Se mueven formando una línea recta, separados unos cinco metros unos de otros, Patrick a la derecha, Peter en el centro y Neil a la izquierda. Se mueven despacio, tratando de no hacer ruido y atentos a la menor señal de peligro. Por el momento, la arboleda les sirve como protección, pero son conscientes de que también puede jugarles una mala pasada si no son capaces de localizar el peligro antes de que el peligro les localice a ellos.
Patrick va concentrado en su propia respiración. Intenta tomar aire y soltarlo poco a poco, al ritmo de sus pasos. De vez en cuando, gira la cabeza hacia la izquierda para mirar a Peter. Es consciente de que el chico está nervioso y sabe que cuando se le pase el efecto de la adrenalina se pondrá a temblar. Está esperando ese momento, pero aún no ha llegado.
Un crujido a su derecha le hace pararse en seco y agacharse. Al mismo tiempo, levanta el rifle y apunta en esa dirección. No ve nada en movimiento, pero se queda en esa posición unos segundos más. Cuando se levanta, Peter y Neil se encuentran a su lado.
—¿Has visto algo? —susurra Neil.
—He oído algo. Pero habrá sido un animal. Una ardilla o algo así.
—¿Seguro? —pregunta Peter, lanzando miradas nerviosas en todas las direcciones.
Patrick asiente. Hablan en susurros, se mueven en silencio. Patrick empieza a andar de nuevo. Neil le acompaña igualando su velocidad. Empuña el revólver en la mano derecha. Patrick se pregunta si sabe utilizarlo.
—¿Cuánto queda hasta llegar a la carretera? —le pregunta al chico.
—No lo sé. Calculo que otros cinco minutos si mantenemos esta velocidad.
Patrick echa la vista atrás para mirar a Peter y no le gusta lo que ve. Peter sigue quieto en el lugar donde Patrick se agachó al oír el ruido, pero está mirando hacia atrás. Patrick supone que está pensando en regresar. En realidad no le parece mal. Él también está cagado de miedo. Sólo espera que el chico no les meta en un lío. Casi siente que lo mejor que podría pasarles es que decida desandar el camino y volver a la urbanización. Está pensando en decírselo cuando la mano de Neil le agarra del brazo y tira de él hacia el suelo.
Los dos caen sobre tierra dura. Patrick se golpea la rodilla con un viejo tronco podrido. Está a punto de increpar a Neil, pero al verle la cara, con los ojos muy abiertos, decide callarse y mirar hacia delante. Al principio no ve nada, pero Neil, que se ha llevado el dedo índice a los labios para indicarle silencio, señala con la mano del revólver hacia la derecha. Patrick mueve un poco la cabeza, para esquivar los árboles y plantas que le tapan la visión.
Al fondo lo ve.
Vuelve a mirar a Neil. El chico está tranquilo, y eso es un alivio. Se miran a los ojos, comunicándose sin palabras.
¿Crees que nos ha visto?
Patrick niega. No.
Y entonces, ambos se dan cuenta de que se han olvidado de Peter. Los dos se giran hacia atrás. Patrick siente que el corazón se le agarrota en el pecho al ver al otro chico de pie, unos cinco metros más atrás que ellos, mirando hacia su espalda. Neil abre la boca para llamarle, pero Patrick se la tapa con la mano. Neil le mira, por encima de su propia mano, y Patrick le dice que no con los ojos. No hacen falta palabras. Ambos saben lo que está en juego.
Patrick mira a su alrededor. Agarra una piedra pequeña, del tamaño de un caramelo, y la lanza hacia la espalda de Peter. Acierta de pleno, y el chico se gira sobresaltado, abriendo la boca para protestar. Sus labios se cierran de golpe al verles en el suelo, haciéndole gestos para que se calle y se agache. Peter les mira desorientado, como si no comprendiera lo que le están pidiendo, y luego levanta la cabeza. De repente, su mirada se convierte en la perfecta definición del pánico. Vuelve a abrir la boca formando una letra o con los labios, dándole cierto aspecto bobalicón. Pero al menos, y por suerte, se lanza al suelo.
Patrick y Neil vuelven a darse la vuelta y buscan con la mirada. Por dentro, ambos están suplicando que no les haya visto, que no se encuentren a esa cosa caminando hacia ellos. El ritmo cardíaco de los dos hombres se acelera al no ser capaces de localizar la forma humana que han visto momentos antes. Neil, incluso, apoya las manos en el suelo, dispuesto a levantarse y echar a correr al menor indicio de peligro.
Finalmente, Patrick señala hacia delante.
Se trata de un hombre. Es imposible adivinar su edad fijándose en su aspecto porque tiene la cara surcada de heridas y arañazos. Le falta parte de la mejilla derecha y la lengua le cuelga como si fuera un trapo negruzco entre los dientes. La ropa, lo que debió ser un traje gris marengo, está llena de sangre, acartonada y rasgada en varios puntos. El brazo derecho está al descubierto y presenta varias marcas de mordeduras. Le faltan varios dedos.
No importa la cantidad de muertos que hayan podido ver hasta ahora. Ninguno de ellos se acostumbra a la idea, y ver a ese hombre caminar les provoca escalofríos y un sentimiento de disgusto. Se ha desplazado casi veinte metros desde que le vieran por primera vez, y sigue avanzando hacia su izquierda, siguiendo una ruta, un objetivo que desconocen. Al caminar, mueve los brazos como si fueran un elemento ajeno a él, dando lugar a una imagen dantesca y extraña.
Ninguno de ellos tres tiene forma de saberlo, pero puedo decirte que el hombre al que miran se llamaba Robert Johnson, era abogado, tenía tres ex mujeres, dos hijos (de la primera y la tercera mujer) y había bajado a Half Moon Bay para encontrarse con un posible cliente que le proporcionaría un buen cheque. Uno de esos cheques que le permiten a uno muchos lujos. Ni él, como resulta obvio, ni su cliente sobrevivieron a las primeras horas de epidemia en Half Moon Bay. En San Francisco, ninguna de sus tres ex mujeres ni sus dos hijos fueron capaces de sobrevivir tampoco.
—¿Qué hacemos? —pregunta Neil. Habla tan bajo que Patrick debe inclinarse hacia él para escucharle—. ¿Le matamos?
—No —Patrick no pierde de vista al zombie—. Mientras no nos vea y siga su camino, estaremos bien. Si disparamos, otros muertos oirán el ruido y les atraeremos hacia nosotros. Seamos discretos mientras podamos.
Neil asiente comprendiendo. También mantiene la vista clavada en el hombre que se mueve a casi trescientos metros de ellos, tambaleándose como si estuviera borracho. Ahora ya les queda más a la izquierda y empieza a alejarse. Les llega un gruñido proveniente de su dirección, una especie de protesta nacida de una garganta muerta que hace que se les erice la piel.
Patrick mira hacia atrás. Peter está tirado en el suelo, observando al muerto con los ojos abiertos como platos. Sus labios se mueven a toda velocidad formando palabras inaudibles. Peter no puede saberlo, pero nosotros podemos acercarnos, y si lo hacemos lo suficiente, hasta casi estar rozando con nuestros oídos sus labios, podremos comprender que está rezando.
Si quieres que te diga la verdad, Peter no ha vuelto a rezar desde que dejara de acompañar a sus abuelos a la iglesia, cuando contaba con trece años. La religión siempre le ha parecido estúpida. La fe, una idiotez. Dios, una invención del ser humano. Pero en este momento, reza como si siempre hubiera sido el más devoto de los fieles.
—Ya no le veo —dice Neil.
Patrick busca al zombie entre los árboles, pero tampoco lo localiza. El ambiente vuelve a estar en silencio.
—Nos quedaremos aquí un rato —murmura Patrick—. Creo que es lo mejor para asegurarnos de que se ha alejado lo suficiente.
Neil mueve la cabeza, confirmando que está de acuerdo con esa decisión. Patrick se quita con cuidado la mochila y abre la cremallera. Dentro está la munición, que no toca, y la navaja suiza, que se guarda en el bolsillo de la camisa. Por último, saca una de las cantimploras y bebe un trago de agua. El líquido le sienta bien. Le quita ese sabor desagradable que le ha dejado la angustia en la garganta. Neil estira la mano para coger la cantimplora y bebe también él.
Patrick la guarda y se dispone a esperar al menos cinco minutos más. Piensa en Verónica.