Para cuando Bernard Trask decide cerrar las verjas de nuevo, hay cerca de dos mil personas dentro de la Casa Blanca. Dos mil personas que tendrán que resistir hacinadas en una situación en la que tienen todas las de perder. Dos mil posibles focos de infección. Bernard Trask sabe que apenas tienen comida para resistir un día, tres o cuatro si hacen uso de un racionamiento brutal. Sabe que es una misión suicida, y cuando los muertos hacen su aparición y empiezan a rodear la zona, introduciendo sus brazos heridos y mutilados entre los barrotes, engarfiando los dedos en el aire, intentando atraparles y gruñendo con rabiosa frustración, sabe que jamás lograrán salir de ahí.
Pero ha visto las caras de la gente a la que ha permitido pasar dentro. No sus caras, sino lo que hay detrás de sus ojos, lo que expresan sus miradas y que no es sólo agradecimiento sino también esperanza. Algo que parecían haber perdido y ha renacido, y no porque crean sentirse seguros en ese lugar, no, sino porque Bernard Trask se ha erigido en figura heroica. Y la pregunta en este caso es cuánto tiempo tardará en convertirse de nuevo esa esperanza en desolación, cuánto tiempo tardarán en volver a asumir que lo que les queda por delante no es nada halagüeño.
Es tiempo de muerte.
Viven un tiempo extra, un regalo que les ha entregado Bernard Trask al dejarles refugiarse en la vivienda oficial del presidente de los Estados Unidos. Un tiempo con fecha de caducidad que todos ellos han aceptado, que todos han luchado por tener, porque al final, aunque sea en el fondo, aunque no se den cuenta, todos saben que conseguir un día más puede suponer otra oportunidad de seguir adelante. Cuando todas las agujas señalen en tu dirección, si logras resistir un día más, es posible que encuentres la forma de sobrevivir otro, y si consigues uno más, puede que seas capaz de sortear el siguiente, y así infinitamente. Ace Hall, como participante de Survivor, podría dar fe de ello, de lo importante que resulta avanzar un paso aunque parezca que todo está en contra. Nunca sabes si, en el paso siguiente, algo se desmoronará sobre otro participante y te permitirá sortear el final.
En definitiva, es en eso en lo que se basa la supervivencia. Y es por eso por lo que el ser humano lucha y se agarra a la vida con uñas y dientes aún cuando todo parece perdido. En Washington, Bernard Trask le ha dado un día más a casi dos mil personas, y ninguna de ellas protestará por ello o se lo echará en cara. En Avondale, Duck Motton se ha parapetado sobre unas cajas que impiden que los muertos le alcancen, aunque ya le rodean y elevan sus manos ensangrentadas hacia él, abriendo la boca, cerrándola en el aire con fuerza, gritando y aullando. Y su situación no puede ser más deplorable, sólo y rodeado por un número de muertos cada vez mayor a medida que los supervivientes de la base segura son destruidos, sin posibilidad alguna de escapar ni sitio viable por el que intentarlo. Pero al instinto de supervivencia no le importa eso, no le afecta el saber que después de ese movimiento lo único que queda por delante sea un jaque mate, porque siglos de evolución le han enseñado al ser humano que darse por perdido no es una opción, que tal vez al final encuentres la forma de darle la vuelta a la partida, sorprendentemente.
No siempre será así, y todos lo sabemos. ¿Pero qué otra cosa se puede hacer cuando los dados juegan en tu contra?
Duck Motton va a morir. Permíteme que te lo diga, y que te lo cuente así, de sopetón, pero es una realidad. Todavía resistirá otros cinco días en los que el hambre y el sol le golpearán con dureza físicamente y la visión de tantas bocas y ojos muertos deseándole le destrozarán la mente. Y al final, cuando el quinto de esos días esté próximo a su fin, Duck Motton prácticamente habrá dejado de existir. Al menos en la superficie, porque somos incapaces de saber si tras la capa de locura que se irá instalando en su cabeza se oculta algo del viejo Duck Motton. Durante cuatro días, los pequeños hilos de la locura se van desplegando en el cerebro de Duck, haciéndose con él de la misma manera en que la infección del Cuarto Jinete se ha ido extendiendo por América, poco a poco, paso a paso, inexorable. Y hacia las tres y cuarto de la tarde de ese quinto día, Duck Motton se pondrá en pie sobre las cajas que se han convertido en su último reducto. Tembloroso, tambaleante, enrojecido por efecto del sol constante y por la fiebre que le devora, con la piel seca y cuarteada, las comisuras de la boca blanquecinas y la lengua tan seca que pareciera ser una lija. Duck Motton mirará al cielo, en un gesto tan similar al que adoptan los muertos que se encuentran apenas a centímetros por debajo de él. Hace horas que ha dejado de pensar de forma coherente, y su línea de pensamientos es abrupta e inconexa.
A su lado, de pie junto a él aunque sólo en su mente, se encuentra Gabriel, mirándole con una sonrisa triste. Al principio, Duck sabía que se lo estaba imaginando, pero ahora no, ahora cree que está ahí de verdad, a su lado, de pie delante de la pizarra en la que la señora Dubb ha escrito con tiza un problema matemático. Y Duck mira a Gabriel y quiere preguntarle qué hace ahí, porque en realidad, Gabriel es más joven que él, probablemente ni siquiera había nacido cuando él estaba en clase de la señora Dubb, pero está ahí, con el mismo aspecto que tenía cuando le dispararon. Duck sonríe, con lo que en apariencia debería ser una sonrisa alegre pero parece la mueca de un hombre loco, y menea la cabeza, porque nadie ha disparado a Gabriel, claro que no, porque si le hubieran disparado no estaría a su lado en clase de la señora Dubb. Sólo que no se encuentran en clase de la señora Dubb, por supuesto que no, sino en el Raddisson Hotel de Los Ángeles, sentados en la cafetería junto a Richard Jewel, Zoe y Aidan Lambert, y Richard se está riendo a carcajadas de algo que parece divertido, quién sabe, Duck no lo sabe, pero observa a Richard riéndose de forma escandalosa, pero claro, es Richard Jewel, ¿verdad? Uno espera que un hombre como él se ría de forma escandalosa.
—¿Dónde está ahora? —pregunta Duck, arrastrando las palabras. Tiene la boca tan seca que suenan como si arrastrara una cazuela sobre la arena.
—Aquí mismo —responde Gabriel, a su lado—. Riéndose como un descosido.
Duck entrecierra el ojo izquierdo. No es algo voluntario pero lo hace y vuelve a mirar a Richard. En realidad, su carcajada suena más bien como un gruñido, como el sonido gutural que producen cientos de muertos vivientes ansiosos por un pedazo de carne humana. El que producirían si estuvieran rodeándote, claro.
—Amaba a Odette —asegura Duck. De nuevo arrastra las palabras. De nuevo esa sensación arenosa—. Y tendría que haberle dicho que la amaba.
Gabriel asiente a su lado, dándole la razón, por supuesto. ¿Conocía Gabriel a Odette? Duck no está seguro. De lo que está seguro es que Gabriel no estaba con él cuando la señora Dubb le obligaba a solucionar complicados problemas matemáticos en la pizarra de clase, delante de todo el mundo. Duck Motton odiaba a la señora Dubb, que siempre llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza y les miraba a todos por encima de las gafas y hablaba con desdén. Y su padre le decía que se tirara, que no pasaba nada, que apenas son tres metros y que el trineo frenaría. A Duck le daba miedo lanzarse cuesta abajo con el trineo y al final, fue su padre el que le empujó. Y el trineo se deslizó sin problemas hasta la puerta de Odette. Duck parpadea porque algo no tiene sentido. Está demasiado exhausto para saber de qué se trata. Richard Jewel sigue riéndose, con ese sonido que en realidad no es una risa sino el aullido permanente de los muertos atravesando sus oídos. ¿Debe multiplicar equis por siete y llevarse la i griega al otro lado? Mira a Gabriel para que le ayude, pero Gabriel le está mirando, con esa sonrisa que siempre esboza cuando está contento, pero en su mirada hay algo más, una súplica, porque está tirado en el suelo y Duck agita la cabeza porque Gabriel no está suplicando. La puerta de Odette espera delante de él, como uno de los problemas matemáticos de la señora Dubb, tan complicada de resolver como las ecuaciones pero sin empujón paterno que le obligue a avanzar. El sol le hace cerrar ambos ojos y dar un paso tambaleante hacia atrás.
El pie de Duck Motton se queda en el límite de la caja. Inmerso en su viaje mental a lo largo de inconexos recuerdos de una vida, apenas se da cuenta de que está a punto de morir. Y no es su padre el que le empuja a dar el paso que no dio en vida, sino el propio Gabriel. Nunca avanzó hacia la puerta de Odette, por cobardía o por miedo, pero le han regalado una segunda oportunidad, e igual que su padre le empujó para que se tirara cuesta abajo con el trineo, ahora es Gabriel quien apoya su mano en la espalda de Duck y le hace avanzar hacia la puerta de Odette. Solo que Gabriel no está realmente a su lado y el paso le hace avanzar hacia el lugar donde termina su minúsculo pináculo de salvación. Pierde pie y cae, el trineo se desliza al mismo tiempo que la equis se resuelve de forma misteriosa delante de sus ojos, y los muertos le reciben abalanzándose sobre él, hundiendo dientes y dedos en la carne tostada por el sol y reseca. Por fortuna para Duck Motton, su mente se ha alejado tanto de la realidad que muere pensando en aquella puerta abriéndose y en Odette, la que fuera su gran amor durante sus años de universidad, recibiéndole con una cálida sonrisa. Siente dolor, y el recuerdo se desvanece y desaparece, pero el final llega rápido. El último superviviente de Avondale. Le arrancan los intestinos y las vísceras, su sangre salpica las caras y los cuerpos de los muertos que se pelean por destrozarle, por llegar hasta él y arañar un pedazo de su ser. Le destrozan, le dividen, le arrancan trozos de carne y hueso hasta que su corazón deja de palpitar.
Al final, Odette le dice que le ama.