Entremos en la casa de al lado. En la habitación de invitados, Peter intenta dormir mientras Rick cuenta chistes verdes sentado en la cama que ocupa. Hubo un tiempo en el que Peter se hubiera reído a carcajadas de esos chistes. Normalmente, cualquier idiotez que hiciera o contara Rick bastaba para lograr que le dolieran los abdominales de tanto reír. Las cosas cambian, por supuesto, eso lo sabemos todos, y en estos días en los que la muerte está tan presente, no sólo ha cambiado la concepción general que tenemos de la vida. Observando a Peter podemos darnos cuenta de que cierra los ojos con fuerza y tiene los puños apretados. Es evidente que intenta dejar de oír la voz del que fuera su amigo. Hasta su risa le molesta ahora, con esa manía que tiene de sorber la nariz antes de coger aire para seguir riéndose. Le dan ganas de estrangularle cada vez que hace eso. Le repugna. Odia verse atrapado allí, compartiendo con Neil y Rick todas las horas de todos los días, con ellos dos y el resto de gente que vive en esa urbanización y a los que ni conoce ni tiene ganas de conocer.
Esa es, por supuesto, la razón por la que Peter se ha ofrecido voluntario para esa excursión en busca de comida para bebés. No quiere estar allí, y ha tomado la decisión esa misma tarde, justo después de que el joven policía se ofreciera en primer lugar. Le importa una mierda el niño y la papilla que tienen que conseguir. Quiere volver al pueblo, regresar a casa y buscar a sus padres. Quiere volver a darle un abrazo a su madre y prometerle que las cosas van a cambiar, que dejará de fumar, que estudiará, que hará lo que sea para cumplir con los deseos que ellos pusieron en su vida y él, uno tras otro, fue despedazando y tirando a la basura.
No tiene ninguna intención de volver a San Mateo. Para él, es un viaje de ida.
Pero dejémosle desgranar su cada vez mayor odio hacia Rick. Neil Ridgewick está en el salón cuando escucha los golpes en la puerta del jardín. El mundo se ha quedado tan silencioso después de que la electricidad desapareciera, que sonidos como ese, que antes no hubieran llegado hasta nosotros, aparecen ahora claros como agua cristalina. Neil sale de la casa y avanza por el jardín, preguntándose quién llama a su puerta a esas horas. Sólo se le ocurren dos personas, en realidad. La primera, su tío Tom, acercándose a, tal vez, intentar disuadirle para que no se vaya mañana. La otra opción es que sea Cameron. Le ha gustado besarla. Es innegable que la chica está buena. Es algo cría para su edad, pero no es una niña.
Pero los golpes denotan urgencia. Gravedad, incluso.
Neil acelera el paso. Alcanza la puerta casi a la carrera y al abrirla, se da de bruces con Marsha Collins. Tiene el rostro surcado por la preocupación. Neil tiene tiempo de preguntarse qué le pasa.
—¿Está Cameron contigo?
—¿Eh? No.
—Estaba hablando contigo hace un rato.
—Sí. Nos despedimos y cada uno se fue a su casa.
—¿Seguro que no está contigo? Si lo está no pasa nada, sé que son cosas que tienen que pasar, pero quiero saber dónde está.
Neil levanta las manos en un gesto que quiere dar a entender que él no sabe nada.
—Le juro que no está conmigo, señora Collins.
—¿Y te ha dicho a dónde iba?
—Ni idea. Creía que volvía a casa.
Marsha parece estar a punto de romper a llorar, y a Neil le incomodan las mujeres adultas que lloran. Le recuerdan a su madre, y no le gusta que la gente le recuerde a su madre.
—Siento no poder ayudarla.
Neil cierra la puerta, poniendo una barrera entre él y la mujer. Ahora, si quiere, puede llorar cuanto necesite. A él no le importa mientras no tenga que verlo. Se da la vuelta y regresa hacia la casa. Antes de entrar, se pregunta dónde se habrá metido Cameron Collins.