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Permíteme que retroceda en el tiempo y te presente a Jonathan Martin, un fontanero de cuarenta y tres años residente en Half Moon Bay que acababa de volver de su luna de miel cuando se desató la plaga del Cuarto Jinete. Su mujer, Sandy, tenía tres años menos que él y pintaba cuadros de esos que plagan los pasillos de los hoteles de dos o tres estrellas, muchos paisajes marítimos o boscosos y algún bodegón colorista.

Jonathan era un tipo sencillo, sin demasiadas aspiraciones en la vida pero satisfecho de lo que había logrado hasta ahora, exceptuando una cosa: a pesar de llevar casi tres años intentándolo, no habían logrado quedarse embarazados.

La luna de miel fue en Hawai. Nada más llegar al aeropuerto les recibieron con algarabía y les colgaron un collar de flores al cuello. En el hotel les trataron como a reyes y cada noche en la habitación les esperaba una botella de champán. Desde el dormitorio podía oírse y olerse el mar. Fueron unos días felices.

No pudo despedirse de ella. Jonathan estaba en casa esa tarde repasando la agenda para ponerse al día con los trabajos que tenía pendientes, y Sandy había salido para visitar a sus padres. Quería enseñarles las fotos que habían tomado en Hawai, y antes de que saliera de casa, sin mirarla, Jonathan le había dicho:

—No les muestres las fotos picantes.

—Uy, esas van las primeras. Quiero presumir de marido —había respondido ella, riéndose. Sandy se reía mucho.

Y se había marchado. Varias horas más tarde, cuando las calles se convirtieron en un bullicio de gritos, gente corriendo y muertos despedazando a los vivos, lo que más lamentó Jonathan es no haberle dado un beso a su mujer, no haberse despedido de ella correctamente. Para entonces, Jonathan iba y venía por el salón, se asomaba de vez en cuando a la ventana y contemplaba atónito a los seres que merodeaban por la calle con movimientos espasmódicos y sangre resbalándoles por el cuerpo. Le llamaba poderosamente la atención el cuerpo de una mujer, tirado en medio de la acera con la cabeza torcida en una posición imposible, la espalda y las piernas llenas de mordiscos y heridas y un charco de sangre bajo ella que se había ido deslizando hasta la alcantarilla más cercana.

Porque el resto de seres se movían, y viéndolos de pie, uno no tenía la sensación tan abominable de que estuvieran muertos, aunque cerebralmente lo supiera y la sangre y las heridas lo evidenciaran sin dejar lugar a ninguna duda. Pero aquella mujer, tirada en medio de la calle como si fuera un objeto que nadie desea era diferente, era como la muestra final de que el mundo se había ido a pique de una vez por todas y aun así eso no era lo peor.

Lo peor eran sus ojos.

Aquella mujer, además de las heridas en la espalda y las piernas, se había roto la médula y no podía moverse pero sus ojos buscaban frenéticos en todas direcciones, rodando de un lado a otro, y a Jonathan eso, por encima de cualquier otra cosa, le volvía loco. No conocía a aquella mujer, aunque creía que la había visto alguna vez por Half Moon Bay, pero pensar que pasaría allí el resto de la eternidad, sin poder moverse, le resultaba enloquecedor.

Igual que el desconocer el paradero de Sandy. En algún momento, había asumido que estaba muerta porque no había vuelto a casa y ahora, a tenor de lo que podía ver por la ventana, ya nunca lo haría sin correr un gran peligro. También llegó a pensar en ir a buscarla, imaginándose que Sandy y sus padres habían logrado resistir en la modesta casa de campo de sus suegros, pero en realidad, le costaba creer que el maltrecho señor Novak y su mujer fueran capaces de hacer frente a la brutalidad con la que atacaban esos seres. A través de la ventana, les había visto tirar abajo la puerta de la panadería de Frankie y meterse en tropel por el boquete para atrapar al pobre Frankie y a los dos hombres que habían buscado refugio allí. No, los zombies atacaban con una brutalidad difícil de defender.

—Tal vez haya huido —murmuraba en voz alta, mientras iba y venía por el salón una y otra vez—. Tal vez haya visto a los muertos y esté conduciendo hacia San Francisco. Sí, tal vez es eso.

Tenía miedo de encender la televisión, porque si viera en las noticias que San Francisco estaba en la misma situación, entonces se volvería loco.

Y regresaba a la ventana para volver a mirar hacia la mujer tendida en la acera, con sus ojos moviéndose en todas las direcciones, hambrienta.

Durante la primera noche, Jonathan no hizo más que pasear por el salón y mirar por la ventana. De vez en cuando, veía zombies que corrían, algunos pasando muy cerca de la mujer de los ojos en movimiento, y otras veces la calle aparecía tan solitaria que, de no ser por los vehículos abandonados, los cristales rotos, la sangre que salpicaba el suelo y las paredes y la puerta destrozada de la panadería de Frankie, uno casi podría pensar que la cosa estaba mejorando.

Eran las cinco de la mañana cuando Burton Smith debió pensar eso mismo y decidió salir de su casa. Al principio, Jonathan le vio asomarse con cuidado por la puerta, sacando solo la cabeza, pero después Burton salió del todo y se pegó a la pared. Le vio mirar en ambas direcciones, nervioso y cauto. Jonathan sintió ganas de asomarse para llamar su atención, tal vez para decirle que tuviera cuidado con la mujer que estaba tirada en el suelo, pero le aterraba la idea de hacer ruido.

Así que se quedó quieto pegado a su ventana, viendo como su vecino levantaba la puerta del garaje. Al hacerlo, el ruido fue atronador, amplificado por el silencio reinante. Burton entró al garaje y Jonathan dejó de verle. Durante unos interminables cuarenta segundos no ocurrió nada más, y Jonathan empezó a pensar que algo había ido mal en el garaje. Estaba equivocado. Las cosas, para lo que al señor Burton Smith se refieren, aún no habían empezado a ir mal.

Dentro del garaje se encendió un motor. Jonathan podía oírlo claramente desde donde estaba, algo apagado por la distancia y la ventana cerrada tras la que se escudaba. Más o menos al mismo tiempo empezaron a llegar los primeros zombies, atraídos por el ruido producido por la puerta del garaje, primero, y ahora por el motor. Corrían agitando brazos y cabezas, abriendo las bocas, aullando, y el ruido del motor continuaba en el garaje.

—O te das prisa o vas a morir, Burt —murmuró Jonathan.

Pensó en asomarse y gritar. Advertirle a Burton que tenía que darse prisa. Pero eso atraería la atención hacia él.

Burton salió del garaje montado en su Harley Davidson y giró hacia la izquierda, pero ya era demasiado tarde. Los zombies estaban muy cerca. Pudo esquivar al primero. El segundo, una mujer rubia a la que le faltaba buena parte de la cara y tenía a la vista los músculos y parte del hueso, llegó incluso a golpearle en el hombro. Fue el hombre gordo con traje de empleado de hipermercado al que no logró esquivar. La moto se escoró hacia un lado. Burton cayó al suelo y rodó un par de metros mientras la Harley se deslizaba, rayando todo el lateral, hasta detenerse junto a un Prius. La rueda delantera aún estaba girando cuando los muertos se echaron encima de Burton. Jonathan les vio arrancar pedazos de carne con los dientes. La mujer rubia se cebó con su entrepierna. Cuando los gritos de Burton cesaron, Jonathan se apartó de la ventana y se sentó en el sillón, llorando.

Rezó para que Sandy no hubiera sufrido de esa manera. Luego se arrepintió por pensar que estaba muerta y trató de convencerse de nuevo con que lo había logrado y estaba a salvo en San Francisco, tal vez protegida por el ejército.

Se lamentó por no haberse despedido de ella cuando se fue de casa.