dos centímetros hacia atrás. El sonido de las patas al deslizarse por el suelo se les antoja tan estruendoso como la explosión de un tanque de gasolina. Verónica se queda paralizada. Neil, que estaba regresando hacia la puerta, se agacha y se queda quieto también.
—No te muevas —le advierte a Verónica.
Neil está mirando hacia el ventanal, y si lo hacemos nosotros también veremos que, tras el cristal, una de las figuras se ha detenido y ha girado la cabeza en su dirección, alertada por el ruido. Desde donde están y debido a lo oscuro de la noche es imposible distinguir sus facciones, pero sí pueden ver sus dedos agarrotados y engarfiados. La criatura está moviendo la cabeza, buscando.
Verónica se obliga a no mover ni un músculo. Con el rabillo del ojo puede distinguir la figura que desde el jardín mira hacia el ventanal del salón. Cuando la criatura se mueve, Verónica está a punto de salir corriendo. Pero aguanta. El monstruo, al otro lado, da dos pasos hacia el cristal y después se desvía, saliéndose de su vista. Verónica deja salir todo el aire de sus pulmones, con alivio.
—Joder —murmura Shane, que está mirando desde la puerta.
Verónica se agacha junto a la chimenea y coge el atizador. Es pesado, de hierro pintado de negro, y en el extremo utilizado para remover la leña termina en forma de pico. Luego se levanta y regresa al recibidor, poniendo especial cuidado en no volver a tropezar con nada. Neil cierra la puerta del salón una vez ella ha cruzado.
—Ha estado cerca —dice ella.
—Creo que en esta mochila hay barritas energéticas y algunas latas de conserva. Nos vendrá bien comer algo —asegura Neil, abriendo la cremallera.
Subamos las escaleras mientras Neil rebusca en el interior de la mochila y reparte barritas energéticas a Shane, Brad, Rodger y Verónica. El piso de arriba tiene cuatro habitaciones. La que nos interesa en este momento es la última puerta de la izquierda. Al otro lado se encuentra el despacho de Tom Ridgewick, un espacio sobrio y formal dominado por un gran escritorio compacto de madera oscura sobre el que hay un tapete negro, un recipiente metálico con varios bolígrafos, el estuche de una pluma y un pequeño trofeo dorado que Tom recibió varios años atrás como condecoración por participar en un negocio exitoso que reportó a su empresa una gran cantidad de dinero. El trofeo en sí tiene forma abstracta, es una especie de esfera de la que salen tres arcos que se entrecruzan. No tiene ni placa ni nada y para Tom no tiene el menor valor sentimental. Lo utiliza como pisapapeles cuando tiene papeles sobre los que ponerlo.
El suelo está cubierto por una alfombra de color beige. En la pared lateral hay dos estanterías macizas del mismo color que el escritorio, repletas de libros y enciclopedias. En la pared contraria hay colgado un cuadro de dos metros de ancho por dos de alto, muy sobrio y poca variedad cromática, dominando el negro, el marrón, el beige y pinceladas de granate.
Tom está delante del cuadro.
Al levantarlo y dejarlo en el suelo, junto al escritorio, deja a la vista una caja fuerte empotrada. Del cajón superior del escritorio, Tom saca una caja de cerillas. La abre. En el interior no hay ninguna cerilla, tan sólo una llave que introduce en el hueco destinado a ello en la caja fuerte. Después, gira el dial primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda y finalmente otra vez a la derecha hasta oír el pequeño clic que anuncia que la puerta está abierta. Tom tira de ella.
En el interior hay una caja con incrustaciones de mármol. A su lado, dos fajos de dinero. Tom saca la caja y cierra la puerta, sacando la llave de la cerradura al hacerlo. Se sienta en la silla giratoria que hay detrás del escritorio con la caja en la mano, mirándola con cierta ceremonia. Y finalmente la abre.
Dentro hay un revólver.
Se trata de un Colt y en realidad es una pieza de coleccionismo. Tom la compró en una casa de subastas. Se enamoró de la culata labrada y ornamentada y pagó un precio bastante caro por ella. En teoría, por lo que sabe Tom, el arma funciona y puede disparar, pero él nunca la ha utilizado. La engrasa y la limpia a conciencia de forma regular, pero no ha querido disparar con ella. A pesar de tener una caja de munición.
Ahora, la saca de la caja y la sopesa. Con delicadeza, más de la que haya utilizado nunca con ninguna mujer, abre el cargador y empieza a meter balas. Cuando termina y cierra el cargador, se queda mirando la culata, impresionado por su belleza. Después se levanta y se coloca el arma en la cintura.
Es entonces cuando empiezan los gritos en la planta de abajo.