Patrick se detiene detrás de un matorral y le hace un gesto a Neil para que se acerque. El chico se agacha a su lado con diligencia. La arboleda termina treinta metros más adelante. La carretera sigue, pero a ambos lados se extiende un prado vallado de aspecto des cuidado, sin apenas espacios donde esconderse. A lo lejos, empiezan a verse casas y edificios de Half Moon Bay. En la carretera hay más coches abandonados, la mayoría detenidos en los arcenes, pero también hay un par de ellos estrellados. No ven movimiento, pero la carretera gira hacia la izquierda y un camión con el logotipo de una empresa de transportes les quita visibilidad.
En general, el paisaje transmite desolación. Es difícil contemplarlo. A pesar de conocer las causas del abandono de los vehículos, ver todo tan quieto y silencioso es inquietante. Uno tiene la sensación de que en cualquier momento alguien saldrá de detrás de uno de los coches gritando «¡Sorpresa!».
—¿Qué hacemos? —pregunta Neil.
—A partir de aquí no hay donde esconderse. Pero al menos, en la carretera, podemos buscar refugio en los coches abandonados.
—Me sentiré mejor haciendo eso que yendo campo a través. Me dejé la capa de invisibilidad en casa.
Patrick mira a Neil y este se encoge de hombros. Ninguno de ellos le presta atención a Peter, que está detrás de ellos. El coche más cercano es un Chevrolet azul oscuro. Hay sangre en el lateral derecho del vehículo.
—Vale. Iré yo primero —dice Patrick.
Neil le hace un gesto con la cabeza. «Adelante». Patrick toma aire, hinchando sus pulmones, y después echa a correr hacia el Chevrolet. Tarda medio minuto en alcanzarlo, pero son treinta segundos que se le hacen eternos. A él y a los dos chicos, que aguantan la respiración con todos los músculos en tensión. Finalmente, Patrick se deja caer junto al coche y apoya la espalda en la rueda trasera, recuperando el aliento. Mira con disimulo por el lateral, pero sigue sin haber movimiento en la carretera.
Desde los matorrales, Neil y Peter ven como les hace un gesto para que vayan. Los dos chicos se incorporan y corren hacia él. Sus pies golpean la tierra primero, y después el asfalto de una forma casi sincrónica. A Patrick el sonido le recuerda al de los tambores de guerra. En realidad no es para tanto, pero es lo que tiene el miedo y su extraña costumbre de amplificar los sentidos.
Antes de que los chicos lleguen hasta él, Patrick se incorpora y corre hasta el siguiente vehículo, un Honda cruzado en mitad de la carretera con la puerta delantera entreabierta. Se detiene junto a la rueda delantera y comprueba que siga sin haber rastros de movimiento. Entonces, se fija en una zapatilla de deporte caída junto al coche. Es un modelo Nike, y parece bastante nueva, blanca y con algunas filigranas rosas. En la punta hay también un par de gotas resecas y marrones. La visión de esa zapatilla le golpea como un ariete. Patrick siente ganas de vomitar. Se agarra al coche para no marearse y cierra los ojos. Se obliga a no pensar en la zapatilla.
A su espalda, los tambores de guerra vuelven a acercarse a él, veloces. Neil derrapa al llegar junto al Honda y se agacha al lado de Patrick. Peter, sin embargo, calcula mal la frenada y golpea con la mano la puerta trasera del coche. Los otros dos le miran, recriminándole con los ojos, y se quedan en silencio, a la espera.
Si les observas detenidamente, si aprietas el botón de cámara lenta, es cuando puedes percibir los pequeños detalles. La gota de sudor que resbala lentamente por la sien de Patrick, rozando el ojo y pasando por encima de los pelillos de la barba en dirección a la barbilla, desde donde colgará por unos segundos antes de caer al suelo. La garganta de Neil moviéndose arriba y abajo al tragar saliva. Su lengua humedeciendo los labios, resecos y agrietados. Su mano aferrando la culata del revólver con tanta fuerza que los dedos se tornan de color blanco. El tic nervioso de Peter que le hace guiñar el ojo a toda velocidad. La respiración agitada. Los músculos en tensión. Los oídos atentos a la menor señal de peligro. Dispuestos a echar a correr.
Pero nada se mueve en la carretera. El viento sopla desplazando algunas hojas, pero no hay ni rastro de muertos vivientes.
—Joder, lo siento, chicos —murmura Peter.
Y entonces separa la mano del lugar donde ha golpeado el coche y se incorpora, para mirar a través de la ventanilla hacia la carretera. Sin previo aviso, una cara ensangrentada golpea el cristal desde dentro del coche y Peter grita, cayendo hacia atrás de culo. Neil también retrocede chocando con Patrick. Dentro del coche, la mujer muerta a la que pertenece la cara ensangrentada se revuelve intentando alcanzarles, incapaz de hacerlo debido al cinturón de seguridad que la mantiene atrapada. Pero golpea el cristal con fuerza e indignación y lo golpea con la cara como queriendo atravesarlo, una y otra vez, mostrando unos dientes sucios y desagradables.
La mujer lanza un quejido lastimoso que suena a protesta, a decepción por no poder masticar las presas que tiene tan cerca. Los tres hombres la observan fascinados, como quien mira una obra de arte en un museo, paralizados por el miedo. Un momento después, y como si fuera una respuesta, escuchan dos alaridos semejantes, lo suficientemente cercanos como para helarles la piel. Y después, siguiendo el efecto ola que causa una piedra al caer en el agua, más gritos, un poco más lejanos.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclama Patrick—. ¡Ya!
—¿A dónde coño vamos? —pregunta Neil. Y de repente, toda esa fachada de tipo duro, ese aire adulto que siempre le ha impreso a su vida, ha desaparecido. Cuando mira a Patrick con ojos suplicantes, parece un niño de no más de quince años.
Patrick mira alrededor. Volver a la arboleda es una opción, pero les alejaría de su destino, y no está dispuesto a abandonar tan rápido.
—Allí. ¡Vamos!
Patrick señala hacia el prado que tienen a la derecha. Hay una cerca con alambre de espino de un metro de altura, y más allá, un campo que debió formar parte de una granja. Neil no le cuestiona. Ambos se incorporan y echan a correr hacia allí, pero Patrick vuelve la cabeza y ve a Peter tirado en el suelo, mirando con los ojos como platos al zombie atrapado en el Honda. Y se detiene.
Mientras Patrick regresa para ayudar a Peter, el primer zombie aparece desde detrás del camión de mensajería. Es un hombre joven, algo más mayor que Peter y Neil, que arrastra sus propios intestinos por el suelo. Su pecho también presenta muchas laceraciones y heridas abiertas. Sus pantalones, que antaño debieron ser blancos, ahora tienen el color de la tierra mojada. Al verles, su rostro parece desencajarse abriendo la boca y aullando. Y empieza a correr hacia ellos, con el intestino golpeándole rítmicamente las rodillas.
Patrick se agacha junto a Peter y le agarra del brazo con la mano que no sujeta el rifle de caza. Levantarle apenas le cuesta trabajo, pero aunque el chico se mantiene en pie, a pesar de que las rodillas parece que vayan a ceder en cualquier momento, Peter no aparta la mirada del interior del Honda.
—¡Peter! —gruñe, casi escupiendo las palabras—. ¡Peter, vamos, joder!
Peter sigue sin responder. Su ojo derecho parpadea tan rápido que resulta imposible creer que pueda ver algo con él. Patrick levanta la mano y le abofetea con todas sus fuerzas. La palmada re suena como una explosión, y casi de forma instantánea, la mejilla del chico empieza a ponerse colorada. Patrick siente que la palma de su mano le escuece. Aparta el sentimiento de su mente al mismo tiempo que Peter reacciona y gira la cabeza para mirarle.
—¡Peter, tenemos que correr, ahora!
Minúsculas partículas de saliva salen despedidas de la boca de Patrick. Ninguno de ellos repara en ello. El chico de los intestinos colgando está ganando terreno a toda velocidad y por detrás del camión han aparecido otros dos muertos. Uno de ellos, un hombre negro de unos cincuenta años con la cara completamente desfigurada por los mordiscos que le llevaron a la muerte, corre en su dirección extendiendo los brazos hacia delante. El otro es una chica, de no más de quince años, que por suerte para ellos tiene una de las piernas rota y camina tambaleándose y arrastrando el peso muerto tras ella, a no demasiada velocidad.
Neil salta la cerca como si se hubiera dedicado a las carreras de salto de valla toda su vida, sin rozar siquiera el alambre de espinos. Cae al otro lado aún corriendo, pisa mal en un desnivel del terreno y cae al suelo, raspándose las manos y rodando por la tierra, levantando una nube de polvo. Cuando logra detenerse, se da cuenta de que ya no tiene el revólver en la mano y mira atrás, buscándolo.
Está ahí, un metro más allá. Neil, con el corazón desbocado y el miedo atenazándole la garganta, se lanza a por él y cierra los dedos alrededor de la culata. Al mirar hacia la carretera, ve a Patrick y a Peter iniciar la carrera hacia la pequeña alambrada de espino. Y al girar un poco la cabeza, ve al joven que arrastra sus propios intestinos y al hombre negro de la cara destrozada corriendo hacia ellos.
Y no está seguro de que vayan a conseguirlo.