Tyrone está sentado dentro de la garita con los pies encima de la mesa y medio adormilado. En la garita de vigilancia hace frío, pero gracias a la manta que se echa encima de los hombros, Tyrone casi no lo siente. Se supone que debería estar encima del muro, vigilando. Siguen cumpliendo los turnos aunque no tengan mucho sentido. Tyrone se ha preguntado en más de una ocasión por la razón de que se pasen horas y horas encima del muro mirando hacia los muertos. Entendía que lo hicieran al principio, cuando aún cabía la posibilidad de que aparecieran más supervivientes, pero por lo que a Tyrone respecta, no tiene sentido seguir haciéndolo. No cree que vayan a aparecer más supervivientes. Cada vez que mira el enorme grupo de muertos que ronda la entrada de la urbanización le cuesta comprender que ellos sigan vivos. Lo más probable, o eso piensa él, es que no quede nadie con vida. Y si lo hacen, están tan refugiados y parapetados como ellos. Nadie en su sano juicio vagaría por un mundo repleto de esas criaturas.
Se mira la mano derecha. Está buscando una uña que morder, porque desde que empezara todo esto ha cogido ese mal hábito. El problema es que las tiene destrozadas, mordidas y comidas mucho más allá del límite. También se ha mordido los pellejos laterales. Ahora tiene heridas en casi todos los dedos, y alguno, como el índice de la mano derecha, le duele con cada pulsación del corazón.
Es molesto, pero le calma morder.
Empieza a mordisquear el pulgar.
Tyrone se ha preguntado por el futuro. No es él mismo quien más le preocupa, sino los niños. Nunca se había considerado una persona pesimista y esta situación le ha descubierto una nueva faceta de su propia persona. No cree que les vayan a rescatar. No cree que la cosa vaya a mejorar. ¿Cómo entonces van a ser capaces de sobrevivir en esa urbanización y por cuánto tiempo? ¿Crecerán esos niños sin conocer otra cosa más que esto?
Ve a Marsha a través de la ventana. Está deambulando en dirección al Land Rover que bloquea la puerta principal. Tyrone no sabe lo que ha pasado con su hija y desde donde está, tampoco puede percibir los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto. Un escalofrío le recorre la espalda al darse cuenta de que la forma que tiene Marsha de moverse le recuerda a los zombies.
Se levanta, recogiendo la manta y colocándosela bien por encima de los hombros. Marsha siempre le ha caído bien. Es una mujer amable, siempre dispuesta a ofrecer una sonrisa. Las pasadas navidades, de hecho, fue la única que le trajo un regalo. Tyrone agradeció el gesto y nunca le dijo que la talla de la camisa era pequeña.
Cuando Tyrone sale de la garita, la puerta cruje y Marsha se sobresalta. Le mira, juntando las manos al cuerpo como si quisiera ocultar algo. Tyrone le sonríe levantando la mano a modo de saludo.
—Buenas noches, Marsha.
Ella mueve la cabeza en un gesto que no es asentimiento pero tampoco negación. Tyrone se acerca un poco más y se detiene a dos metros de ella. Se da cuenta de que ha estado llorando y se alarma.
—¿Estás bien, Marsha? ¿Ha pasado algo?
—No sabía que estabas aquí, Ty.
—Me tocaba turno de vigilancia. ¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte con algo?
Marsha niega con la cabeza contundente. Tyrone se debate entre acercarse o no a ella. Hasta la fecha, nunca ha cruzado esa barrera con ninguno de los habitantes de San Mateo. Siempre se ha comportado de forma muy profesional. Tal vez, con el que más relación haya tenido siempre es con Tom Ridgewick, debido seguramente a que el señor Ridgewick ocupa el cargo de administrador de la urbanización. O algo así. Y además, es el que más cerca de la entrada vive.
Al final, Tyrone decide quedarse donde está. Se siente violento al escuchar llorar a Marsha, pero no se mueve.
—¿Señora Collins? —pregunta, preocupado.
—Es… —ella intenta hablar, pero se traba—… Cameron. Han matado a mi niña.
Tyrone parpadea al escuchar eso. Supone que ha oído mal.
—¿Cómo?
—Alguien dentro de esta urbanización ha matado a mi niña, Ty.
Tyrone no sabe qué decir.
—Sé que ha sido Neil. Lo sé. Pero ellos lo niegan. Todos me han mirado como si estuviera loca… —Marsha le mira, con ojos que brillan de rabia—. Odio su puta condescendencia.
—¿Neil, el sobrino de Tom?
—Ese niño siempre ha sido un criminal en potencia. He oído como le grita a su madre cientos de veces. Creo que alguna vez le ha puesto la mano encima.
Tyrone, de nuevo, no sabe qué decir.
—Nadie me cree. ¡Y Tom se ha atrevido a decir que seguramente haya sido un accidente y que se ha caído del muro! ¡Mi niña jamás habría subido allí! ¡Jamás!
Tyrone se tapa la boca con la mano, comprendiendo que lo que dice Marsha es cierto. Que Cameron Collins ha muerto y cree que alguien la ha matado. Y sí, es cierto que Neil Ridgewick siempre le ha parecido un chico problemático, pero…
—Se supone que no deberías estar aquí, Ty.
—Lo sé, lo sé —dice él—. Tendría que estar en el muro, vigilando, pero me parece una estupidez vigilar el muro… —se detiene antes de seguir diciendo que no cree que nadie vaya a venir ya—. Marsha, si puedo ayudarte en algo…
—Se supone que no deberías estar aquí.
Tyrone mueve la cabeza dándole la razón, y entonces cae en la cuenta de que Marsha no se refiere a la vigilancia en el muro. Lo que llevaba en la mano y ha ocultado antes contra su cuerpo ahora está a la vista. Es un mando inalámbrico.
—¿Marsha? —Su voz suena alarmada. Tyrone no puede despegar la mirada del mando. Maldice el día en que instalaron las baterías que permiten la apertura en caso de avería en el servicio eléctrico.
—Lo siento, Ty. Se supone que no deberías estar aquí, pero ellos tienen que pagar.
Marsha mueve el dedo, Tyrone levanta las manos pidiéndole un segundo, Marsha relaja el dedo y le mira. Sus ojos son una puerta a la tristeza infinita.
—¿Y Junior? —pregunta Tyrone—. Si abres esa puerta también él morirá.
Una lágrima solitaria resbala desde el ojo izquierdo de Marsha.
—No merece vivir así —murmura—. Menos entre asesinos.
—Marsha, podemos arreglarlo. Podemos encontrar a quien lo haya hecho, te lo prometo.
Marsha sonríe sarcástica.
—Junior no merece morir. No así —asegura Tyrone.
Marsha baja la mirada, pensativa. Tyrone gira la cabeza buscando ayuda en la puerta entreabierta del jardín que lleva a la casa de Tom Ridgewick pero no hay nadie a la vista. Son sólo Marsha Collins y él.
—No deberías haber estado aquí, Ty.
—No, Marsha, no lo hagas, piensa en junior, en toda la gente inocente, en el hijo de Rachel…
Marsha levanta la cabeza como si hubiera escuchado una blasfemia. Tyrone no tiene forma de saber que acaba de escupir al balde la gota que lo colmará.
—Lo siento.
Marsha aprieta el botón.
La puerta principal de San Mateo comienza a abrirse con un ruido mecánico y cansado. Tyrone se lanza hacia Marsha para arrebatarle el control. Ella se gira protegiéndolo con su cuerpo. Tyrone choca con su espalda, le agarra el brazo y trata de darle la vuelta. Marsha le empuja, revolviéndose. Tyrone le alcanza la muñeca e intenta coger el mando.
Pero mira hacia la puerta. Los primeros muertos empiezan a colarse por el agujero cada vez mayor, libres al fin para correr hacia sus víctimas. Salen disparados, empujados por la masa que tienen detrás, golpeando el Land Rover y cayendo al suelo algunos de ellos, encontrando una entrada cada vez en mayor número.
Tyrone les ve y el pánico se apodera de él. Sigue tratando de quitarle el mando a Marsha pero ella se revuelve y gira para alejarlo del hombre y los zombies cada vez están más cerca y corren hacia ellos abriendo unas bocas que son una abertura del infierno. Tyrone, entonces, suelta a Marsha y se da la vuelta. La manta que llevaba sobre los hombros cae al suelo olvidada. Tyrone corre hacia la garita. Sus ojos son la antesala del miedo. El corazón nunca le ha latido tan rápido.
Marsha levanta los dos brazos y se gira para recibir a los muertos. Levanta hacia ellos una mirada llena de dolor y de rabia. Las lágrimas caen por sus mejillas mientras la puerta de San Mateo sigue abriéndose y dando paso a un número cada vez mayor de cadáveres.
Tyrone escucha el grito de Marsha a su espalda cuando un hombre de piel azabache y pelo rizado se aferra a ella y hunde los dientes en su rostro, tirándola al suelo y cayendo sobre ella. Apenas tres segundos después tiene encima más de quince zombies rodeándola y peleando por agarrar pedazos de su carne. Le muerden la cara, el pecho, el abdomen, los brazos, las piernas. Su ropa es destrozada y su carne rasgada. Su sangre, cálida, despide vapor al caer al suelo y ser derramada sobre las carnes heladas y podridas de sus asesinos. Una mujer, asiática, con un tatuaje en el cuello que ahora está incompleto debido a una herida atroz que le hace inclinar la cabeza hacia la derecha, se incorpora masticando el hígado de Marsha. Sus manos están cubiertas de sangre, como si las hubiera metido en un cubo de pintura roja.
Y así, compañero, ya sólo quedan veinte.