26

—Dime qué querías.

Neil se deja caer en el sillón. Tom no contesta de inmediato. Antes se acerca a la chimenea y se queda mirando el crucifijo que hay en la pared.

—Me pregunto dónde está Dios ahora.

—Probablemente no existiendo —responde Neil, encogiéndose de hombros.

—O tal vez nos está castigando —le rebate Tom, entrelazando las manos—. ¿Qué tal tus conocimientos de religión, Neil?

—Ya sabes, nunca me ha interesado mucho. Aprendí aquello que me vi obligado a aprender en el colegio y después traté de olvidarlo cuando salí de él. Pero, maldita sea, hay cosas que no salen del cerebro ni a la fuerza.

Tom ríe. Es una carcajada genuina. No hay necesidad de dobles caras delante de Neil.

—Bueno, supongo que recordarás Sodoma y Gomorra.

—Sí. Son las dos ciudades que eran un puterío y el señor Dios las castigó mandándoles meteoritos, ¿no?

Tom se vuelve a reír. Se sienta junto a su sobrino mientras se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

—Bueno, no eran realmente meteoritos. Más bien, una lluvia de fuego. Pero eso no es lo relevante. Lo importante es que Dios juzgó a los habitantes de Sodoma y Gomorra, consideró que habían sobrepasado todos los límites morales… y los destruyó.

—Un tío simpático, el tal Dios…

—Severo —le corrige Tom.

—¿Y crees que eso es lo que ha ocurrido, tío? —Neil mira a Tom con una ceja levantada, en un gesto de total incredulidad—. ¿Qué hemos sobrepasado todos los límites morales y entonces ha decidido levantar a los muertos para que se coman a los vivos?

Enigmático, Tom vuelve a sonreír.

—A ojos de la doctrina cristiana…

—El discurso de la fornicación, el adulterio y todas esas ostias ya lo he oído, tío, pero no puedes estar hablando en serio.

Tom apoya una mano en el hombro de Neil.

—No, no creo que Dios haya mandado alzarse a los muertos, pero sí que creo que Dios sólo ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.

Neil suspira aliviado.

—Por un momento pensé que te habías vuelto tarumba.

—Oh, tu tío Tom está más cuerdo que nunca, te lo aseguro.

—Eso espero —murmura Neil, sonriendo.

—Lo estoy, Tom. Y quería hablar contigo porque creo que tenemos un problema.

De repente, supongo que tú también puedes notarlo, el ambiente de la habitación cambia, como volviéndose más cálido, más… solemne. Y Neil traga saliva, atrapado en la mirada de Tom, que aún mantiene la mano sobre el hombro del chico, como hipnotizándole.

—Si queremos sobrevivir en San Mateo, tenemos que centrarnos y ser capaces de tomar el mando de la situación.

—Creo que nadie duda de tu capacidad de liderazgo, tío.

—¿Seguro? ¿Crees que nadie me pone en duda?

Neil piensa. No aparta la mirada de los ojos de Tom.

—¿Los… forasteros?

Tom asiente, despacio. Neil le imita.

—San Mateo es un jardín, Neil. Un gran jardín como el edén, donde podemos sobrevivir y ser felices si obedecemos…

—Si te obedecemos a ti…

—Si me obedecéis a mí —confirma Tom, hablando en ese tono bajo y cautivador que parece haber atrapado a Neil—. Pero en este jardín hay malas hierbas, Neil. Hierbas que crecen en un pequeño rincón pero pueden esparcirse por todo el jardín si se lo permitimos.

—Sí… —Neil susurra, como la audiencia de un predicador sumamente hábil.

—Y en medio de las malas hierbas crece un árbol. Dios dijo que no debía tomarse la fruta que diera ese árbol.

—El policía…

—El policía, sí. Es el más peligroso de ellos, Neil, porque está dispuesto a tomar el mando si se lo permitimos.

—No podemos hacerlo…

—No podemos, Neil. Pero el mal conoce muchas formas, y tiene muchas caras, Neil. Ese es el verdadero poder del diablo.

—¿El policía es el diablo?

—No creo que vaya tan lejos, pero es una de sus figuras y si se lo permitimos, infectará de ideas equivocadas al resto. Y en los días que vendrán, muchas decisiones tendrán que ser tomadas y algunas serán difíciles. Puedes estar seguro de ello, Neil. Y si la gente empieza a inclinarse hacia ellos, entonces… ¿Qué pasará, Neil?

—Que tendremos problemas.

—Sí. Exacto.

—¿Qué vamos a hacer, tío?

—Hay que vigilar al policía, Neil. No perderle de vista y buscar cualquier cosa. La que sea. Algo que nos permita desacreditarle.

Neil asiente, entusiasmado con la idea.

—Yo me ocuparé, tío. No le quitaré ojo de encima. Me encargaré de que no tenga ocasión de hacerse con el control.

—Siempre has sido un buen chico, Neil.

Tom, satisfecho, le revuelve el pelo.