Arnold Smith siempre ha sido un patriota.
Su abuelo, Norman Gregor Smith, fue militar y participó en la guerra contra los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre, Frank Gregor Smith, estuvo en Irak durante la primera guerra contra Sadam, en los noventa. A Arnold Smith le educaron con el himno estadounidense y la bandera de barras y estrellas como símbolo de todo lo que hay que defender en esta vida. Arnold hubiera seguido gustosamente el camino que antes que él recorrieron su padre y su abuelo de no ser por una malformación en la pierna izquierda que le obligaba a cojear y le impedía, por tanto, entrar en el ejército.
Huelga decir que Arnold es un hombre de férreas convicciones y fe absoluta en el sistema.
Es por eso que, cuando los soldados que hacen fila frente a la verja de la Casa Blanca empiezan a retroceder hacia el edificio, Arnold no teme. Toda la gente que se agolpa contra las verjas a su alrededor está asustada, y se oyen insultos e improperios mezclados con llantos y súplicas. Pero los militares han sido muy claros y no permitirán que nadie cruce las verjas. Arnold sabe que eso significa que los civiles en el exterior, y él con ellos, lo tienen muy complicado. En algún momento los zombies encontrarán su camino hacia la Casa Blanca y la gente empezará a morir. Los solda dos les defenderán, al menos eso es lo que piensa Arnold. Nunca dejarán morir a ciudadanos americanos sin intentar detener a los zombies. Pero es evidente que muchos caerán. Muchas de las personas que están allí, que agarran los barrotes con ojos llorosos y desesperados no lo entienden, pero Arnold sí. Allí dentro está el presidente de los Estados Unidos y deben protegerle. Es lo mismo que haría él, y cada vez que escucha a alguien decir que los soldados van a dejarles morir sin hacer nada para evitarlo siente ganas de pegarles un puñetazo.
Arnold sabe que les defenderán hasta el final. Puede que sea en vano, pero sabe que no les abandonarán. Son estadounidenses.
Cuando apenas unos minutos después del despliegue de los soldados, varios helicópteros alzan el vuelo desde el interior de la explanada, la gente empieza a gritar y algo dentro de Arnold se rompe.
Porque por increíble e imposible que parezca… les han abandonado.
Entonces la gente empieza a gritar. Los helicópteros van tomando altura, poniendo distancia entre la gente que se salvará y los civiles a los que dejarán morir. Arnold no puede creerlo. A su alrededor escucha llantos y gritos de desesperación. La gente tiene miedo porque creen que va a morir. Es muy posible que no pudieran llegar a entender lo que siente Arnold. Algo se ha roto en su interior, algo que lleva más de un siglo grabado a fuego en el corazón de su familia, la confianza en un sistema que ha demostrado mentir.
Luego la gente empieza a impulsarse, a intentar trepar. Ahora que los militares se han ido, que no queda nadie en el interior de La Casa Blanca, el lugar podría convertirse en un refugio, tal vez el único, la última esperanza de toda esa gente, y piensan conquistarlo como sea. Alguien empuja a Arnold a un lado y este se golpea contra las rejas. Se agarra a ellas para no caer, sintiendo que tiene ganas de llorar, y entonces, entre los barrotes, ve a un único hombre acercándose desde el edificio que ha sido símbolo de Estados Unidos durante tanto tiempo. Un hombre armado con un rifle que lleva apoyado en el hombro izquierdo y que sujeta un altavoz con la mano derecha.
—¡Atención!
La palabra, gritada a través del megáfono, paraliza a toda la gente que estaba intentando cruzar al interior. Por un momento, todo el mundo se queda en silencio y busca con la mirada al hombre que ha dicho eso. A medida que se acerca, todos pueden comprobar que se trata de un hombre grande y musculoso.
El coronel Bernard Trask se lleva el megáfono a la boca y aprieta el botón.
—Mi nombre es Bernard Trask, soy coronel del ejército de los Estados Unidos de América y les hablo en nombre del presidente Norton.
Arnold sonríe. De toda la gente que busca la salvación en la Casa Blanca, probablemente Arnold fuera el único que confiara plenamente en ello.
—El presidente ha sido evacuado. Todo su personal ha sido evacuado. La Casa Blanca es suya, señores y señoras. Y si tienen ganas de vivir, estoy seguro de que lucharán a mi lado para conseguirlo. Convertiremos este lugar en un bastión, la última fortaleza humana, y ¡no permitiremos que nos aniquilen!
Arnold grita, de júbilo, alzando un brazo. Y como si hubiera apretado un interruptor, su alegría se contagia a la gente que tiene alrededor, y como una ola, los aplausos y los gritos de alegría se amplifican y extienden.
Bernard Trask se acerca a la puerta y la abre. La gente empieza a entrar, corriendo, empujándose unos a otros, huyendo de un enemigo que todavía no les ha alcanzado. Trask se pregunta si todavía no lo ha hecho. Los zombies aún no han llegado, no les están atacando, pero ve manchas de sangre en las ropas de más de una de esas personas que buscan refugio allí. Y es posible ver lágrimas y rostros llenos de desesperación, pero también alivio en muchos otros, al saberse por fin a salvo. Trask sabe que es muy posible que todo sea una ilusión, y que llegará el momento en que el enemigo no se encuentre fuera únicamente. El enemigo, ese virus invisible conocido como el Cuarto Jinete, pudiera estar plantando las semillas de su ejército en el interior de cualquiera de esas personas. Podría estar incluso en su interior. Cualquiera podría ser una bomba de relojería con el tiempo corriendo en contra.
Cojeando, Arnold cruza la entrada y pisa el césped de la Casa Blanca. Omite el impulso de dejarse caer de rodillas y besar la tierra, pero se acerca a Bernard. Estira la mano y el coronel se la estrecha.
—Gracias —dice.
—De nada —responde, Bernard.
—Cualquier cosa que necesite, estoy dispuesto a ayudarle, señor.
Bernard mira a Arnold y asiente.
—Lo agradezco. Vamos a necesitar cuanta ayuda podamos obtener.
Y ahora es Arnold Smith el que asiente.
Cuando Bernard Trask le dijo a Jack Norton que él se quedaría a defender a todos los civiles, Jack Norton puso el grito en el cielo y le dijo que era una misión suicida. Apenas terminó de hablar, se dio cuenta de que acababa de decir en voz alta lo mismo que Trask y todos los demás llevaban diciéndole a él durante días ante su insistencia por quedarse en la Casa Blanca y no ser evacuado.
Jack Norton podría ser cabezota, pero no era ningún idiota. Asintió, dándole la razón al coronel Trask, y se acercó al intercomunicador que había sobre la mesa. Respiró hondo, recuperando la compostura, antes de apretar el botón y hablar.
—Que entren Barker y Ellis.
Después soltó el botón y miró a Trask.
—Es en los tiempos difíciles cuando los héroes aparecen —dice el presidente—, y usted, Trask, es un héroe.
—No lo creo, señor. Pero cumpliré con mi trabajo.
Bernard Trask observó al presidente erguirse y colocarse bien el traje que llevaba puesto. Espero a que entraran Ellis y Barker y cuando lo hicieron, les dijo que iniciaran los preparativos para evacuar a todo el mundo. Ellis pareció aliviado, como si acabase de soltar un lastre que llevaba sobre los hombros. Barker resultó más pragmático y se puso manos a la obra inmediatamente.
Horas más tarde, Bernard mantuvo el saludo militar y la pose marcial mientras los helicópteros se elevaban en el aire. Kurt Dysinger se emocionó al saber que se quedaría y le deseó mucha suerte. Bernard se lo agradeció, y después el doctor le estrechó la mano. Les vio a él y al presidente mirándole desde las ventanillas de su helicóptero hasta que estuvo demasiado alto como para distinguirles.
Entonces se dio la vuelta y caminó hacia la entrada sabiendo que existía una posibilidad muy alta de que muriera en ese edificio. Al menos, se dijo, estaba en paz consigo mismo. Había vivido una vida con la que estaba satisfecho y moriría luchando por su país. Bernard Trask había aceptado su destino y estaba de acuerdo con él.