Prácticamente al mismo tiempo en que Bernard Trask abría la entrada principal de la Casa Blanca, dentro del punto seguro de Avondale, el soldado Brian Wade se encierra en uno de los retretes de la zona sur. Se encuentra mal y tiene ganas de vomitar. También está sudando mucho y sendas manchas oscuras han empezado a notarse bajo sus brazos y en la espalda. Y sí, nosotros conocemos el origen del mal que afecta a Brian, pero él no es consciente de lo que corre por sus venas. Piensa que algo le ha sentado mal y por eso tiene retortijones. Para Brian Wade no hay otra explicación posible, y por eso abre la tapa del retrete y se agacha junto a él dispuesto a vaciar las tripas.
La enfermería de Avondale está situada en el extremo suroeste. Dejemos a Brian desmayándose en el interior del retrete y crucemos el terreno que separa los servicios de la enfermería. Allí, desde que ocurriera el tiroteo en la celda 18, tres doctores y varios enfermeros colaboran para salvar la vida de los dos civiles. La mujer ha sido estabilizada, pero el hombre ha entrado en shock hace unos minutos. No hace falta que te adelante lo que está a punto de ocurrir.
Dom García es uno de los doctores que se encuentran en la sala. Será el primero de ellos en morir, por estar inclinado sobre el hombre herido en el momento en que este abre los ojos. Dom no tiene tiempo de apartarse antes de que el ahora zombie le muerda en el cuello. El mordisco es mortal, los dientes atraviesan la carne como si fuera mantequilla y arrancan un pedazo del tamaño de una pelota. La sangre salta disparada en todas direcciones y Dom cae al suelo de rodillas, agarrándose el cuello con expresión estúpida.
Helen Foster lo ve y lanza un grito, y su mayor error es no darse la vuelta y echar a correr. Es posible que tan sólo hubiese retrasado lo inevitable, no tenemos forma de saberlo, pero el civil se ha puesto en pie de un salto, derribando la mesa auxiliar con los instrumentos médicos, y se lanza a la carrera sobre ella. Helen y el civil chocan contra la pared y caen al suelo golpeando un mueble y derribando más material médico. La sangre de Helen salpica el suelo y las paredes.
Javier Pámanes, mexicano de nacimiento aunque afincado en Estados Unidos desde hace más de treinta años, se agacha junto a Dom en un vano intento por ayudarle. Ve a otro de sus compañeros, Butch Heyman, cruzar a la carrera la puerta de la enfermería pidiendo ayuda, y una parte de su cabeza felicita a Butch por salir en busca de ella. El resto de su mente le está ordenando a voz en grito que salga pitando de allí antes de que se vuelva peor, pero Butch no se escucha a sí mismo. Su primera reacción ha sido lanzarse a ayudar a su colega, y esa reacción le cuesta la vida cuando Dom le arranca un trozo de carne de la mejilla de un mordisco. Javier grita, aúlla más bien, y trata de apartarse de Dom, pero para entonces el civil ha terminado con Helen y se da la vuelta hacia él. Lo último que siente Javier antes de desvanecerse es los dedos de Dom hundiéndose en su estómago y los dientes del civil en su cuello.
El cuerpo de Helen Foster apenas permanece tirado en el suelo más de treinta segundos, pero cuando se levanta de nuevo no es realmente Helen Foster quien está tras los mandos, sino una de esas criaturas sedientas de carne en las que se convierten los humanos después de morir gracias al Cuarto Jinete. Los gritos de Javier Pámanes ya se han extinguido, pero aún hay una persona con vida en ese cuarto, y Helen se lanza con avidez sobre el cuerpo de la mujer herida a la que hace algo más de una hora han conseguido estabilizar y ahora dormía por efecto de los calmantes.
Cuando la alarma empieza a sonar en Avondale, los zombies ya han abandonado la enfermería y empiezan a sembrar el terror en los pasillos colindantes.
En el interior de su celda, Duck contempla horrorizado a la mayoría de soldados que tiene a la vista lanzarse a la carrera hacia el edificio que se levanta en la parte suroeste. Hay un hombre lanzando órdenes desde la entrada, un general tal vez, ordenando a sus soldados que formen delante de la puerta y que disparen a la cabeza. Dentro de las celdas, los civiles contienen la respiración, atentos al devenir de los acontecimientos, con el corazón en un puño y el miedo a flor de piel.
Nadie ve salir a Brian Wade tambaleándose del retrete y arrancar de un mordisco la tráquea de un soldado que corría hacia la enfermería. Cuando Wade se levanta, su barbilla está completa mente cubierta de rojo y varios jirones de carne cuelgan de sus labios. Se lanza a la carrera hacia la enfermería, lanzando un grito horrible capaz de hacer estremecerse a cualquiera.
La mayoría de los soldados están dándole la espalda a Brian Wade, concentrados en mirar hacia la enfermería con sus armas a punto. Los que le han visto, de lejos, tan sólo ven a un soldado que corre hacia su posición, aunque su forma de moverse sea extraña y ligeramente antinatural. No alcanzan a ver la sangre que le cubre la cara y parte del uniforme. Ninguno de esos soldados alcanza a escuchar sus gruñidos tampoco, porque dentro del edificio donde se encuentra la enfermería se oyen disparos y gritos y el coronel Walter Jordan está lanzando órdenes al aire con su mejor voz de Señor de los Gritos.
Uno de los soldados se gira hacia Wade en el instante en que este abre la boca y le alcanza. Los dientes de Brian se cierran de golpe, como un cepo en el bosque, sobre la nariz del soldado, golpeando el hueso y quebrándolo al instante. Los dos hombres caen hacia atrás en una maraña de brazos y piernas en la que Brian Wade además menea la cabeza hacia los lados con rabia hasta conseguir arrancar la nariz del otro hombre. El chillido de dolor del soldado se sobrepone a todo lo demás. Brian se incorpora, masticando, y engancha los dedos en el cinturón de otro soldado, atrayéndole hacia él y mordiéndole la cadera por encima del uniforme.
Walter Jordan ordena que le disparen. Algunos de los soldados que forman a la salida de la enfermería han salido corriendo aterrorizados, alguno de ellos incluso ha dejado caer su arma al ver a Brian Wade, al que muchos conocen y respetan, masticar la nariz de otro de sus compañeros. El soldado Pablo Rivero, sin embargo, y a pesar de llevarse bastante bien con Brian Wade, no tiene miedo al ser testigo de la macabra situación que está teniendo lugar. Con una frialdad admirable, Pablo se gira hacia su compañero al tiempo que alza el arma y dispara. Wade, sin embargo, se está moviendo, tratando de evitar que el otro soldado no se escape y seguir masticando pedazos de su pierna, y las primeras balas no aciertan sobre él, sino sobre el soldado herido que trata de escapar del muerto viviente. La tercera bala, sin embargo, le revienta el cráneo a Brian Wade, apagándole para siempre, esta vez sí.
En ese momento, Helen Foster atraviesa a la carrera la puerta hacia la que ahora nadie mira. Lo hace gritando, moviendo los brazos de forma espasmódica, cubierta de sangre y con una herida atroz en el costado a través de la cual pueden verse las costillas. El coronel Walter Jordan se convierte en su víctima cuando se arroja sobre su cara y le muerde en el hombro al mismo tiempo que introduce su mano derecha en la boca del coronel, rasgando y arañando, tratando de arrancar y lográndolo pedazos de parte de su mejilla.
Y Helen Foster sólo ha sido la primera zombie en salir de la enfermería. A ella le siguen más, y aunque Pablo Rivero y los pocos soldados que han mantenido la posición abren fuego y derriban a unos cuantos, tienen demasiados frentes abiertos y nadie que les dirija o les diga hacia donde girar. El soldado al que Brian Wade le arrancó la nariz agarra a otro de los militares desde atrás, hundiendo sus manos en los ojos y la boca del pobre hombre al tiempo que hunde sus dientes en la nuca. Y Helen corre hacia otro de los soldados desde el lateral. Pablo Rivero, que de tonto no tiene un pelo, se da cuenta de que están a punto de perder el control. Se levanta y echa a correr hacia atrás. No tiene forma de saber que, justo después de salir del servicio, ya muerto, Brian Wade había matado a otro soldado, uno que corría hacia la enfermería para ayudar y que después de levantarse como un zombie, corre hacia la enfermería en busca de víctimas. Prácticamente se encuentran de cara. Pablo apenas tiene tiempo de levantar el arma. Los dedos del soldado muerto se enganchan en su chaleco. Pablo dispara, pero la bala atraviesa inútilmente el estómago del soldado, arrancando un pedazo de carne del tamaño de una pelota de golf al salir por la espalda. El soldado no suelta el chaleco, y la presión que hace para lanzarse sobre él hace que Pablo pierda pie y caiga al suelo. Lo siguiente son los dientes del soldado muerto horadando su carne y la sangre derramándose sobre el césped.
En las jaulas de contención, los civiles han enloquecido. Todos gritan con la desesperación que da el saber que la muerte está próxima e inevitable. La mayoría está intentando trepar por las verjas, pisoteando a los demás, agarrándose a lo que sea aunque eso signifique derribar a sus compañeros. Algunos zarandean las verjas intentando hacerlas ceder. Sin ninguna excepción, todo el mundo grita.
En la celda número diez, el autoproclamado grupo de vigilantes golpea la puerta de forma rítmica, intentando hacerla saltar. Duck se une a ellos, dándole patadas a la cerradura. Entre todos, los golpes que recibe la puerta son suficientes para hacer que las bisagras empiecen a ceder. Por cada muestra que da la puerta de poder abrirse, más potencia cobran las patadas del grupo. Hasta que finalmente la cerradura casi estalla, saltando por los aires, y la puerta metálica se abre de golpe. Duck recibe un empujón y cae de rodillas contra la verja. Como una marabunta, el resto de civiles empieza a atravesar el pequeño hueco y corre hacia el lado norte de la base, el más alejado de la enfermería y de los disparos y los gritos de dolor y muerte de los cada vez más diezmados militares. Los civiles encerrados en el resto de jaulas gritan auxilio y piden ayuda, pero nadie se detiene en su carrera. Ha llegado el momento del sálvese quien pueda.
Duck siente una mano que le agarra del brazo y tira de él hacia arriba. De repente, se ve obligado a correr en medio del grupo. A su derecha, Gabriel le agarra del brazo y corre también. Nadie oye la orden, pero desde el lugar hacia el que corren alguien les grita que se detengan. Apenas un único aviso antes de abrir fuego. Los civiles de la jaula diez gritan al ser traspasados por las balas. Duck siente que es arrojado al suelo y su cara golpea el barro. Alguien le pisa en la mano y varias personas cruzan por encima de él, cambiando la dirección hacia el este. Duck nota el tacón de una bota apoyarse en su espalda por unos segundos.
Al separar la cara del barro, escupiendo tierra, ve a Gabriel a su lado, con los ojos muy abiertos. Tiene un hilo de sangre resbalándole por la comisura de los labios y la mirada perdida. Duck ve que tiene una herida de bala en el pecho, un par de centímetros a la derecha del corazón, y del pequeño agujero sale sangre burbujeando. Sabe que es el pulmón y sabe que no puede hacer nada por su amigo y compañero. Gabriel le mira con esa desesperación que imprimen a su mirada todos los heridos de gravedad. Duck ha conducido durante años una ambulancia y conoce esos ojos y la sensación que despiertan. Hace años, alguien le dijo que se acostumbrara a ello y no lo tomara como algo personal o jamás podría hacer su trabajo. Duck se había acostumbrado y lograba que esas súplicas silenciosas en los ojos de la gente no le afectaran. Él se encargaba de estabilizarles, de tratar de ayudarles, subirles en una camilla y conducir al hospital más cercano sin pensar en lo que pudiera ocurrirles realmente a esas personas.
Ahora tiene delante a Gabriel, mirándole de esa misma manera, con una herida en el pecho que le matará sin remedio. Duck lo sabe, y sabe perfectamente que no hay nada que pueda hacer él sin equipamiento médico. Ni siquiera con el material adecuado, sería capaz de salvarle la vida, tal vez podría retrasarle la muerte, y sólo tal vez. Duck no lo piensa dos veces. Aprecia a Gabriel, le agradece haberle cogido del brazo allá atrás, en la celda, pero ahora se incorpora hundiendo las manos en el barro y echa a correr hacia el este, siguiendo al resto de civiles que huyen y sin pensar ni por un segundo más en los ojos moribundos de su amigo.
Para entonces, varias celdas han logrado abrir sus puertas y los civiles se escurren de su interior como hormigas, corriendo en todas direcciones en un intento por escapar de los muertos. La plaga también se extiende, hacia todos los lados, persiguiendo a sus víctimas aullando y gruñendo.
Duck tropieza y cae de rodillas delante de la celda cuatro. Apoyados contra la verja ve los rostros de dos niños que lloran, abrazados a su madre. Duck les mira con el rostro desencajado por el horror. Alguien le pide ayuda para abrir la puerta. Duck mira hacia los lados, incapaz de hacer nada. Se incorpora, mirando hacia atrás. Ve dos muertos corriendo en su dirección. Uno de ellos lleva el traje militar y le falta parte de un brazo. El segundo es una mujer con vestimenta civil. Duck echa a correr, y tiene suerte porque los zombies se lanzan contra la verja, metiendo sus manos a través de los huecos y tratando de coger a los civiles encerrados en el interior. Duck les oye gritar de terror.
Duck se arroja contra una puerta cerrada en el muro este y la golpea con el hombro. Sin embargo, la puerta está bloqueada por el otro lado y Duck acaba cayendo hacia atrás sin lograr abrirla. Vuelve a levantarse y mira alrededor. Ve gente corriendo por todos sitios y en todas las direcciones, imposible distinguir a los vivos de los que están muertos. Unos metros a su derecha ve fardos amontonados contra el muro. Corre hacia ellos. Al alcanzarlos, Duck sal ta y se agarra al borde superior. Nunca ha sido un buen escalador, pero la adrenalina hace maravillas y pronto se alza encima de los fardos. Desde allí, a unos dos metros y medio de altura, es capaz de observar el horror que tiene lugar en Avondale, como los muertos destrozan a los vivos en todas partes, rodeando las jaulas que aún no han sido abiertas y tratando de coger su comida enjaulada, los disparos, las huidas desesperadas, la muerte.
Duck se sienta y cierra los ojos. Puede evitar ver lo que ocurre, pero es imposible apagar el volumen. Los disparos son cada vez más escasos, pero los gritos y los gruñidos inhumanos de esas criaturas penetran en su cerebro como armas punzantes.
Se pone a llorar.