Tyrone oye ceder la puerta de entrada de la garita. El estruendo que produce al caer y ser pisoteada por los muertos le sobresalta. Puede imaginárselos entrando en la pequeña sala, lanzándose hacia delante, empujándose unos a otros. Los oye chocar contra el escritorio, pisar los cristales del ventanal. Escucha el ruido que produce la silla al caer al suelo cuando uno de esos monstruos tropieza contra ella. Luego chocan contra la puerta del vestuario violentamente.
—Padre nuestro que estás en el Cielo…
Los muertos arañan la puerta, la golpean, salvajes, desesperados, brutales, ansiosos y hambrientos.
—Santificado sea tu nombre…
Gritan. Sus gargantas muertas e hinchadas aún permiten que el sonido salga desde la garganta. Es un ruido que recuerda más a un animal que a un humano. Un sonido semejante al chirriar de una puerta pero cubierto de una capa de angustia y furia.
—Perdóname por mis pecados, Padre. Sé que nunca he sido un hombre religioso, pero creo haber sido honrado, trabajador y amable con los demás…
La puerta empieza a crujir y cede entreabriéndose. La taquilla que ha colocado delante, impide que se abra del todo. Los sonidos producidos por los muertos le llegan ahora con claridad, cercanos y ansiosos. Una mano hedionda y grisácea se cuela por el pequeño hueco dejado por la puerta y se mueve en el aire, tratando de agarrar algo. Tyrone puede ver las venas que corrían por debajo de esa piel, cuarteada, sucia, ensangrentada. Puede ver el anillo de casado en uno de sus dedos.
—Si está en tu voluntad salvarme la vida, prometo honrar esa oportunidad. Padre, necesito uno de esos milagros para salir de aquí y prometo que no será en vano. Por favor, Señor…
A esa primera mano le sigue otra. El hueco dejado por la puerta es de apenas cinco centímetros. La taquilla, por el momento, resiste. Tyrone ve ojos que le miran. Ve bocas que le desean, de dientes sucios y encías putrefactas. Por un momento, ve una boca en la que se mueven pequeños gusanos blancos y siente ganas de vomitar.
Aparta la mirada.
Ve el filo de la taquilla desplazarse un par de milímetros hacia atrás. Respira hondo y empieza la oración de nuevo, suplicando por ese Deus Ex Machina que le saque de allí.
Los muertos siguen embistiendo la puerta, tratando de entrar por el escaso agujero que han abierto hasta el momento, chillando y rugiendo. El ruido es tan atronador que impide escuchar nada más. Claro que tampoco hay nada que escuchar. Y las palabras de Tyrone, de momento, se las lleva el viento.