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Tyrone sabe que va a morir y que no le queda mucho tiempo. Apoya todo su cuerpo en la taquilla que colocó bloqueando la puerta, pero desde el otro lado empujan con demasiada fuerza. Uno de los cadáveres ha logrado meter la cabeza por el agujero. Es una mujer, con el pelo muy corto, al estilo marine, y con varios piercings a la vista. Su piel es pálida y Tyrone puede ver el dibujo que le forman las venas por debajo de la piel como si fueran un tatuaje.

Se está quedando sin fuerzas. Ha apoyado los pies en la pared de enfrente y trata de resistir. Cada minuto le cuesta más hacerlo. Siente los músculos como gelatina, debido al intenso esfuerzo y a la falta de una buena alimentación. La pierna derecha, de hecho, ya ha amagado con flaquear en al menos un par de ocasiones. En cuanto le falle de verdad, dependerá de su pierna izquierda. Y mientras tanto, los muertos siguen tratando de agarrarle desde el otro lado, metiendo las manos por la abertura y lanzando zarpazos al aire.

Ni siquiera se acuerda ya de rezar.

Cierra los ojos y trata de pensar. No quiere que sus últimos momentos sean agónicos y desesperados. Piensa en su madre que siempre le preparaba hamburguesas cuando le traía buenas notas del colegio, en su padre que ahorró durante varios meses para poder llevarle a Disneyworld cuando tenía diez años porque ese era el sueño que tenía a aquella edad. Recuerda a Loretta Knowles, la primera chica con la que cruzó la barrera de la ropa, y recuerda que la primera vez que se metieron mano el uno al otro fue dentro de un cine, viendo una comedia romántica bastante poco graciosa, aunque ese detalle no le preocupó lo más mínimo desde el momento en que sintió aquel calor húmedo en la entrepierna de la chica. Loretta, que siempre llevaba coletas y tenía unos ojos negros como el carbón pero la piel era de un perfecto tono miel, jamás quiso pasar de jugar con las manos. Tyrone recuerda que le masturbó un par de veces y que él le propuso hacerlo pero ella se negó. También recuerda que en aquella época le frustraba no entender el por qué.

La pierna derecha vuelve a amagar. Tyrone grita y trata de afianzarla. La mujer del corte de pelo militar logra encajar su pecho entre la puerta y el marco. Chilla con desesperación y zarandea la cabeza de un lado a otro mordiendo el aire una y otra vez. El chasquido que hacen sus dientes al chocar le hace pensar a Tyrone en una guillotina.

Se obliga a no pensar en ello. Recuerda a Denzel y John Lagarto Campbell, dos de sus mejores amigos de la veintena, con los que se corrió todas las juergas posibles e hizo miles de locuras propias de la edad. Denzel era un tipo muy hablador y Lagarto tenía muchas ocurrencias pero era más introvertido. Los tres formaban un grupo bastante compenetrado. Acabaron perdiendo el contacto por cosas de la vida. Denzel encontró un trabajo que le hizo mudarse a Detroit y Lagarto se casó, tuvo dos hijas y empezó a llevar otro ritmo de vida. Para entonces, Tyrone ya trabajaba como guardia de seguridad en un centro comercial, pero las noches las dedicaba aún a salir de fiesta y emborracharse. De aquella tenía nuevos compañeros de alcohol, la mayoría guardias de seguridad como él, compañeros de la empresa. Nunca volvió a conectar con nadie como lo había hecho con Lagarto Campbell y Denzel.

Los músculos de su pierna derecha pierden la batalla de resistencia a la que están sometidos y la pierna se le dobla. El empuje bestial de los muertos contra la puerta del vestuario se carga de repente sobre su pierna izquierda. Tyrone aprieta la mandíbula y tensa los músculos de su cuello pero es evidente que es una batalla perdida. Resiste unos segundos, más tiempo del que parecería humanamente imposible, pero al final su pierna izquierda cede también. La taquilla y él mismo se ven desplazados contra la pared cuando la puerta se abre de golpe dejando pasar a los muertos. Se abalanzan sobre él con rabia y le agarran de los brazos, del cuello, de la ropa, del pelo, tirando y rasgando la carne con sus uñas muertas y sucias. Le clavan los dientes, le arrancan la carne y le abren las entrañas. Tyrone sigue vivo mientras su sangre salpica las paredes del vestuario y se derrama por el suelo acompañando a sus intestinos. Sigue vivo cuando la mujer del corte de pelo militar le arranca el labio inferior de un mordisco. Sus gritos se mezclan con los de los muertos.

Y así, compañero, ya sólo quedan diecinueve.