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Con las primeras luces del alba, en el quinto día después del estallido vírico en Los Ángeles, alguien apaga el generador que abastece de electricidad a la base de Avondale. Por supuesto, con eficacia y disciplina militar, se comprueba la cantidad de combustible disponible y se efectúan cálculos destinados a averiguar cuánto tiempo tardarán en quedarse, también, sin generador. El resultado, aunque poco halagüeño, es menos horrible que el referente a la comida. El coronel Walter Jordan quiere obedecer las órdenes que llegaron de Washington antes de que las comunicaciones empezaran a fallar, pero ha empezado a pensar que, si quiere mantener a sus hombres con vida, dos mil quinientos civiles son una gran carga.

Una que no va a poder alimentar eternamente. No sin canales de abastecimiento.

Fuera, en la explanada, diez soldados equipados con guantes y máscaras de gas se dirigen a la jaula número siete. Comienzan a sacar los cadáveres y a transportarlos hacia la esquina noroeste, donde durante el día anterior han cavado un gran hoyo que utilizarán como pira funeraria. Entre esos soldados se encuentra Brian Wade, un joven de veintidós años rubio y de facciones marcadas, que aunque no lo sepa todavía será el causante de la destrucción de Avondale.

El olor a muerte de la jaula siete empieza a ser completamente repugnante. Hace dos días que tuvo lugar el tiroteo y la gente de las jaulas colindantes empieza a aplaudir al ver a los soldados llevarse a los cadáveres.

—¡Ya era hora! —grita alguien.

Algunos silbidos se suman a los aplausos. Brian observa las caras apretujadas contra las verjas, mirándoles y aplaudiendo y silbando. Se pregunta cómo han sido capaces de aguantar ese olor a putrefacción durante dos días, si a él, con máscara de gas incluida, le está costando aguantarlo unos minutos. Supone que se debe a la resignación y la impotencia de no poder hacer nada. Y está pensando en eso cuando baja las manos hacia uno de los cuerpos, un hombre con la cabeza completamente destrozada y transformada en una especie de pulpa rojiza, y algo se hunde en la punta de su pulgar. Retira la mano con rapidez y se la mira. El guante azulado que le cubre la mano muestra una única gota roja. Mira al suelo y ve, junto al cadáver, un trozo de alambre. Molesto, le da una patada para alejarlo y se limpia el guante en el pantalón. No se da cuenta, pero el Cuarto Jinete ya se encuentra en su interior.

Brian Wade sigue haciendo su trabajo.