Como suponía, Tom Ridgewick no ha sido capaz de conciliar el sueño. Al principio se ha tumbado en la cama, apagado las luces y cerrado los ojos, pero era imposible. Después de un rato, exasperado, se ha levantado y ha entrado en el despacho.
Enciende la televisión, conecta la CNN y se sienta en su cómodo sillón. El presentador de las noticias parece exhausto pero intenta mantener la compostura. A su lado, sobreimpresas, aparecen imágenes de ataques de zombies, imágenes aéreas de San Francisco, mientras anuncia que las cosas parecen haberse salido de control en la ciudad californiana.
—Conectamos con la Casa Blanca —anuncia.
A continuación, aparece en pantalla la sala de prensa de la Casa Blanca. El vicepresidente Ellis se acerca al atril y se coloca delante de los micrófonos. Tiene ojeras y también parece cansado. Tom sonríe con desprecio. Para él, Ellis y el presidente Norton son dos maricas a los que nunca deberían haber dejado subir al poder.
—Gente como esa destruirá este país —aseguraba una y otra vez a sus amigos durante la campaña electoral—. Ese tío, Norton, es una nenaza. Hace falta alguien dispuesto a usar la mano dura, sobre todo con temas como la inmigración. California parece un puto anexo de México, joder. A ese tío se le van a subir a la chepa. Te lo digo yo.
Alguna persona que no le tuviera miedo podría haberle respondido que la inmigración no le parecía tan mal a la hora de contratar trabajadores por un sueldo miserable, pero claro, Tom Ridgewick no se relacionaba con el tipo de gente que podría haberle contestado eso. Porque Tom es un líder, y los líderes se rodean de gente que besa el suelo por donde pasan.
El vicepresidente Ellis carraspea mientras coloca sus papeles en el atril. Después, levanta la mirada.
—Señoras y señores, quiero informarles de que la ciudad de San Francisco se encuentra ahora mismo en una situación de total alarma. El ejército y la policía están intentando recuperar el control, y queremos hacer un llamamiento a toda la gente que nos está viendo en San Francisco… —hace una pausa, mirando directamente hacia la cámara, y coge aire—. No salgan de sus casas. Repito, no salgan de sus casas. Ahora mismo, la mayor parte de la ciudad es un caos y el ejército está abriendo fuego contra los infectados. Si abandonan sus hogares correrían el riesgo de recibir un disparo. La mejor opción, para garantizar su supervivencia, es que permanezcan en sus casas y dejen que el ejército y la policía se ocupen de todo. Podemos asegurarles que la situación de Los Ángeles no se repetirá. No bombardearemos San Francisco.
El vicepresidente baja la vista hacia los papeles. A Tom le da la impresión de que está al borde del llanto y se regocija en eso.
—A continuación, me gustaría dar una lista de lugares donde tenemos confirmación de brotes infecciosos y violencia provocada por los… infectados.
—Hijo de puta —murmura Tom, mirando hacia la pantalla con asco—. Al menos ten el valor de llamar a las cosas por su nombre.
Evidentemente, Ellis no le oye y prosigue nombrando lugares donde al parecer el Cuarto Jinete ha dado señales de vida. O de no-vida. Prácticamente toda California, desde la frontera con México hasta San Francisco, está bajo el ataque del virus. Al parecer, el ejército ha logrado impedir que entre en Phoenix, pero toda el área circundante está bajo el asedio de los muertos. En Las Vegas se han dado algunos casos aislados (para entonces, el vicepresidente Ellis no tiene la menor idea de lo rápido que se deteriorará la situación en la ciudad del juego). También han aparecido infectados en Orlando, Florida. Al decir esto último, el vicepresidente parece completamente abatido. No da explicaciones sobre cómo ha llegado el virus hasta Florida, y Tom supone que no tiene ni idea.
—El único punto débil de los infectados parece ser el cerebro. Cualquier herida en otra parte del cuerpo les ralentizará pero no les detendrá. Hay que destrozar el cerebro para acabar con ellos… —está claro que al vicepresidente le está costando decir todo eso, que se siente mal por sólo pensar en ello. Parece un hombre enfermo a punto de echar hasta la primera papilla—. Sin embargo, si usted se encuentra en un área infectada, nuestra recomendación es que cierre la puerta con llave y tapie las ventanas si está en un piso bajo. Evite que puedan entrar a su vivienda, pero no salga usted. Cualquier mordedura o herida producida por uno de los infectados resulta mortal en cualquier caso. Cualquier tipo de contacto puede poner en riesgo su vida, así que evite el trato con los infectados siempre que le sea posible. Estamos haciendo todo lo posible para acabar con esta situación.
No hay turno de preguntas. Tras terminar de hablar, el vicepresidente se gira y abandona la sala de prensa. La imagen regresa al estudio principal, al presentador de aspecto cansado. Tom menea la cabeza.
—A mí me parece que se os está yendo de las manos, cabrones.
—… a nuestro reportero, Todd Callum, que se encuentra a bordo de uno de nuestros helicópteros. Todd, ¿dónde te encuentras exactamente?
En la pantalla, una imagen temblequeante de un joven rubio de aspecto aniñado que agarra el micrófono con una mano y el respaldo del asiento del helicóptero con la otra y expresión de desear estar en cualquier otro lugar.
—Ahora mismo estamos sobrevolando la zona de Foster City en la ciudad de San Francisco y, no sé si lograréis apreciarlo, pero la gente está corriendo en todas direcciones —la imagen gira para mostrar la ciudad desde el aire, pero la cámara se mueve tanto que resulta casi imposible discernir nada—. Esta misma situación se está produciendo en distintos puntos de la ciudad y la verdad es que la imagen recuerda demasiado a una ciudad en guerra, una batalla campal. Además, en otros puntos de la ciudad comienzan a darse casos de saqueos, vandalismo y robo. El ejército intenta controlar la situación y ahora vamos a sobrevolar uno de los controles que han establecido. Se habla de un número de bajas en torno a…
Tom aprieta el botón que silencia el aparato. Algo ha hecho clic en su mente. Te dije que ocurriría y este es el momento, porque antes, cuando Verónica entró en el Land Rover para aparcarlo junto a la verja, el cerebro de Tom registró algo que no cobró importancia hasta este momento.
Se levanta empujando la silla hacia atrás. Tom Ridgewick no es una persona atlética, pero en este momento baja la escalera saltando los escalones de tres en tres, cruza el jardín en unos segundos y avanza hacia la caseta de seguridad a pasos agigantados. No ve a Tyrone por ninguna parte, y la situación en la verja sigue igual que antes. La única diferencia es que parece haber ya una pequeña muchedumbre al otro lado.
Se detiene en la puerta de la garita.
—¿Tyrone?
—¡Sí! Estoy aquí.
Tom entra a la sala de control y se queda helado al ver la pantalla que está mirando Tyrone. El guardia de seguridad se está mordiendo las uñas de la mano derecha de forma compulsiva, sin despegar la vista de la pantalla. La imagen es una de las cámaras de seguridad de la verja. Aplastándose unos a otros contra ella, tendiendo sus manos hacia el interior, abriendo y cerrando las bocas y seguramente gruñéndole a la luna, Tom puede ver que hay más de cien personas ahí fuera.
Por un momento, tan pequeño que si pestañeas te lo pierdes, Tom flaquea.
—Clay está ahí fuera —murmura Tyrone, sin sacar su dedo índice de la boca y señalando con la otra mano un punto en la pantalla.
—Ty, ¿estás bien?
El guardia mira a Tom y asiente con la cabeza. Aunque es evidente que no está bien, pero Tom no tiene tiempo de lidiar con eso. Agarra al guardia del brazo y le obliga a levantarse.
—Necesito que te centres, Tyrone.
—Sí, sí, sí. Estoy aquí. Sólo es que… no sé. Ver a Clay ha sido…
—Perturbador —termina la frase Tom, y Tyrone asiente—. Ya lo sé, pero necesitamos ser fuertes. Lo entiendes, ¿verdad?
—Cla… claro.
—Sígueme, Ty.
Tom sale de la garita. Tyrone le sigue, pero cuando ve a Tom dirigirse hacia la verja, se detiene, incapaz de seguir andando. Tom se gira y le mira.
—No puedo —murmura el guardia, bajando la vista.
Tom se acerca a él y le pone la mano en el hombro, tranquilizador.
—No pueden hacernos nada, Tyrone.
—Se emocionan cuando nos acercamos, Tom.
Tom asiente, aunque en realidad no sabe a lo que se refiere Tyrone. Con suavidad, pero con firmeza, empuja a Tyrone para que le acompañe y finalmente el guardia empieza a mover las piernas. Caminan hasta la puerta del conductor del Land Rover, y Tom entiende lo que quiso decir Tyrone. Los zombies se excitan cuando ellos se acercan, empujan con más rabia, gruñen más alto, incluso abren y cierran la boca con más fuerza, y Tom puede oír sus dientes chocando entre sí. A su lado, Tyrone está temblando, pero la mano de Tom es firme y le impide darse la vuelta.
Abre la puerta del Land Rover y observa lo mismo que viera antes: la maraña de cables que asoma por debajo del volante.
—¿Ves esto, Ty?
El guardia mueve la cabeza afirmativamente.
—Me parece que nuestros nuevos amiguitos no son quienes dicen ser, ¿no crees? Y me parece que la familia que visitó la finca Hollister no existe. Nos han tomado el pelo, Tyrone.
El guardia abre la boca para hablar, pero se da cuenta de que no sabe qué decir, así que vuelve a cerrarla.
—Tenemos unos saqueadores, mentirosos y vete a saber qué más viviendo con nosotros, Tyrone. Sabe Dios en qué más estarán mintiendo. Seguramente ese niñato tampoco sea policía. A mí me parece que estaban huyendo, y no precisamente durante quince minutos. Ya estaban huyendo cuando visitaron la finca, y se conocen entre ellos, así que… ¿Quiénes son?
Tyrone se encoge de hombros. En lo único en lo que puede pensar con cierta coherencia es en alejarse de la verja. No le gusta estar tan cerca.
—Te diré quiénes son, Ty. Son gente de la que nos tenemos que cuidar. Si les permitimos hacerse con el control, no sabemos lo que podrían hacer. Son extraños, Ty. Y no voy a dejar que un extraño me controle.
Tom cierra la puerta del coche y camina de regreso hacia la garita. Tyrone no alcanza a ver la expresión de su cara, pero nosotros sí, y supongo que estarás conmigo en que se trata de la expresión de un hombre satisfecho de sí mismo.
Un hombre con un plan.