Rick está tumbado escuchando a Slipknot. Hace unas horas, Rick encontró un paquete de pilas perdidas en uno de los cajones de la habitación de Neil. En otro de los cajones, que estaba revisando en busca de alguna revista guarra para cascársela, encontró un discman lleno de polvo y aspecto de tener ciento cincuenta años.
Claro que, siendo un discman, era de la puta prehistoria. Desde que era niño que no veía una de esas cosas y Rick lo cogió y lo contempló un rato, dándole vueltas y preguntándose si funcionaría. Se le había olvidado que le apetecía masturbarse porque en realidad tampoco es que tuviera muchas ganas de hacerlo. Sim plemente estaba tan jodidamente aburrido que se había dicho que una buena paja lo solucionaría.
Que no te extrañe la ausencia de preocupación. Rick ni siquiera está pensando en los dos amigos que salieron de madrugada en busca de una farmacia. La mente de Rick no da para mucho más que para pensar en él mismo.
Pero volviendo al discman, de repente se le ocurrió que le apetecía mucho escuchar música. No oía nada desde que se fue la luz y a Rick siempre le ha gustado la música. Se dijo que un buen disco podía ayudarle a matar el tiempo y se preguntó si ese cacharro prehistórico seguiría funcionando, así que cogió las pilas, las metió en el discman, buscó entre los discos de Neil hasta dar con uno cañero y salió al jardín.
El acto de ponerse los cascos en los oídos fue casi ceremonioso. Darle al play, tan tenso como desactivar una bomba en el último segundo. Cuando la música comenzó a sonar, por supuesto a todo volumen, como Rick consideraba que había que escuchar siempre la música para disgusto de su madre y sus vecinos, Rick quedó automáticamente aislado del resto del mundo.
Ahora sólo estaban Slipknot, él, ese discman y arriba, las estrellas.
Tumbado en una hamaca, tamborileando con los dedos sobre su barriga y moviendo la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música, Rick disfruta ajeno a lo que está ocurriendo en la urbanización.
Vamos, olvidemos a Rick por un momento y entremos en la casa. Está oscura y cuesta orientarse, pero si aguardamos un poco, nuestros ojos se habitúan a la penumbra y puedes ver, al menos, las formas de los muebles. Así es como Sandra Ridgewick lleva moviéndose por la casa desde que se fuera la electricidad. Bueno, y aprovechando que conoce la casa al dedillo, claro.
Sandra está entrando en la cocina. Es apenas una sombra moviéndose entre sombras, pero tendrá que bastarnos con eso. Sigámosla. Arrastrando las zapatillas de andar por casa desgastadas, Sandra se acerca a la nevera y la abre, sólo para encontrar el interior anormalmente oscuro y vacío.
—Qué demonios… —susurra, pasando la mano por una de las baldas, como para comprobar si es cierto que no hay nada en ella. Alza la voz—. ¿Neil?
Neil no le contesta, por supuesto, porque no está en la casa. Es probable que tampoco le hubiera contestado de haber estado. Sandra se mete la mano en el bolsillo de la bata que lleva puesta y saca un bote de pastillas. Con manos expertas, lo abre y saca una pequeña píldora verdosa. Te aseguro que es verdosa aunque con esta oscuridad sea imposible verlo. Se la traga sin necesidad de agua.
Sandra vive fuera de la realidad desde hace mucho tiempo. En ocasiones, cada vez más raras, tiene épocas de lucidez en las que vuelve a vestirse como Dios manda, a maquillarse y a salir a la compra y disfrutar del aire fresco y las conversaciones con, por ejemplo, el señor Fisher en su farmacia. En esas épocas, Sandra suele cocinar bastante. Siempre le gustó cocinar y no le importaba pasar largas horas entre cazuelas y sartenes. Esas épocas, las buenas, podían durar un día o podían durar dos semanas. Llegaban de repente y se iban tan súbitamente como habían aparecido.
Después, regresaba la Sandra despeinada, vestida en bata y con zapatillas, que deambulaba por la casa con aspecto de estar desorientada y que no hacía otra cosa que dormir, malcomer y ver la televisión. Sobre todo, películas de acción de serie B y C y D y E. Este es un dato curioso: Sandra Ridgewick ha visto en algún momento de su vida todas las películas producidas por Barry Lyndon. Alguna, como Fuerza de combate letal, una película que narra las peripecias de un grupo de asalto que las pasa canutas tratando de rescatar a la hija del presidente de Estados Unidos, secuestrada por unos terroristas árabes, la ha llegado a ver tres veces. No es la única película que ha visto en más de una ocasión. Sandra no suele acordarse de los argumentos de las películas que ve. A veces le quieren sonar algunas imágenes, pero tampoco le da mucha importancia. No mientras haya algo que comer y el bote de pastillas siga presente en su vida.
Cierra la puerta de la nevera y abre el armario donde suelen guardar los chocolates, el pan de molde y las galletas. Al encontrarlo vacío se queda tan desorientada que da una vuelta sobre sí misma, comprobando que se encuentra en su cocina.
Se acerca a la puerta, molesta, y aprieta el interruptor de la luz.
—Pero qué… Mierda —murmura enfadada al no encenderse la luz.
Sandra ni siquiera es consciente de lo que ocurre ahí fuera, y ya no hablo de la invasión que está sufriendo San Mateo, sino que voy mucho más allá. Sandra no sabe realmente que el mundo tal y como lo conoce ha dejado de existir. Sí, los amigos de Neil se lo contaron pero ya no recuerda esa conversación, de la misma forma que no recuerda haber estado comiendo lo que los chicos le llevan en tuppers. Por tanto, no entiende el hambre que tiene porque no recuerda estar comiendo poco. Sandra sólo sabe que se ha despertado con el estómago rugiendo y que quiere echarse algo a la boca y volver a dormir.
Y ahora, maldita sea, no funciona la luz.
Sandra sale de la cocina sintiendo que empieza a cabrearse de verdad. Camina hacia la pared oriental del salón, donde está la caja de los fusibles. Por el camino, se golpea la espinilla contra el pico de la mesa baja y suelta una maldición en voz alta. Furiosa, abre la caja de los fusibles y se queda mirándolos sin entender nada. Todos están en su posición correcta.
Cae en la cuenta. Debe ser un corte general que afecta a toda la urbanización.
Sólo hay una forma de comprobarlo: salir fuera y mirar.