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Pablo Collantes tampoco se entera. A la mañana siguiente se despierta bostezando y estirando los brazos por encima de la cabeza. La luz de la mañana entra por la ventana del cuarto de invitados de Villa Carlota. Pablo está contento. Ha soñado que estaba en la playa con una chica hermosa, latina y voluptuosa, y que hacían surf y se bañaban en el agua, y se ha despertado con lo que podría llamar una medio erección, que empieza a diluirse con el despertar. No le importa, pero aún piensa en las curvas de la chica del sueño mientras se incorpora en la cama y observa el rayo de luz que atraviesa las cortinas, iluminando directamente el papel pintado en la pared. El color, de un verde casi turquesa, le parece muy adecuado si tiene en cuenta que al fin y al cabo esa es la casa de Abigail Finney. A él, personalmente, le horroriza.

Mientras se lava la cara en el baño de invitados, se pregunta si Abigail habrá preparado otra jarra de limonada. Toda la comida ha sido requisada para ser racionada, pero los Finney tienen un limonero en el jardín, y todas las mañanas desde que empezó esta pesadilla, Abigail Finney ha preparado limonada. El día anterior, Pablo le había dicho a Abigail que podría acostumbrarse a vivir así siempre que siguiera existiendo aquella limonada. Abigail se había partido de risa. Siempre tan risueña, con uno de sus vestidos coloridos y llamativos.

Después de vestirse, Pablo sale del cuarto de invitados hacia la cocina. Le sorprende el silencio y la penumbra. Aprieta el interruptor de la luz, pero no tiene ningún efecto. La bombilla no se enciende y la cocina se mantiene en penumbra, rota únicamente por la escasa luz del sol que entra por la ventana. Se acerca al frigorífico. El motor parece estar apagado, y cuando lo abre, la luz interior no se enciende. Dentro hay una jarra de limonada por la mitad. La saca y se sirve un vaso.

Después sale al jardín, sorbiendo.

—¡Se ha ido la luz! —exclama.

Y se queda quieto. Los Finney no están en el jardín. Por lo general, los dos ancianos suelen estar despiertos cuando él se levanta. Abigail preparando la mesa para desayunar, o desayunando ya si es que se levanta tarde, y Albert leyendo sentado en la mecedora del porche. Se da la vuelta y mira al interior de la casa. No se escucha el menor ruido, y de repente, siente el culebreo del miedo ascendiendo por su estómago.

Sin darse cuenta de que lo hace, deja el vaso de limonada en la mesa central de la cocina. Camina como si estuviera en un sueño. Sube las escaleras despacio, con una mano rozando la barandilla y mordisqueándose el labio inferior. Se detiene delante de la puerta del dormitorio principal.

—¿Albert? —llama, con voz temblorosa—. ¿Abigail?

No recibe ninguna respuesta. Y da igual que parte de su mente intente encontrar una razón al silencio y le diga que seguramente hayan salido hacia la casa de Tom Ridgewick sin esperarle. Pablo Collantes no es ningún idiota y se teme lo peor. Levantar la mano y apoyarla sobre el manillar de la puerta le cuesta. Siente el brazo como si le pesara toneladas.

—¿Abigail? —vuelve a probar, por si acaso se han quedado dormidos.

Aunque lo duda.

Finalmente se decide y empieza a girar el manillar. Y entonces se detiene. Porque… ¿Y si están muertos y se han convertido en zombies y cuando abra la puerta se lanzan sobre él? Pero en el interior del dormitorio principal no se escucha ningún ruido, y las pocas veces que Pablo Collantes se ha acercado al muro que delimita San Mateo ha podido escuchar los gemidos, los lamentos hipnóticos que producen esos seres.

Pablo abre la puerta.

Se echa a llorar. Albert y Abigail Finney están tumbados en la cama, ella con la cabeza sobre el pecho de él, en lo que parece ser una auténtica paz mental. La imagen rebosa tranquilidad, armonía y el profundo amor que el matrimonio se tenía en vida, porque ambos están claramente muertos. Pablo se acerca a la cama llorando y se arrodilla junto a ellos. Los Finney siempre le han agradado, y en esos días desde que comenzó esta pesadilla le han tratado como a un hijo. Y él ha llegado a quererles como a unos padres. Ahora, desde luego, les llora como un hijo lloraría a sus padres.

Pablo tardará un rato en calmarse y dejar de llorar, y entonces se dará cuenta de lo que hay en la mesita de noche. Nosotros podemos ver el frasco de pastillas girado junto a la base de la lámpara. Está vacío y apoyado sobre una hoja de papel doblada en la que hay escrita una única palabra: PABLO.

Si la abrimos, encontraremos la nota que Abigail Finney escribió anoche antes de tragarse el montón de pastillas que se la llevarían de este mundo. En esa nota, Abigail se deshace en elogios por Pablo, le asegura que ambos le han querido y que la decisión que han tomado, de quitarse la vida, tiene que ver con los muertos vivientes.

No podemos seguir adelante en este mundo, no si la gente a la que queremos ha muerto y se ha convertido en una de esas cosas.

Además, sabemos que la comida empezará a escasear pronto. La idea de racionarla nos parece una buena idea, pero también nos hace pensar. ¿Qué podemos proporcionarle dos viejos como nosotros a una comunidad que lucha por sobrevivir? Lo hemos pensado mucho, Pablo, te lo aseguro. Pero Albert y yo queremos irnos de esta vida juntos, y a nuestra manera, sin pasar penurias ni suponer una carga para nadie más. Sé que serás tú quien nos encuentre, y quiero pedirte perdón por eso. Pero me gustaría pedirte un último favor. Entiérranos. Albert había comprado una parcela en el cementerio de Half Moon Bay, y aunque ya no la disfrutaremos, nos gustaría pensar que pasaremos la eternidad juntos. Sé que lo harás con todo el cariño del mundo, y te lo agradecemos.

Por lo que a nosotros respecta, puedes quedarte en Villa Carlota el tiempo que sea necesario.

Te queremos.