8

Curiosamente y en contra de todo lo que podíamos haber esperado, Tom Ridgewick no buscó a su sobrino para disuadirle sobre ir al pueblo en busca de comida, pero sí que hizo algo que jamás había hecho antes: expresarle sus miedos en voz alta a otras personas.

Tom es un hombre de los que piensan que abrirse a los demás es un síntoma de debilidad. Los hombres no hablan sobre sus sentimientos, no expresan sus miedos ni le cuentan a otros hombres las cosas que les hacen sentir mal. Y Tom ha seguido esa creencia a rajatabla, así que lo que estoy a punto de mostrarte es, también, un hecho histórico.

Brad Blueman y Tyrone están apoyados contra la pared de la garita de seguridad. Ambos tienen mantas echadas sobre los hombros. El primero mira hacia la verja de entrada con gesto de asco. Pueden verse algunos de los brazos que se estiran hacia ellos entre los barrotes, y las caras que se aplastan contra ellos, llenas de sangre seca y mugre, las ropas desgastadas, acartonadas y rotas, las heridas y mutilaciones de sus cuerpos que les llevaron a la muerte. Tyrone, por su parte, se está mordiendo las uñas con la vista clavada en el suelo.

A ninguno le sorprende ver aparecer a Tom. Años de experiencia leyendo a la gente hacen que Brad se dé cuenta al instante de que ocurre algo.

—¿Estás bien?

Brad tutea a Tom porque este se lo permite. Desde su llegada, Tom le ha tratado mejor de lo que nadie lo había hecho nunca. Y resulta paradójico para nosotros que alguien que lee tan bien a la gente no se dé cuenta de que está siendo magistralmente manipulado. Tom le agasaja, le hace sentir cercano, le cuida como si le conociera de toda la vida. Para Tom, Brad no es sino una pieza más en el enorme tablero de juego que es para él San Mateo. Una pieza a la que los forasteros desprecian y él, por tanto, quiere mantener cerca.

—Perfectamente —responde Tom, sacudiendo una mano para restar importancia a la conversación.

—Pareces preocupado.

Tom sonríe, pero se da cuenta de inmediato de que su sonrisa no es la de siempre. Siente un agujero en el estómago, corroyéndole.

—Me preocupa Neil —dice, sin pensar realmente en que va a decir eso hasta que las palabras salen de su boca.

Y Brad asiente. Tyrone, por su parte, levanta la mirada y observa al señor Ridgewick sin decir nada. Y Tom, que no está acostumbrado a este tipo de conversaciones, se siente violento ante esa falta de respuesta. La conversación debería haber terminado ahí. En realidad, debería haber terminado antes de empezar si hubiera podido mantener la boca cerrada.

—No sé qué quiere demostrar saliendo ahí fuera. Todavía es un chiquillo, pero quiere ser un héroe y…

Tom sacude las manos, sin palabras.

—Te preocupa que muera —completa Brad.

—Sí, me preocupa que muera. Por supuesto que me preocupa que muera. Es mi sobrino y… ¡Y no conozco a ese policía! ¡Ni siquiera me fío de él! Por lo que yo sé, podría no ser policía siquiera y estar mintiendo.

Tyrone asiente. Tom cree que Tyrone le daría la razón aunque dijera que los unicornios existen.

—Bueno, que es policía puedo confirmártelo —asegura Brad, encogiéndose de hombros—. Yo creo que cuidará de Neil y de su amigo.

Tom resopla, un sonido que recuerda a un caballo. Mira hacia la puerta de entrada de San Mateo, hacia las criaturas que se encuentran al otro lado, ansiosas de hincarles el diente, y un escalofrío le recorre la espalda. Por suerte para él, la conversación no continúa porque alguien se acerca hacia ellos a la carrera. Tom se gira cruzando los brazos sobre el pecho. Se trata de Marsha Collins. La mujer tiene los ojos llorosos y el rostro desencajado.

—¿Qué ocurre, Marsha?

—¡Es Cameron! ¡Ha desaparecido!

Tom se acerca a ella y coge a la mujer por los hombros, tranquilizador.

—¿Cómo que ha desaparecido?

—Ella estaba… hablando con tu sobrino. Le dije que entrara en casa y salí cinco minutos después y ya no estaba. No sé dónde se encuentra, Tom. Tengo miedo de que le haya pasado algo.

—¿Hablaste con Neil? Los chicos a veces…

—No está con él.

Tom piensa un segundo y mira a Brad y Tyrone. El guarda de seguridad ha vuelto a concentrar su mirada en el asfalto. Brad, sin embargo, atiende totalmente concentrado a lo que está diciendo Marsha.

—Bueno, lo principal es que nos tranquilicemos —asegura Tom, y ya no queda rastro en él de esa preocupación que velaba su voz unos momentos antes. Ahora vuelve a ser el tiburón que siempre ha sido, capaz de controlar todos los aspectos de cualquier situación—. Porque a veces los chiquillos hacen chiquilladas, y estoy seguro de que Cameron está perfectamente. A fin de cuentas, ¿qué podría haberle pasado?

Marsha mira a Tom casi como si fuera una figura religiosa y estuviera obrando un milagro, como si pudiera solucionar aquel entuerto con sólo proponérselo.

—Pero Cameron siempre ha sido una chica responsable.

—Siempre hay una primera vez. ¿No hiciste alguna locura cuando eras joven, Marsha?

Marsha no recuerda haber hecho ninguna locura cuando era joven, pero cuando Tom le pregunta eso, le viene a la mente Bruce Morris.

—Sí —responde.

—Seguro que vuelve en cualquier momento. Es posible, de hecho, que ya haya regresado mientras tú venías hacia aquí. No hay ningún sitio al que marcharse, Marsha. ¿Está enfadada por algo?

—Sólo porque tiene hambre.

—Bueno, haremos una cosa, Marsha. Si mañana no ha aparecido, yo mismo me encargaré de buscarla, aunque tenga que ir casa por casa. ¿Te parece bien?

Marsha asiente.

—Bien. Y ahora vuelve a casa. Y no te preocupes. No puede haberle pasado nada.