Dejemos a Logan Kane flirteando con Marsha Collins. Dejemos a Tom y Neil entrando en la casa del primero mientras Peter y Rick recogen el tupper de caldo que ha preparado Brad con las raciones de Ace, Rachel y Emma. Sentados en una de las mesas, Patrick y Ozzy observan a Brad Blueman con una mezcla de indignación y repulsa. Patrick ha compartido su caldo con Verónica, aunque ella ha intentado negarse a aceptarlo. Junto a ellos, Paula come al lado de Mark. La niña se ha encargado de hacerles saber a todos que a ella le gustaría más que el caldo fuera sopa, con fideos incluidos. Según Paula, un caldo sin fideos es absurdo.
Pero permíteme que abandonemos durante un momento también a los supervivientes de Castle Hill que han encontrado refugio en San Mateo y acerquémonos al Parque Nacional Cabeza Prieta donde, en estos momentos, Barry Lyndon está sentado delante de una hoguera que humea a punto de extinguirse, removiendo las ascuas con un palo. Richard se acerca arrastrando los pies y estirando los brazos por encima de la cabeza. Probablemente, Richard es la única persona en todo Estados Unidos cuyo aspecto ha mejorado tras el estallido vírico. Una vez terminado el alcohol, Richard se ha visto sometido a una desintoxicación forzosa, y aunque se muere por un trago, o dos o tres e incluso doce o trece, sus mejillas han adquirido un poco más de color y casi parece que sus ojos hayan recuperado un brillo que no tenían desde hace años.
—¿Has dormido bien? —pregunta sentándose junto a Barry.
El productor levanta la cabeza. Se encoge de hombros y tira a un lado el palo que utiliza para remover las brasas.
—Echo de menos mi colchón. Era de puta madre, ergonómico, casi treinta centímetros de grosor. Me costó una pasta, pero me hacía dormir como los putos ángeles.
—Yo dormía donde pillaba. El catre del calabozo de Castle Hill ha sido mi lecho más de una noche, por ejemplo. Y el sillón destrozado que tengo en el salón. No te creas que lo echo de menos. Dormir en el asiento trasero de un coche no me parece tan malo.
—Está claro que nunca llueve a gusto de todos —comenta Barry, divertido.
—Resulta curioso descubrir qué cosas podemos llegar a echar de menos, ¿no crees?
—Sin duda.
—Yo echo de menos el Chester.
Barry gira la cara con curiosidad. Richard presenta el aspecto de quien se encuentra inmerso en sus pensamientos, con la vista al frente pero sin ver lo que tiene en realidad delante.
—Era un bar, allá en Castle Hill. Un burdel, en realidad.
Barry suelta una carcajada inesperada.
—¿Lo que más echas de menos es un burdel?
—Oh, amigo, es que el Chester no era un burdel cualquiera. Era mi burdel, el único lugar donde podía ser yo mismo, donde nadie me miraba y me juzgaba como al borracho del pueblo que en realidad también era. No destacaba por la calidad de su alcohol, ni tampoco por tener mujeres explosivas, pero sí porque eran tiernas y cariñosas como pocas. En eso, Bulldog les tenía bien educadas, oh, sí.
Es posible darse cuenta de que los ojos de Richard se empañan, emocionados por el recuerdo.
—Las chicas de compañía de Los Ángeles no están nada mal, tampoco. Y sí las hay explosivas —asegura Barry—. En las fiestas de estrenos y finales de rodaje siempre había más de una intentando pillar cacho. Y a veces no tienes ni que pagar. Basta con prometerles un papel en tu próxima película.
—Qué hijoputa.
—Eh, que con alguna he cumplido —se defiende Barry, alzando las manos y riéndose—. ¿Tú has visto La venganza de Sarah?
—Nunca he sido muy cinéfilo, la verdad.
—Bueno, tampoco es que mis películas sean muy conocidas, a menos que seas un experto en el mercado directo a DVD —responde Barry, soltando otra carcajada—. Bueno, pues era una película sobre una estudiante de medicina a la que los miembros de una hermandad universitaria violan y dan por muerta, la Sarah del título, y ella se dedica a vengarse de ellos, matándoles de formas creativas y sangrientas. Un rape and revenge más, con un pequeño giro final, cuando Sarah descubre que en realidad, sí que la mataron después de violarla y ha cometido su brutal venganza siendo un fantasma.
—¿La gente paga por ver eso? —Richard frunce el ceño.
—Amigo, ni siquiera es mi mejor película.
—Joder.
—Bueno, pues Sarah era una de aquellas chicas. Preciosa, rubia, cara de ángel y ojos de un azul tan profundo que podrías bañarte en ellos. Nada exuberante, poco pecho, un buen culo, pero unos labios estilo Angelina Jolie que… creo que puedes imaginarte lo que era capaz de hacer con ellos, y te aseguro que lo hacía muy, pero que muy bien. Le prometí un papel en una de mis películas, nos acostamos y le di un papel, el protagonista.
—¿Le fue bien?
Barry se encoge de hombros.
—Acabó haciendo porno.
Ahora es Richard quien se echa a reír. Y así les encuentran Zoe, Hamza, Ben y Natalie al salir de la autocaravana del matrimonio.
—Buenos días —saluda Barry.
Natalie les entrega a los dos hombres una caja de galletas.
—Nos estamos quedando sin comida —dice Ben. Es un hombre de barba poblada, manos y espalda anchas que contrasta con su mujer. Natalie es delgada y de aspecto frágil, aunque de carácter sureño—. Y sin balas.
Ben guarda una escopeta en el interior de su autocaravana. La tarde anterior cazó un conejo que les sirvió de cena.
—Quería hablaros de eso —dice Barry—, ahora que estamos todos. Bueno, no de eso exactamente, pero sí bastante relacionado con ello.
El resto se sienta alrededor de la hoguera apagada.
—He estado pensando en todo lo que está pasando. Por las noches no duermo muy bien. Siempre he sido un poco pijo, y eso de dormir al raso, en tiendas de campaña o asientos de coche no va conmigo. Lo mío son los hoteles de cuatro estrellas para arriba y las camas mullidas y de calidad. Así que estoy durmiendo fatal y tengo la espalda como si un elefante hubiera bailado encima de mí.
—Eso tiene mala solución —asegura Ben, juntando las manos entre las rodillas.
—Bastante mala, sí —asegura Barry—. Pero no importa, puedo acostumbrarme a vivir así, siempre he sido un hombre bastante práctico. El caso es que está claro que hasta que esto se solucione, tenemos que asegurarnos de sobrevivir por nuestra cuenta. Y aquí estamos bien, de momento al menos, no hemos visto un solo zombie desde que llegamos, pero la comida es otra historia, claro. Richard y Zoe nos han contado a todos cómo fue sobrevivir en Castle Hill. Pensar en hacer incursiones en busca de comida o armas hace que se me ponga de punta hasta el último de mis pelos.
—¿Y entonces? —pregunta Hamza—. ¿Qué vamos a hacer?
—Buscar otra solución —responde Barry—. Y sólo se me ocurre una.
Les mira a todos, y todos le miran a él, a la espera.
—Sólo se me ocurre un sitio donde esas cosas nunca vayan a darnos por culo —dice Barry—. El mar.
Nadie dice nada, pero Ben y Richard asienten con la cabeza.
—Siempre he sido campista de montaña —asegura Ben—, y nunca he puesto un pie en un barco. Pero lo que dices tiene lógica.
—Lo sé. Y creo que tenemos que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Y el barco? —pregunta Zoe—. Porque si algo nos han enseñado las películas de catástrofes es que la gente busca huir al precio que sea, pasando por encima de quien sea y es más que posible que lleguemos a un puerto y todos los barcos hayan desaparecido.
—La gran mayoría, seguro —asiente Barry—. Pero tengo un amigo, un director bastante paranoico, que le quitaba a su barco una pieza del motor para impedir que nadie pudiera usarlo sin que él se diera cuenta. Y yo sé dónde lo guarda y sé cómo colocarla.
—No quiero ser agorera, pero… ¿Y si cuando lleguemos allí nadie ha podido arrancar ese barco pero ha soltado las amarras y se ha echado al mar?
—Lo veo complicado. Mi amigo tiene una de esas cabañas pegadas al mar y el barco está oculto a la vista, en una especie de garaje acuático.
—Tu amigo tiene pasta —murmura Richard.
—Mi amigo tiene pasta, sí.
—¿Y si tu amigo ha ido y ha cogido su propio barco?
—Si sobrevivió a Los Ángeles y ha hecho eso… bueno, entonces sí tendríamos un problema. Pero pensad en cuál es la otra opción. Quedarnos aquí, gastar hasta la última bala que tenga Ben en cazar animales, comer durante ese tiempo y después…
No hace falta que Barry termine la frase, todos saben lo que ocurre después.
—¿De dónde estamos hablando? —pregunta Ben.
—Esa es la cosa. Teniendo en cuenta donde estamos, nos vendría estupendamente que la casa de mi amigo estuviera en Baja California, aún tendríamos que cruzar la frontera, cosa que hace unos días estaba más que complicada, pero bueno, no es así. Estamos hablando de viajar hasta Copano Bay. En Texas.
—¿Estás hablando de cruzar hasta el golfo?
Barry se encoge de hombros, asintiendo.
—Oh, Dios —murmura Natalie, llevándose la mano a la boca.
—Creo que podemos hacerlo. Por carreteras secundarias, manteniéndonos lejos de las grandes ciudades, incluso campo a través cuando sea necesario. Lo más importante es no acercarnos a los grandes núcleos. Al menos, así es como yo lo veo. Sólo quiero que lo penséis, no hace falta tomar la decisión ahora mismo.
—Yo estoy de acuerdo —responde Richard de inmediato—. Si tu amigo tiene material de pesca.
—Lo tiene.
Richard asiente.
—Tengo miedo, pero haré lo que digáis —murmura Zoe, cabizbaja.
Hamza no responde. Ben y Natalie se miran durante un momento. Ella le da un suave beso en la mejilla antes de que él estire la mano por encima de la fogata apagada en dirección a Barry.
—Parece que tenemos un plan.
Barry estrecha la mano del hombre.
—Será mejor que recemos para que todos lleguemos sanos y salvos —añade Ben, tomando la mano de su mujer.
Y todos están de acuerdo.