La mujer se llamaba Olivia Jackson y era conocida en Half Moon Bay por su amor desmedido por los animales que la llevaba a recoger cualquier ser vivo que se encontrara abandonado en la calle y a trabajar como voluntaria en la perrera municipal. El sueño de Olivia Jackson, de hecho, era trabajar con animales, haciendo terapias con niños autistas y labradores. En su casa vivía ella sola, puesto que nunca había contraído matrimonio, junto a sus siete perros, dos gatos y un loro al que se había empeñado en enseñar a hablar y lo único que decía constantemente para martirio de la pobre mujer, era joder.
Ninguno de los animales, por supuesto, era de raza. Todos mestizos y perros callejeros condenados a morir y ser rescatados por ella misma de la última inyección. A todos les había puesto nombres de artistas famosos: Leonardo, Miguel Ángel, Beethoven, Mozart, Lennon, Picasso y Rembrandt eran los perros. Los gatos se llamaban Shakespeare y Vivaldi. Al loro no le había puesto nombre, aunque ya le llamaba cariñosamente joder.
Nada de esto debería importarnos realmente, pero que lo sepamos tiene un sentido. Tendrás que permitirme que te lo explique.
Cuando Patrick vio a Neil detenerse supo a ciencia cierta que estaba muerto. La expresión de Neil, tranquila y sorprendida, mostraba claramente que estaba en shock, y Patrick no tenía tiempo de ayudarle a salir de su inmovilidad. De hecho, necesitaba que fuera Neil el que le ayudara a él. Porque evidentemente, con todo lo ocurrido, Peter estaba fuera de todas las quinielas. No había sido más que un lastre hasta el momento y les había puesto en peligro, probablemente, de hecho, les había condenado a la muerte, y por todo ello, Patrick ni siquiera pensaba en él cuando los dientes de Olivia Jackson se cerraban junto a su mejilla, ávidos de carne y sangre caliente.
Olivia Jackson no era una mala mujer, pero tener semejante jauría de animales a su cargo le hizo tener más de un problema con sus vecinos. Cuando no era Mozart entrando a soltar sus deposiciones en el jardín de al lado, era Lennon que había destrozado la manguera, o Vivaldi que había hurgado en el cubo de basura llenando la puerta del vecino de basura.
Los Frey vivían puerta con puerta con Olivia Jackson y había llegado un punto, desde mediados de la primera década del siglo, en el que cada encontronazo con ella servía para iniciar una discusión a gritos. Los Frey estaban hartos de limpiar mierdas de perro, recoger basura desperdigada, comprar objetos para sustituir los que habían roto, e incluso estaban hartos del olor que desprendía la casa de Olivia.
Verla allí es superior a sus fuerzas para Peter Frey. Algo en su cerebro protesta y se niega a admitir que fuera aquella mujer, que tantos disgustos le había causado a su propia madre, la que les abriera la puerta del infierno. De un empujón, providencial, por cierto, Peter lanza a Neil al interior de la joyería, para poder avanzar y situarse a la espalda de la mujer. Y sin ninguna contemplación, Peter golpea la nuca de Olivia con la culata de su pistola una, dos y tres veces. El segundo golpe hace crujir el cráneo, hundiendo algunas astillas en el cerebro, pero es el tercer golpe el que rompe el hueso con un crujido, hundiendo parte de la cabeza hacia dentro. Como si hubieran apagado su fuente de energía, Olivia Jackson se desploma sobre Patrick, inmóvil.
No hay tiempo que perder. Patrick se deshace de la mujer empujándola hacia atrás, hacia los zombies que están llegando a ellos. En la caída, arrastra al suelo al tipo de las rastas. Patrick levanta el rifle y dispara. Esta vez, el lado derecho de la cabeza del viejo canoso estalla, deteniéndole del todo. Peter tira de él hacia el interior de la joyería, pero ya no hay tiempo. Están encima de ellos. Las manos del chico asiático con la camiseta de juego de Tronos agarran el brazo de Patrick. Antes de que su cara llegue hasta él, dispuesto a hincarle los dientes en el hombro, Neil asoma el revólver desde el interior de la joyería. Ha recargado, y está a tan poca distancia que es imposible fallar. La bala cruza la cabeza del asiático de lado a lado, abriendo un boquete del tamaño de una pelota de baseball allí por donde sale.
Patrick dispara a los zombies que se acercan. Neil dispara. Los tres gritan, pero es Peter Frey el que agarra la verja metálica y tira de ella hacia abajo. Al caer, la verja golpea el rifle de Patrick, haciendo que su siguiente disparo se estrelle contra el suelo, pero sigue su camino hacia abajo y se cierra con un gran estruendo metálico, sumiéndoles en la oscuridad casi absoluta. Al momento, los zombies se aprietan contra ella, golpeándola con furia y tratando de atravesarla a golpes.
Dentro de la joyería, los tres siguen gritando a pesar de estar a salvo. Patrick retrocede hasta chocar con el mostrador y se deja caer al suelo. Están jadeando por el esfuerzo físico, sudorosos y agotados. No pierden de vista la verja metálica, que se comba peligrosamente con los golpes y la presión que recibe desde fuera.
—¿Resistirá? —pregunta Peter. Está temblando de miedo.
—No eternamente —murmura Patrick, recuperando la respiración.
Confirmando sus palabras, la verja metálica cruje y se abomba hacia ellos. El estruendo es horroroso y se ven obligados a hablar a gritos para escucharse. Fuera, los muertos golpean, rasgan y muerden la verja, tratando de abrirse paso con la ira que les produce saber que ahí dentro se encuentra lo que quieren.
—¿Qué coño vamos a hacer ahora? —pregunta Neil.
Patrick está mirando a su alrededor, buscando una respuesta a esa pregunta.
—Si la verja cede, vamos a morir —asegura Peter.
—¿Esto tiene trastienda? —pregunta Neil, girando sobre sí mismo.
Tras el mostrador hay una puerta entreabierta. Neil corre hacia ella pisando cristales, anillos y pulseras diseminados por el suelo. Se detiene al ver un cuerpo boca abajo entre el mostrador y la trastienda, impidiendo que la puerta cierre del todo. Son apenas unos segundos. Después, se da cuenta de que el cuerpo está inmóvil y empuja la puerta para pasar.
Patrick se pone en pie. Mira a Peter.
—Muchas gracias. Me has salvado la vida ahí fuera.
—Era la señora de los bichos —responde Peter en voz baja, casi catatónica.
Patrick no entiende a qué se refiere, pero tampoco le interesa demasiado. La verja metálica empieza a inclinarse hacia dentro de forma peligrosa. Cruza el mostrador y mira el cadáver con curiosidad.
—Aquí dentro no hay salida —anuncia Neil, asomándose.
Patrick se agacha y le da la vuelta al cuerpo. Se trata de un hombre, de unos cincuenta años. La parte delantera de su cara casi no existe. No tiene labios, ni lengua, ni nariz y la mandíbula parece haber sido desencajada con unos fórceps. También tiene un agujero de bala en la frente. Pero lo que más llama la atención a Patrick es lo que sujeta en la mano.
Una palanca de acero.