Tyrone se acerca al destartalado coche que se ha detenido frente a la verja de San Mateo. Conoce el vehículo, y podría dejarlo pasar sin más, pero nunca le han gustado esos dos chicos, así que se acerca a ellos cada vez que aparecen por allí para visitar a Neil Ridgewick. Es su forma de levantar la pata y orinar para marcar terreno. Se detiene delante de la puerta del conductor, que tiene un color distinto al del resto del coche, y espera a que la ventanilla de cristal tintado baje.
Cuando lo hace, del interior sale el sonido del rap de Eminem y el olor a marihuana. El chico que mira a Tyrone con expresión aburrida y los ojos rojos se llama Rick, y el niñato que se esconde detrás de la visera de su gorra y la capucha de su chándal en el asiento del copiloto responde al nombre de Peter.
Para Tyrone, son dos chicos que nunca llegarán a nada y que son la muestra perfecta de lo que significa la expresión «malas compañías».
—Buenas noches —dice Tyrone, adoptando su típica postura de Peter Pan.
—Ey, tío, a ver cuándo te aprendes nuestra jodida matrícula —le responde Rick, despectivo.
—Venimos a ver a Neil, colega. Déjanos pasar —añade Peter.
Tyrone les mira un momento, saboreando el hecho de hacerles esperar. Finalmente aprieta un botón y la verja comienza a abrirse. Rick aprieta el acelerador revolucionando el motor, y sonríe a Tyrone, burlón. Cuando el espacio es suficiente, acelera y se aleja.
Tyrone suspira resignado, y coge el mando para cerrar la puerta, cuando otro vehículo se acerca por su espalda. Se da la vuelta, y junto a él se detiene un Land Rover. Tarda un momento en reconocerlo, y no lo hace debido al coche, sino por la chica sentada en el asiento de al lado. Es imposible olvidar esa melena rojiza.
Tyrone se extraña. Esa misma tarde ha pasado por allí para visitar una casa a la venta junto con su marido y su hija, pero el hombre que está al volante no es con el que venía esta tarde. Una mirada a la parte trasera del vehículo le descubre en el asiento de en medio. Pero hay más gente. Otros dos hombres están en los asientos traseros.
—¿Puedo ayudarles en algo?
Está desconcertado. Es demasiado tarde para querer ver la casa a la venta de nuevo, y son demasiada gente.
—Patrick… —murmura uno de los hombres sentados en la parte de atrás. Es Ozzy, y hay urgencia en su voz. A Tyrone le parece que está mirando hacia atrás, hacia la carretera que lleva al centro de Half Moon Bay.
—Le ha pasado algo al motor —responde Patrick, abriendo la puerta—. Estábamos por aquí cerca —se gira y señala hacia Verónica—, y como ellos ya han estado por aquí esta tarde se nos ocurrió acercarnos para ver si nos dejan usar su teléfono para llamar a un mecánico.
Tyrone asiente. A él no le parece que le pase nada al motor, pero tampoco se considera un entendido. Patrick ya ha bajado del coche y, antes de que Tyrone tenga tiempo de reaccionar, Patrick le hace una llave, agarrándole el brazo y retorciéndoselo a la espalda y presionándole con su propio cuerpo para obligarle a doblarse. Tyrone cae de rodillas y gime de dolor.
Con rapidez, Patrick le quita el llavero que lleva colgando de su cinturón y le ayuda a levantarse. Dentro del Land Rover, Verónica se pasa al asiento del conductor y mueve el vehículo hasta el interior de San Mateo. Patrick agarra el brazo de Tyrone y le obliga a moverse.
—¿Qué quieren? —pregunta Tyrone—. Hay cámaras por toda la urbanización. Pueden estar seguros de que ya han sido grabados y que…
—¿Cómo se cierra la verja?
Patrick suelta el brazo de Tyrone y este se gira para mirarle. La rabia que siente al haber sido reducido tan fácilmente le hace querer enfrentarse a esos tipos, pero Tyrone es un hombre prudente. Hasta el momento no han sacado armas, pero eso no quiere decir que no las tengan, y no quiere arriesgarse a recibir un disparo. En esos momentos en la central ya deben haber visto las imágenes y estarán avisando a la policía. Es cuestión de tiempo, y Tyrone tiene la suficiente formación como para saber que es mejor seguirles la corriente.
Señala el mando que maneja la valla. Patrick aprieta el botón y la verja de San Mateo empieza a cerrarse con un ruido metálico. Verónica, Mark, Ozzy y Stan Marshall bajan del Land Rover. Tyrone les observa estudiando sus movimientos y tratando de anticiparlos.
—¿Qué quieren? ¿Van a robar alguna casa?
—No vamos a hacerle daño, si eso le preocupa —asegura Patrick, metiendo la mano en el bolsillo y enseñándole a Tyrone su placa—. Soy policía. Patrick Flanagan.
Y ahora sí que la expresión de Tyrone se convierte en puro desconcierto.
Patrick le ofrece la mano. Lentamente, sin entender lo que está pasando, Tyrone se la estrecha. Tiene el ceño fruncido, como si realmente no acabara de creerse lo que acaban de decirle.
—Siento haberle retorcido el brazo, pero me parecía que sería más rápido que dar explicaciones.
—¿Explicaciones de qué?
Patrick abre la boca para contestar, pero entonces oye un ruido metálico, el que produce un cuerpo al chocar contra la verja, seguido de un gruñido que a Tyrone le parece el de un perro a punto de atacar. Se da la vuelta para mirar, y al ver lo que hay al otro lado de la verja deja escapar todo el aire de sus pulmones y retrocede un par de pasos, chocando contra Patrick.
Es una mujer, solo que el lado derecho de su cara parece haber desaparecido y los músculos están a la vista, y en algunas partes incluso el hueso. Su ropa está empapada de sangre y le faltan dos dedos en la mano derecha. Está extendiendo sus brazos a través de los huecos de la verja, arañando el aire en su dirección, como si tratara de cogerles, y gruñe con frustración, sin dejar de mirarles con el único ojo que le queda.
—Explicaciones de eso —responde Patrick, finalmente.
—Patrick…
Este se gira para mirar a Verónica. Ella está señalando hacia el interior de San Mateo, hacia los faros de un coche que se acerca hacia ellos.
—¿Está…? ¿Está muerta? —pregunta Tyrone, mirando a Stan y Ozzy.
Con un gruñido a modo de respuesta, Stan asiente. Tyrone siente que pierde la fuerza en las piernas y se apoya en el Land Rover para evitar caer al suelo. Su respiración se acelera.
—¿Se encuentra bien?
Mark se acerca al guardia de seguridad, con Paula agarrada a su mano. Tyrone le hace un gesto con la mano y Mark se gira para mirar la puerta de la urbanización. Ahora hay tres zombies en la puerta, gruñendo y arañando el metal.
—¿Crees que aguantará? —pregunta Ozzy, con miedo.
Patrick se encoge de hombros. Cuando el coche se encuentra a unos cincuenta metros, agita la mano para indicarle que se detenga. El coche se para delante del Land Rover, y Rachel Morris baja de él. Parece alterada y tiene los ojos hinchados de haber llorado. Patrick se da cuenta de que le tiemblan las manos. La atractiva mujer se queda congelada al mirar hacia la puerta.
—Oh, Dios mío —murmura. Y rompe a llorar de nuevo.
Por miedo a que caiga al suelo, Patrick la sujeta y la obliga a sentarse en el coche de nuevo. Rachel llora desconsolada, respirando a duras penas y agarrando las manos de Patrick. Este ve que en el asiento trasero hay una silla de bebé y el pequeño Axel está sentado en ella, mirándoles con los ojos verdes completamente abiertos. El niño parece divertido y Patrick no puede hacer otra cosa que admirar el contraste entre la madre y el hijo.
—Tranquila…
—¡Mi marido! —exclama—. ¡Tengo que ir a buscar a Bruce!
—Ahora no puede salir —asegura Patrick—. Es peligroso y…
Rachel menea la cabeza con fuerza, agitando el pelo de un lado a otro, y sigue llorando sin escuchar realmente a Patrick, que levanta la mirada buscando ayuda. Pero todos los demás le están dando la espalda y miran hacia la verja de entrada. Entre sus cuerpos, Patrick alcanza a vislumbrar que el número de zombies ha crecido. Resulta fascinante la velocidad a la que se están propagando.
Si recuerdas, cuando conocimos a Rachel Morris estaba hablando con el hiperactivo Ace Hall, pidiéndole huevos para la cena y paseando a su pequeño. A Bruce, su marido, no hemos llegado a conocerle, pero si haces memoria, conocimos a Marsha Collins, su amante.
Después de hablar con Ace Hall y regresar a casa, Rachel preparó la cena para que Bruce la tuviera lista cuando llegara a casa, y después bañó a Axel y le puso el pijama. Mientras acunaba al pequeño y esperaba que su marido llegara a casa, puso la televisión. Las noticias hablaban únicamente de la crisis y el terrible virus que estaba extendiéndose por el lado oeste del país. Después, el presentador dio paso a un video que anunció como estremecedor y grabado «apenas hace unos minutos» en la ciudad de San Francisco.
Rachel tuvo que sentarse para poder verlas. La imagen estaba movida, y claramente tomada sin trípode, a mano. Lo que en ellas se veía era propio de una película violenta, con personas horriblemente mutiladas y heridas atacando a otras personas. El reportero había echado a correr, y en ese momento la imagen se había convertido en un caos. Lo peor, en realidad, era el sonido, los gruñidos y gritos. Después la cámara había caído al suelo y la señal se cortó bruscamente, en mitad de un alarido lleno de dolor.
Bruce trabajaba en San Francisco. No en la ciudad en realidad, pero sí a las afueras.
Con el corazón galopando a mil por hora en su pecho, Rachel había cogido el teléfono. No se había dado cuenta de que apretaba a Axel con fuerza contra su cuerpo hasta que el niño empezó a protestar y ella aflojó la presión. Marcó el teléfono de Bruce, equivocándose dos veces por los nervios y teniendo que volver a empezar.
La señal dio tres tonos y Rachel colgó antes de que saltara el contestador.
—Vamos, Bruce, cariño, ¿dónde estás?
Pulsó el botón de rellamada y comenzó a andar de un lado para otro del salón. Al segundo tono, Bruce contestó, y ella iba a decirle lo muchísimo que le quería y lo preocupadísima que estaba pero él habló antes.
En susurros.
—¡Rachel! Rachel, por Dios, esto es una locura, no sabes lo que está pasando…
—Cariño, las noticias dicen que en San Francisco…
—Lo sé, lo sé. Escúchame, pequeña. ¿Estás bien? ¿Estáis bien? ¿Cómo está Axel?
—Estamos muy bien, Bruce, pero estamos preocupados…
Ese fue el momento en que Rachel no fue capaz de contener más tiempo las lágrimas.
—No llores, mi vida —Bruce siguió hablando en susurros, como si temiera que pudieran escucharle—. Mira, estoy encerrado en el despacho y creo que no saben que estoy aquí. Se han comido a Burton delante de mí, ¿sabes? Ha sido horrible. No sé cómo he podido escapar.
Rachel no contestó, porque no sabía qué decir. Nunca había tenido tanto miedo en su vida como en ese momento.
—Necesito que vengas a por mí, cariño. Tengo el coche aparcado demasiado lejos y estas cosas corren muy rápido, mi amor.
—Tengo miedo, Bruce…
—Lo sé, mi vida. Yo también, pero tienes que venir a por mí, ¿sí?
Y ella había respondido que sí. Después había agarrado las llaves del coche. Para entonces sus manos temblaban tanto que las llaves tintinearon todo el camino desde la casa hasta el coche. Colocar a Axel en la silla de bebé fue una odisea. Entre el temblor, los nervios, el miedo y que el niño parecía estar tomándose esa salida nocturna como una aventura, tardó casi cinco minutos en anclar al pequeño a la silla.
Y en realidad, es muy probable que eso le salvara la vida, porque si no se hubiera demorado cinco minutos con las correas de la silla de bebés, habría cruzado la verja de San Mateo antes de que llegaran los amigos de Neil Ridgewick, y probablemente habría muerto ahí fuera. Sin embargo, tardó esos cinco minutos y cuando llegó a la puerta de la urbanización ya estaba cerrada y los muertos comenzaban a amontonarse frente a ella.
—¿Quién eres? —le pregunta a Patrick, intentando calmarse sin conseguirlo del todo.
—Patrick Flanagan —responde él.
Tyrone se acerca a ellos. Mira a la mujer con preocupación, y después se gira hacia Patrick.
—¿Qué se supone que hacemos ahora? —pregunta.
—No tengo ni idea —asegura Patrick.