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Acompáñame, tengo que presentarte a un hombre llamado Justin Folks. La infección ya se está propagando en San Francisco a pesar de todos los controles militares y las precauciones tomadas, y los hombres que conforman el convoy del FBI tendrían que haber hecho más caso del consejo ofrecido por ese soldado, pero no lo han hecho, y dentro de poco afrontarán las consecuencias.

Pero antes, te hablaré de Justin Folks, ¿de acuerdo?

Justin lleva conduciendo su camión de mercancías más de veinte años. El noventa por ciento de su trabajo es legal, pero a veces utiliza un compartimento oculto en su tráiler para transportar mercancías ilegales. Hoy en concreto lleva cincuenta kilos de heroína. La noche anterior, Justin descansó en un motel de carretera cerca de Watsonville. Tenía pensado levantarse a las ocho para reemprender su camino, pero no oyó el despertador. A eso de las diez de la mañana, un grito de mujer le hizo abrir los ojos de golpe.

Te puedes imaginar qué fue lo que se encontró al abrir la puerta de su habitación, vestido únicamente con sus calzoncillos blancos, dispuesto a ejercer de caballero andante y ayudar a la mujer que había gritado. El aparcamiento del hotel se había convertido en zona de guerra. Al menos diez o doce personas estaban persiguiendo y atacando a una pareja que intentaba llegar a su propio coche.

Justin no había estado en Castle Hill, ni tampoco en Los Ángeles, ni había visto esa mañana el discurso del presidente Jack Norton hablando sobre los muertos vivientes, así que cuando reparó en las heridas, las mutilaciones y la sangre se quedó completamente paralizado.

Tan paralizado que no se dio cuenta de que el conserje del motel se acercaba a él arrastrándose por el suelo. De haberle mirado, proba blemente Justin habría chillado. Porque al conserje le faltaban ambas piernas. La derecha parecía arrancada desde el muslo, y aún colgaban jirones de carne ensangrentados. La izquierda, desde la rodilla.

El caso es que el conserje le mordió en el tobillo, y Justin retrocedió al tiempo que lanzaba una patada y regresaba al interior de su habitación. No se molestó en vestirse. Tenía tanto miedo que simplemente cogió las llaves del camión y salió corriendo de allí.

Durante los primeros setenta kilómetros se debatió entre llamar o no a la policía. Le daba miedo que descubrieran la droga y no lo hizo, pero incluso barajó la posibilidad de deshacerse de la droga y después ponerse en contacto con la policía. Tampoco se decidió por esa opción. La gente para la que transportaba la heroína no era gente con la que se pudiera jugar.

Se olvidó de la policía al darse cuenta de que la alfombrilla estaba empapada de sangre y detuvo el camión a un lado de la carretera, lo que le valió un par de pitidos de coches que pasaron junto a él a toda velocidad. Al mirarse el tobillo se dio cuenta de que la herida era bastante más grande de lo que le había parecido en un primer momento y que la zona alrededor de la mordedura había adquirido un tono morado.

Sacó el botiquín que guardaba en la parte trasera de la cabina y lo abrió sobre el asiento del copiloto. Se echó un chorro de agua oxigenada directamente sobre la herida y lanzó un grito al sentir un escozor como nunca había sentido. El agua oxigenada burbujeó sobre la herida, y Justin mordió el volante para soportar los latigazos de dolor que le llegaron desde la pierna. Cuando se le calmó un poco, se rodeó el tobillo con una venda y apretó lo máximo que pudo.

Después se miró al espejo retrovisor y se sorprendió al ver lágrimas en sus ojos.

Luego, arrancó el motor de nuevo y siguió su camino hacia el norte.

A la altura de Pescadero, la fiebre le había subido tanto que ya no pensaba con claridad. Conducía despacio y de vez en cuando traspasaba la línea central de la carretera y regresaba a su carril dando un bandazo. Su mente se había convertido en una especie de colmena de pensamientos, donde todos se mezclaban sin lograr concretarse ninguno. Si se hubiera mirado la pierna, habría visto que se le marcaban las venas, de un extraño color marrón. Daba la impresión de tener una telaraña rodeando su pierna.

Empezaron a pesarle los ojos y a sudar copiosamente, pero estaba tan embotado por la fiebre que era incapaz de pensar en detener el camión. Iba a veinte kilómetros por hora, y a veces casi se detenía porque se olvidaba de pisar el acelerador, y cada vez llevaba la cara más pegada al cristal. Si recuerdas los últimos momentos de vida de Marcus Bodganovich, el policía de Los Ángeles, lo que le ocurre a Justin Folks en estos momentos es similar.

Y así llegamos al momento actual. Finalmente, los ojos de Justin Folks se cierran y su cabeza se inclina hacia delante al mismo tiempo que deja escapar su último aliento. Su frente queda apoyada sobre el volante y las ruedas del camión siguen rodando hasta detenerse delante de la entrada del campo de golf de Half Moon Bay.

Imagino que ahora ya eres capaz de deducir por qué tenía que hablarte de Justin Folks.

* * *

Kenny Fisher se encuentra en la entrada del campo de golf, fuera de la garita, fumando un cigarrillo. Apenas echa un vistazo hacia el camión cuando este se detiene. Está pensando en el libro que se está leyendo, una novela de Michael Conelly, repasando los últimos datos e intentando resolver el crimen planteado antes de que el autor lo resuelva por él.

Kenny es un amante de las novelas de suspense. De eso y de los cigarrillos. Es capaz de fumarse casi dos cajetillas al día y no se plantea dejar de fumar. Y la verdad, no es el tabaco lo que le matará.

Da una última calada y deja caer la colilla al suelo. La pisa con la punta de sus zapatillas y la aplasta. Desde que una novia le dijera en el instituto que dejar ardiendo una colilla implicaba nosecuantos años sin sexo, tenía por costumbre pisar todas las colillas. A veces, incluso pisaba colillas que no eran suyas.

Se da la vuelta para regresar a la garita y al libro de Conelly cuando escucha el primer golpe. Extrañado, observa el camión detenido en medio de la carretera y se da cuenta de que el conductor parece estar luchando por salir, como si estuviera encerrado y tuviera un ataque de pánico.

Kenny avanza hacia el camión.

La puerta del vehículo se abre de golpe, y el conductor, un tipo grande en calzoncillos, cae desde la cabina y choca contra el suelo de cara. Kenny se encoge como si fuese él quien recibe el dolor. Y está a punto de volver a avanzar hacia Justin Folks, pero entonces este empieza a incorporarse de nuevo, abriendo la boca y aullando.

Porque Kenny no es capaz de describirlo de otra manera. Aquel tipo, con sus calzoncillos manchados y una venda en el tobillo, está aullando mientras se levanta. Y le mira fijamente.

Da un paso hacia atrás.

Justin echa a correr hacia él.

Kenny oye el frenazo antes de ver el coche. Es un Subaru azul marino que se estrella contra el camionero, lanzándolo por los aires. Kenny le ve dar tres vueltas de campana en el aire, chocar contra el suelo y seguir girando hasta detenerse por completo en una postura absolutamente anormal, con las piernas giradas una en cada sentido y un brazo completamente desencajado del hombro.

Pero entonces, aunque en realidad parezca imposible, el hombre levanta la cabeza y Kenny ve que tiene toda la cara llena de sangre. Y actúa como cualquiera en su situación haría: corre hacia el camionero atropellado.

La conductora del Subaru, una mujer de pelo rizado y largo, sale del coche con movimientos aturdidos y una herida en la frente. Es una empleada de supermercado que iba demasiado distraída buscando un CD que poner en la radio como para ver a tiempo al conductor del camión.

—¿Está bien? —pregunta, llevándose la mano a la frente dolorida y aguantando las ganas de llorar.

Kenny no contesta, porque aún no lo sabe. El camionero está intentando moverse, y eso a Kenny ya le parece impresionantemente increíble, pero debe tener la columna rota también. Se deja caer de rodillas junto al hombre. Su cerebro apenas registra detalles como el olor a mierda que rebosa los calzoncillos de Justin o las extrañas líneas negras que aparecen en la pierna en la que tiene el vendaje y que alcanzan el borde del calzoncillo. Kenny se agacha para mirar al hombre y entonces Justin levanta la cabeza todo lo que puede y hunde los dientes en la garganta del guardia de seguridad.

La cajera de supermercado no lo ve porque está mirando al suelo, con la mano en la frente, intentando recomponerse del mareo que siente. Cuando levanta la vista, Kenny ha caído al suelo y tiene ambas manos sobre su propia garganta. Entre los dedos mana la sangre como si fuera una fuente. Patalea, debatiéndose entre la vida y la muerte.

La mujer grita y retrocede hasta que su trasero choca contra la parte de atrás del Subaru. Después se da la vuelta y se mete dentro del coche. Cierra la puerta y pone los seguros. Temblando, logra meter la llave en el contacto al segundo intento. Gira la llave, pero el motor del coche hace un amago y se detiene. Ella vuelve a hacerlo, pero no arranca. El golpe contra el cristal la hace chillar del susto.

Kenny está allí con la garganta abierta y la sangre aún saliendo de la herida. Sus ojos están inyectados en sangre y parece furioso. Golpea la ventanilla con todas sus fuerzas. La mujer se gira para buscar su bolso, que ha caído al suelo en la parte de atrás. La ventanilla se rompe en pedazos en el mismo momento en que ella logra meter la mano dentro del bolso y agarrar la culata del revólver que metió allí esa misma mañana después de ver las noticias en la tele.

—No porque crea que es cierto, sino por si acaso lo es —le dijo a su propio reflejo en el espejo.

Kenny se mete por el hueco de la ventanilla y muerde a la mujer en el pecho. Ella grita de dolor y afianza su mano sobre la empuñadura. Después se da la vuelta y dispara, sin mirar, sólo intentando librarse del tipo que se encuentra encima de ella. La bala atraviesa el hombro de Kenny y el techo del Subaru, pero el hombre no se detiene. Ella vuelve a disparar. La segunda bala hubiera matado a cualquier ser vivo en el acto al reventar el corazón de Kenny. El hombre cae hacia atrás y al suelo.

La mujer chilla de nuevo, esta vez con la euforia de una victoria al borde de la muerte. Y rompe a llorar. Y la mano en la que sujeta la pistola la suelta y el arma cae sobre sus piernas. Y ella sigue llorando y se mira la herida del pecho con asombro. La sangre resbala y está manchando todo su vestido. Y entonces Kenny vuelve a levantarse, y ella grita y trata de encontrar el arma de nuevo, pero Kenny mete la cabeza por el hueco de la ventanilla y clava los dientes en el cuello de la mujer.

Sus gritos se elevan en el aire.

Con la misma rapidez con la que llega, el Cuarto Jinete empieza a esparcirse hacia Half Moon Bay. Kenny y la cajera de supermercado acaban con la vida de un matrimonio y su hija de nueve años que salían del pueblo en dirección a Pescadero y se detienen al ver el camión, el Subaru y el cuerpo de Justin Folks, que está condenado a permanecer durante toda la eternidad tirado en esa carretera, meneando la cabeza con furia, hasta que se descomponga. Mientras devoran el cuerpo de la niña, otro coche llega en la misma dirección. En esta ocasión se trata de un hombre sólo, y al ver lo que está pasando intenta dar media vuelta y huir. El padre de la niña le persigue. No consigue darle caza, pero le pone en dirección al pueblo.

Y ahora ven conmigo, adelantemos al zombie y corramos directos hacia el lugar donde el Land Rover de los supervivientes de Castle Hill está aparcado. Y observa, porque mientras Stan, Ozzy, Mark y Paula duermen en el interior del vehículo (los dos primeros en los asientos de la tercera fila, Mark sentado en la segunda y Paula extendida con la cabeza sobre las piernas de Mark), Patrick Flanagan y Verónica hacen guardia en el exterior, de pie junto al morro del coche.

Patrick ha comprado un paquete de cigarrillos en el bar y está dándole vueltas en la mano.

—Hace cinco años que no fumo —se confiesa—. Pero hoy me apetece un puto cigarro más que nunca en la vida.

—Lo entiendo. Hasta yo le daría una calada y no he fumado nunca.

Patrick sonríe y la mira. La luz de una farola cercana crea un contraluz sobre Verónica, resaltando su figura y su perfil, colándose por entre su cabellera y haciéndola parecer aún más roja de lo que ya es. Casi como si estuviera en llamas.

—Pareces agotada. Si quieres tumbarte un rato, puedo hacer la guardia yo sólo.

—No. Me quedo a hacer mi parte. Ya dormiré más tarde.

—Si te desmayas no vas a ser de mucha utilidad.

—No me desmayaré, descuida.

Patrick no lo duda. Nunca ha conocido a ninguna mujer tan dura como Verónica Buscemi. Vuelve a mirar el paquete de tabaco, dudando. Suspira mientras lo abre y saca un cigarrillo. Vuelve a suspirar mientras se lo coloca entre los labios y busca el mechero que ha guardado en el bolsillo.

No llega a encenderlo cuando un coche patrulla pasa a toda velocidad en dirección sur, hacia la salida del pueblo. Patrick se quita el cigarro de la boca y se gira para mirar a Verónica.

—Mierda.

Se sorprenden al escuchar un derrape cerca, y un momento después, tres disparos y un alarido de dolor capaz de helar la sangre.

—Ya están aquí —murmura Verónica.

—Eso ha sonado jodidamente cerca. Vámonos.

Patrick salta al volante del Land Rover. Verónica rodea el coche para subirse al otro lado. Mark se ha despertado al oír los disparos y mira a Patrick.

—¿Ya?

—Sí.

—¿Qué vamos a hacer si cuando lleguemos a la entrada de San Mateo ya hay zombies allí?

Patrick mira a Mark a través del espejo retrovisor. Ya ha pensado en eso.

—Entonces… que Dios nos asista.

Mark asiente. Patrick conecta los dos cables para que hagan contacto y el motor se enciende. Después, mete la marcha y arranca. Si nos quedamos aquí, viendo alejarse el vehículo en dirección al centro del pueblo para después girar hacia la derecha en la carretera de San Mateo, no tendremos que esperar más de dos minutos para ver a uno de los agentes de policía que iban en el coche patrulla que acaba de pasar. Corre cojeando por una pierna en la que hay una profunda herida un poco más arriba de la rodilla, no tiene el arma porque la ha dejado caer en algún sitio, y tiene la cara desencajada por el miedo. Le veremos tropezar, caer y volver a levantarse. Los gruñidos guturales de los muertos vivientes se acercan cada vez más, y cuando miremos hacia la carretera veremos aparecer a seis de ellos, que no tardarán en dar caza al policía herido. Y puedes creerme, hay más de ellos un poco más allá, dándose un banquete con el otro policía.