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Neil detiene su coche delante de Villa Carlota. A su lado, Rick le da las últimas caladas al porro que acaban de fumarse y mira alrededor, asegurándose de que nadie les ve.

—¿Pasa algo? —pregunta Neil.

—Tío, ¿te lo puedes creer? —Rick está exaltado—. ¡Somos la puta ley de este lugar! Tu tío mola un huevo, macho.

—Sí.

—Colega… ¡Somos la ley! —Rick se ríe, sujetando la colilla del porro entre sus dedos y mirándola como si fuera lo más hilarante que ha visto en su vida. Claro que a Neil tampoco le sorprende demasiado. Rick es el tipo de chico que se ríe de todas las cosas, aunque haya que escarbar profundo para que otra persona pueda encontrarles la gracia.

—Quien nos lo iba a decir…

—Exacto. Tronco, mi viejo siempre me decía que no valía para nada, pero, ¿quién es ahora comida de gusanos y quién se ha convertido en la autoridad?

Rick suelta otra carcajada. Neil reprime las ganas de estrellar su puño contra la boca abierta de su amigo. El padre de Rick solía humillarles a él y a su madre, aunque nunca les puso una mano encima, y ambos son más felices desde que él pasara a mejor vida, eso está claro.

—Mira, tronco —dice Rick, agarrando su mochila y poniéndola sobre sus piernas—, esto era de mi viejo, y ayer la traía para enseñártela.

Cuando Rick abre la mochila y deja ver el interior, Neil observa el objeto plateado. Es una Desert Eagle, y por lo poco que sabe sobre armas, esa pistola es capaz de abrir un agujero del tamaño de un puño en el pecho de un hombre. Neil silba, asombrado.

—Es enorme —dice.

—Y pesa como un puto muerto —asegura Rick—. Y me la voy a poner en la cintura, tío. Ahora somos la ley y tenemos que parecerlo también, ¿no?

Neil levanta una ceja.

—No creo que debas, Rick.

—¿Por qué coño no?

—¿Sabes quiénes viven aquí? —pregunta Neil. Rick gira la cabeza y mira el letrero de Villa Carlota. Después vuelve a mirar a Neil y niega—. ¿Te fijaste en la asamblea en dos viejecitos, que él se parecía un poco al abuelo de Heidi?

—No vi nunca Heidi.

—Yo tampoco, capullo, pero he visto fotos.

Rick se ríe de nuevo. Y otra vez Neil siente ganas de reventarle la boca de un puñetazo.

—Marica, te gustaba Heidi, admítelo —suelta Rick, entre risas.

Neil sonríe, pero es un gesto más dirigido a reprimir las ganas de golpear a su amigo que a reírle la gracia.

—¿Te fijaste en los viejos, sí o no? —pregunta.

—Sí, tío.

—Pues ellos viven aquí. Y estoy seguro de que si te ven aparecer con ese puto bazooka en la cintura les matarás de un infarto.

Rick mira la Desert Eagle un momento, y después empieza a reírse nuevo. Neil le observa y se pregunta por qué demonios considera a este idiota uno de sus amigos. Aunque en realidad lo sabe. Rick siempre hace lo que Neil dice, y eso le convierte en una compañía interesante. Y Neil no le obligará nunca a dejar su pistola en la mochila, pero sí puede hacer que se olvide de llevarla, y eso es precisamente lo que consigue en ese momento, cuando Rick cierra la mochila y vuelve a dejarla a sus pies.

—Vayamos a ver qué tiene el abuelo de Heidi en la despensa —dice, abriendo la puerta del coche.

Neil también baja del vehículo. Juntos, se acercan a la puerta y Neil pulsa el timbre. Un momento después, Pablo Collantes se acerca a abrirles. Abigail y Albert Finney están de pie al fondo, junto a la puerta de la casa, abrazados el uno al otro. Junto a ellos hay una mesa con una gran jarra de limonada casera. Neil sabe que Abigail le ofrecerá un trago y él aceptará. Esa mujer hace una limonada que sabe a paraíso puro.