La epidemia, por supuesto, acabó llegando a Washington. Jack Norton rechazó una y otra vez la sugerencia del vicepresidente Ellis de abandonar la Casa Blanca en helicóptero. En estos momentos, son Ellis y Fred Barker los que intentan convencerle. Sentado en un lateral, Bernard Trask les observa sin decir nada.
—Señor presidente, debemos ponerle a salvo —insiste Barker—. Es usted la figura principal de la nación y…
—¿Qué nación, Fred? Después de esto, ¿qué nación va a quedar?
Trask observa a Barker boquear, intentar decir algo pero quedarse sin nada que decir. El vicepresidente Ellis toma el relevo.
—Jack, no podemos quedarnos aquí esperando la muerte. Tenemos que pensar en el futuro y cuando sea posible reconquistaremos este país. Lo hicimos una vez, y la historia se repetirá.
—No os equivoquéis, ninguno de los dos —Jack apoya los dedos en la mesa y se inclina hacia delante—. No quiero morir aquí, por supuesto que no. Mi mujer está en este mismo edificio y tampoco quiero que ella muera. Pero no me largaré de un país moribundo hasta que no sea absolutamente imprescindible. Porque este país es nuestro país.
—Señor, tiene que entrar en razón… El protocolo siempre ha sido claro, y la figura del presidente va primero.
—Fred… —Jack Norton respira hondo y se levanta, marcial—, tome esto como una orden. Evacúe a todo el personal civil de la Casa Blanca, incluida mi mujer. El último helicóptero será el mío, porque pienso ser el capitán de este barco y no pienso abandonarlo hasta el final. ¿Queda claro?
Fred Barker, a disgusto, acaba asintiendo. El vicepresidente duda un momento, pero finalmente se da la vuelta y sale del Despacho Oval. Barker le sigue. Jack se da la vuelta y se acerca a la ventana. Más allá del jardín de la Casa Blanca, el servicio secreto y el ejército patrulla junto a las verjas ante las que se están apelotonando verdaderas multitudes.
De gente viva que intenta escapar de los muertos. Gente que pide clemencia, ayuda y que mira a los soldados con rostros desesperados y angustiosos. Jack Norton quería dejarles pasar, estuvo a punto de exigirlo, pero sabía que era un error. No tenían manera de asegurar que no hubiera alguien infectado entre ellos. Sus hombres tenían órdenes de disparar a matar a cualquiera que intentara traspasar el contorno de la Casa Blanca. Tres personas habían muerto ya intentando saltar las verjas y fueron acribilladas por los militares. La gente, ciudadanos americanos a los que él había jurado servir y proteger, se habían dado cuenta de que no encontrarían ningún auxilio. Algunos se habían marchado, en busca de otro lugar donde ocultarse. La mayoría seguía allí, suplicando una ayuda que no llegaría. Es cuestión de tiempo que los zombies les alcancen, y todo el mundo lo sabe.
Jack Norton lo sabe.
—En realidad, yo también creo que debería subirse al helicóptero ya.
Jack Norton se gira para mirar a Bernad Trask. El coronel se levanta y se acerca a la mesa central del despacho.
—Sé que es duro, y puedo imaginarme sus sentimientos, pero no hay nada que pueda hacer para evitarlo. Lo hemos intentado, Dios lo sabe y usted también… pero han ganado la partida. Los muertos han ganado la partida.
—Toda esa gente que está ahí fuera… —Jack señala con el brazo hacia la ventana—. Vamos a dejarles morir.
—Y si les dejamos entrar, para ayudarles, es posible que seamos nosotros los que muramos. Sólo hace falta una persona infectada.
—¿Pero y si nadie, de entre todos ellos ni una sóla persona, está infectada? No tenemos forma de saberlo pero vamos a dejarles morir igualmente.
—Aún podemos darles una oportunidad…
Jack le mira sin comprender. Bernard asiente.
—Pero debe usted subirse a ese helicóptero.
Bernard Trask comienza a explicarle a Jack Norton lo que quiere decir.