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Antes de dar el discurso presidencial esta mañana, Jack Norton estuvo reunido con el vicepresidente Ellis, Jeff Barker, Bernard Trask y Kurt Dysinger. No sé si lo recuerdas, pero durante aquella conversación, Ellis expresó su preocupación por el escape del virus al cerco de Castle Hill. Y no sé si lo recuerdas, pero entonces Bernard Trask dijo tener una idea, y cuando el presidente Norton le preguntó por ella, Bernard Trask sólo dijo una palabra: compartimentación.

Ahora, catorce horas después de que el presidente se dirigiera a la nación para hablar de lo sucedido en Los Ángeles y la catástrofe a la que se enfrentaban, Duck Motton está a punto de averiguar a qué se refería el Coronel Trask.

Durante el viaje en la parte trasera del atestado camión militar, Duck es incapaz de quitarse de la cabeza la imagen del coche tiroteado y los cuerpos de Dave y Kelly destrozados por las balas. Ni tampoco la sensación de hallarse en una película de la Segunda Guerra Mundial.

Esa sensación persiste cuando el camión se detiene y un grupo de soldados abre la parte trasera, armados con sus fusiles y con máscaras de gas cubriéndoles las caras y les ordenan bajarse del camión. Sí, es cierto, no les tratan como si fueran mierda, ni les empujan o son agresivos con ellos. En general, la actitud de los soldados es amable, ligeramente condescendiente.

Intentan transmitir la imagen de estar aquí para ayudar. Únicamente para salvarles la vida y luchar contra la infección.

Uno de los soldados incluso agarra a Duck del brazo para ayudarle a bajar del camión.

Pero, no me preguntes por qué, a Duck le sigue recordando a las imágenes de los campos de concentración nazis.

—Por favor, formen una fila de a uno y colóquense en la línea amarilla.

Duck mira a su alrededor, y nosotros con él. Se encuentran en el aparcamiento de una base militar. La puerta por la que ha cruzado el camión está siendo cerrada en esos momentos. Sobre el muro que rodea la base se han montado puestos de guardia, con soldados armados y grandes focos encendidos mirando hacia el exterior. Cerca de la entrada de la base han pintado una línea amarilla sobre la que empieza a colocarse la gente que viajaba junto a Duck. Este camina hacia la línea y se detiene, entre una mujer gorda de pelo claro y un hombre negro de unos setenta años, con gafas redondas de montura dorada.

Un soldado está pasando revista a la gente, inspeccionándoles lentamente a medida que camina frente a ellos. Algunas mujeres gimen cuando se detiene ante ellas, atemorizadas por la situación y por la impresión que produce tener delante a ese hombre con máscara de gas. Un hombre incluso rompe a llorar y dice que quiere irse a casa.

El soldado se detiene ante Duck.

—¿La sangre es tuya?

Duck niega con un gesto.

El soldado sigue su camino. Durante los siguientes diez minutos nadie más vuelve a decirles nada, y las casi sesenta personas que viajaban en aquel camión permanecen en pie sobre la línea amarilla, delante de los soldados armados que les miran tras los cristales de sus máscaras. Los gemidos, sollozos, rezos y llantos se hacen cada vez más audibles, y Duck empieza a sentir una opresión sobre su corazón cuando escucha un murmullo a su derecha señalando el más que notable parecido entre la escena que están viviendo y un pelotón de fusilamiento.

No serán capaces, piensa Duck, están aquí para ayudar.

Pero tiene demasiado presente la imagen del coche de Dave. Y la muerte de Zack Thurston el día anterior.

Finalmente, uno de los soldados les ordena ponerse en movimiento y seguirle. El grupo de civiles obedece y se pone en marcha, rodeados en todo momento por soldados armados que avanzan ligeramente separados de ellos y espaciados entre sí unos diez metros.

Duck se pregunta a dónde les llevan, y está a punto de averiguarlo.

La idea de Bernard Trask sobre la compartimentación era sencilla: no tenían ni la capacidad ni el tiempo para analizar la sangre de todos los ciudadanos, y sabían que el virus podía escapar a través de simples controles físicos, por lo que Bernard Trask proponía utilizar la sentencia «Más vale perder una batalla pero ganar la guerra» y para ello, proponía separar a los civiles en grupos, digamos, de cien personas. En caso de que alguien se encontrara infectado, las otras noventa y nueve personas que se encontraran en cuarentena con el infectado morirían también, pero impedirían que se propagase más allá.

Al principio, el vicepresidente Ellis había puesto el grito en el cielo ante esa frialdad. El coronel Trask lo había llamado daños colaterales.

—¡No podemos hacer eso! —había protestado Ellis—. ¡Es una mierda de plan!

Pero Jeff Barker había estado de acuerdo. Y el presidente había dado su visto bueno antes de abandonar el despacho. Para Barker y Trask, la posibilidad de perder a cien civiles sanos era mejor a permitir que el virus escapase de su control una vez más. Ellis intentó hacerles entender que tenían que encontrar otra opción, algo que no supusiese el abandono voluntario de noventa y nueve vidas.

—Señor vicepresidente, si cree que quiero dejar que muera gente a propósito, está usted realmente equivocado —había dicho Trask—. Y si a usted se le ocurre una idea mejor para hacer frente a esta crisis, estaré encantado de escucharla y retirar de la mesa mi plan, pero por el momento, esta mierda es lo único que tenemos.

San Francisco había comenzado los preparativos que el plan exigía, y el cronograma indicaba que estaría listo para ser puesto en marcha a partir de las cinco de la madrugada de esta misma noche. Como comprobaremos dentro de un momento, ya será demasiado tarde.

Sin embargo, Phoenix había sido más eficaz y había comenzado a retener todo el tráfico proveniente de la zona de Los Ángeles mientras levantaban las vallas que servirían de compartimentos.

La zona de entrenamientos de la base militar se había convertido en un inmenso tablero. Los compartimentos están formados por vallas de tres metros de altura reforzadas con tubos de acero clavados en la tierra para impedir que fueran derribadas. En lo alto de las vallas, alambre de espino. Cada una de esas celdas dista de las demás unos tres metros, que son utilizados como pasillos por los que patrullan soldados armados continuamente y que sirven de cortafuegos, para impedir que los habitantes de una celda tengan cualquier contacto con los de las demás celdas.

En el interior, por supuesto, cien personas estarán hacinadas. No tanto como en la parte trasera del camión, pero es evidente que tendrán que apoyarse en las piernas de otros para poder tumbarse a dormir y que todos quepan.

Con horror, Duck comprueba que nueve de los habitáculos ya están llenos y a ellos les están dirigiendo al décimo, que está como al veinte por ciento de capacidad. Si hacemos los números, eso quiere decir que, con el grupo de Duck, habrá casi mil civiles en esas celdas. Y si miramos alrededor, comprobarás que hay otras doce celdas vacías. Todo el recinto está iluminado con focos similares a los que se encuentran en los estadios de futbol.

—¿A dónde nos llevan? —pregunta un hombre.

Duck se gira para mirarle, pero no deja de andar. El hombre lleva camiseta de tirantes y una gorra de baseball con la visera hacia atrás. Se ha detenido, y uno de los soldados que les están escoltando se ha parado también, a un par de metros del hombre.

Sigue andando, piensa Duck.

Pero el hombre no escucha su orden mental.

—Señor, por favor, no se detenga —dice el soldado. Aunque es evidente que no se trata de una petición.

—No voy a permitir que me encierren aquí —asegura el tipo de la gorra, alzando la voz para que todo el mundo le oiga—. ¡Soy ciudadano americano y no he cometido ningún delito! No quiero que me encierren como a un vulgar criminal. Tengo familia y quiero…

—Señor.

Una única palabra, pero el tono es tan claramente impositivo y va acompañado del movimiento de apuntarle con el rifle que hace que el hombre de la gorra se calle.

Por un momento.

—¿Qué va a hacer? ¿Dispararme? —la voz del hombre refleja perplejidad, pero también enfado.

—Señor, le ruego que siga caminando junto a sus compañeros. Esta situación es incómoda para todos pero nos encontramos ante una emergencia nacional. En cuanto todo vuelva a su normalidad y nos aseguremos de que no está infectado, les dejaremos…

—No estoy infectado de nada, por Dios santo. ¡Vivo en Blythe, California, y no he visto ningún tipo infectado en todo el día! ¡Voy a Phoenix por trabajo!

—Señor, por favor…

—¡Tengo claustrofobia, no puede meterme ahí!

El hombre de la gorra no se ha dado cuenta de la presencia del segundo soldado que se acerca hacia él por la espalda. Le noquea de un certero golpe en la nuca, y el tipo cae al suelo, perdiendo la gorra en el camino. El soldado que ha dado el golpe le agarra por debajo de los hombros y le arrastra hacia el habitáculo número diez. Nadie se molesta en recoger la gorra.

Al entrar en el habitáculo, Duck rememora el lugar donde les tuvieron retenidos en Castle Hill. El planteamiento es el mismo en realidad. Mira a su alrededor y se siente como en un concierto que ha llenado sus entradas al noventa por ciento. Esa es la densidad humana en el interior de cada habitáculo: demasiada como para estar realmente cómodo.

Duck se pregunta cuánto tiempo durará esa crisis y cuánto tiempo tardarán en soltarles.

—¿Duck?

Se gira porque reconoce la voz de inmediato, y no es para menos. Duck ha trabajado con Gabriel durante los últimos tres años. El chico se acerca a él, empujando a un par de personas por el camino, y se abraza a Duck con fuerza.

—No sabes cuánto me alegro de verte —asegura—. ¡Tenía miedo de que hubierais muerto!

—Estoy bien.

Gabriel le mira el pecho y ve la sangre en el mono de Duck.

—No es mía —asegura este—. ¿Y los demás? ¿Están aquí también?

Gabriel niega con la cabeza.

—Cuando apareció aquel zombie… —traga saliva, le cuesta decirlo—… me entró miedo, Duck… salí corriendo y no miré atrás…

Gabriel empieza a llorar, y Duck le abraza con fuerza.

—Tranquilo. Seguro que están bien. Zoe y Richard sobrevivieron en Castle Hill, ¿no?

Con la cara pegada al cuello de Duck, Gabriel asiente. Entonces Duck se da cuenta de que varias personas a su alrededor les miran con expresiones que varían entre la incredulidad y el asombro más puro. Uno de ellos es el anciano negro con gafas de montura dorada.

—Hijo, ¿su amigo ha dicho zombie de verdad?

Están atentos mirándole y esperando la respuesta, y cuando Duck asiente con la cabeza lentamente, la reacción de los que le escuchan es de alarma. Uno de ellos se tapa la boca con las manos. Otro menta a Dios en un suspiro aterrado. Una mujer menea la cabeza compulsivamente, como si por el simple hecho de negarlo pudiera borrar lo que está ocurriendo. El anciano negro se limita a cerrar los ojos con tristeza.

—Yo vi el discurso del presidente esta mañana —dice una mujer joven junto a Duck—. Pero no creí que fuera verdad.

—Es verdad —asegura Duck—. Los muertos se están volviendo a…

—¿Pero cómo puede ser cierto? —pregunta un hombre, dos filas más atrás. La mayoría de la gente que se encuentra en el habitáculo número diez se ha agrupado en torno a Duck y Gabriel.

Duck no tiene respuesta para esa pregunta, ni para muchas otras que le hacen durante la siguiente media hora. Pero a medida que cuenta su historia, desde que fue retenido por los militares a las afueras de Castle Hill hasta que huyó de Quartzsite a bordo del co che de Dave y Kelly, el desasosiego se instala entre los que le escuchan. Los gemidos y susurros nerviosos acompañan durante todo el trayecto a su narración, y durante todo el tiempo que tarda en explicarles lo que ha vivido, Gabriel se mantiene a su lado, cabizbajo.

En algún momento mientras Duck cuenta su historia, el habitáculo número once es llenado con cien civiles más. Los soldados patrullan entre las celdas metálicas, examinando a la gente desde detrás de la protección que ofrecen las máscaras de gas. Alguno de ellos no separa en ningún momento el dedo índice del gatillo de su rifle.