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Neil masca chicle, apoyado en una pared. Rick y Peter están hablando con Shane. Los tres tienen aspecto de haber dormido poco y mal. Neil, sin embargo, se siente fenomenal. Su tío Tom les ha pedido que saquen sillas del trastero y las coloquen en el jardín, y han obedecido con desgana. No habrá sitio para todo el mundo.

Cosa que a Neil le importa un pimiento.

Los Walters ya están allí. También Tyrone. Y Rachel Morris acaba de llegar, empujando el carrito donde el pequeño Axel Morris intenta permanecer despierto a pesar de que le pesan los párpados. La señora Morris tiene los ojos hinchados y Neil supone que ha estado llorando gran parte de la noche. Normalmente le parece una mujer atractiva, madura pero atractiva, pero hoy no es el caso. Tom sale de la casa con un gran termo de café en la mano, que deja en una mesita en la que ya ha puesto una torre de vasos de plástico.

Su tío, el anfitrión, moviéndose como pez en el agua que ahora se acerca a él.

—¿Y tu madre?

—No creo que venga.

—Todos tenemos que estar aquí, Neil. ¿No puedes ir a buscarla?

—Está enferma.

—¿Qué le pasa?

—Resaca.

Neil pronuncia la última palabra con evidente desprecio que al parecer Tom no capta. Menea la cabeza y se encoge de hombros restándole importancia, y se gira hacia Rachel Morris esbozando una sonrisa tímida y, Neil podría jurarlo, lanzando una mirada rápida a sus pechos.

—Rachel, querida, ¿has podido hablar con Bruce?

Rachel tiene los ojos hinchados por haber estado llorando.

—Hace un rato. Sigue encerrado en el despacho. Dice que hay demasiado movimiento fuera. He intentado hablar con la policía, quería saber si podían ir a ayudarle… Nadie me ha contestado, Tom.

La mujer parece a punto de ponerse a llorar de nuevo, y Tom le pone una mano cariñosa en el hombro.

—No te preocupes, Rachel. Bruce es un hombre inteligente. Estará bien.

Ella asiente. No tanto porque lo crea sino porque quiere creerlo. Después, Tom se agacha y pellizca a Axel en el moflete, con dulzura.

—Está precioso —asegura—. Y tiene tus ojos, definitivamente. Será un Don Juan cuando crezca.

Rachel sonríe. Es una mueca triste, pero al menos parece apartarle de la mente la situación de su marido por un momento. Neil escucha toda la conversación apoyado en la pared, mascando chicle y con los brazos cruzados sobre el pecho. Está realmente fascinado por el despliegue de falsedad e hipocresía de su tío. Tom Ridgewick odia a los niños pequeños. Está seguro de eso porque le ha oído referirse a varios como «infierno de crío», «máquina de mierdas» o «Por qué coño no saldrán teniendo ya dieciocho años y nos ahorran a todos el suplicio».

Está llegando más gente. Pablo, el jardinero, que aún viste con su mono verde, está abriendo la puerta para que pasen Albert y Abigail Finney. Detrás de ellos está Ace Hall. Le siguen todos los nuevos. Al verles, Tom levanta la cabeza y esboza una vez más su sonrisa de tiburón.

—Id pasando. No hay sillas para todos, lo siento —dice, saludando con la cabeza a los Finney.

El grupo se acerca a la zona donde están las sillas. Una de ellas ya ha sido ocupada por Rachel. Tom les observa detenidamente y se acerca a Paula.

—Buenos días, preciosa —la saluda, metiendo la mano en el bolsillo—. Mira lo que tengo para ti.

Al sacar la mano y extenderla, con la palma abierta hacia arriba, deja a la vista un caramelo. Paula lo mira como si le hubiera enseñado una mierda de perro, y se agarra a la pierna de Mark. Prácticamente se oculta detrás de él.

—Paula, dale las gracias a Tom.

—No me gustan los caramelos —responde ella.

Mark mira a Tom avergonzado, pero este le quita importancia a lo ocurrido con un gesto y una carcajada. Vuelve a guardarse el caramelo en el bolsillo. Y Mark no lo percibe, tal vez Patrick lo hubiera hecho de no haber estado charlando con Ace y Rachel, pero nosotros sí podemos darnos cuenta. El pequeño desprecio de Paula por el caramelo le ha sentado mal a Tom Ridgewick.

—Niños —murmura, aún sonriente—. ¡No pasa nada, que todos los males sean estos! —su boca habla, pero por dentro hierve la sangre—. Oye… ¿Mark, verdad?

—Sí.

—Mira, Mark —Tom saca la libreta del bolsillo y se la enseña—, estoy haciendo un censo, anotando los nombres de la gente que estamos en estos momentos en San Mateo, ya sabes, por establecer un control mínimo.

—Me parece buena idea.

—Me faltan vuestros nombres, claro —se excusa el hombre, sacando el bolígrafo también y escribiendo el número 19 y el nombre de Mark—. ¿Mark qué más?

—Gondry.

—Gon… dry. Ok. Con i griega, ¿verdad?

Mark asiente. Tom escribe el número 20, seguido de Paula.

—¿Cómo se llama el policía?

—Patrick.

21, Patrick.

—¿Y ellos dos?

—Stan Marshall y Ozzy.

Tom levanta una ceja.

—¿Ozzy?

—Creo que es Oscar —responde Mark, sonriendo—. Pero no apostaría por ello.

—Ozzy entonces —Tom lanza una risotada.

22 y 23, Stan Marshall y Ozzy.

—Y por último, pero no menos importante, Verónica…

Tom termina la frase en el aire, de forma completamente deliberada. Y Mark muerde el anzuelo.

—Buscemi —añade.

Tom levanta la vista, con la ceja otra vez levantada y la sonrisa aún dibujada en la cara, aparentemente inocente. De nuevo, alguien con la experiencia policial de Patrick tal vez habría visto detrás de la máscara, y no le habría gustado lo que viera.

—¿Es su apellido de soltera?

La expresión de desconcierto de Mark es orgásmica para Tom, pero su expresión se mantiene inamovible, sin reflejar absolutamente nada más que esa sonrisa amistosa. Mark parpadea, sonríe nervioso, y acaba asintiendo.

—Sí, sí. Nunca hemos querido usar sólo un apellido. Es como perder las raíces.

—Por supuesto —asegura Tom—. Pero ya sabes la manía que han tenido los hombres durante toda la historia de la humanidad de anular a las mujeres.

—Claro.

—En fin. Muchas gracias, Mark.

Tom se da la vuelta mientras escribe «24, Verónica Buscemi» en la libreta. La sonrisa desaparece de inmediato de su boca cuando deja de estar a la vista de Mark.

Acerquémonos de nuevo a Neil Ridgewick. Continúa apoyado contra la pared, y ahora Rick se acerca a él y le da un puñetazo amistoso en el hombro. El tipo de gesto que hace que Neil tenga ganas de agarrarle la muñeca y rompérsela en tres o cuatro direcciones distintas.

—Ey, tú. ¿Es esa tu vecinita?

Neil gira la cabeza hacia la puerta. La familia Collins acaba de llegar. Marsha va en cabeza, seguida de Cameron y Junior, que van hablando entre sí. Cameron lleva un vestidito fino, de verano, con varias tonalidades de verdes, que le queda por encima de las rodillas.

—Sí, está buena —admite Rick—. Follable del todo.

—Te lo dije, hermano.

Rick se lleva dos dedos a los labios e introduce la lengua entre ellos, moviéndola rápidamente de arriba abajo, simulando sexo oral. Neil le da un codazo y Rick suelta una carcajada, pero, gracias a Dios, baja el brazo. La risa llama la atención de Cameron, que gira la cabeza y les ve. Aunque en realidad sólo mira a Neil. Y le sonríe. Y aparta la mirada, coqueta, mientras con la mano izquierda se aparta el pelo rubio de la cara y lo esconde detrás de la oreja.

En ese momento, a excepción de Sandra Ridgewick, todos están en el jardín de Tom Ridgewick, y este, como buen maestro de ceremonias, da un par de palmadas para llamar la atención de todo el mundo, espera a que se haga el silencio, y da por comenzada la asamblea.