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Viajemos unos cuarenta kilómetros al norte, pasando el famoso puente Golden Gate, para encontrarnos de cara con el convoy que viene desde Novato en dirección al centro penitenciario San Bruno.

Llevan casi veinte kilómetros de tráfico intenso que han ido sorteando poco a poco gracias a las sirenas y las luces giratorias del coche patrulla, pero a medida que se acercan al puente, el tráfico se detiene del todo. Jerry conduce por el centro de la calzada, con cuidado, pitando a los coches para que liberen esa zona y les permitan avanzar.

—Mira.

Más adelante, junto a la entrada del puente, tres camiones militares y dos coches patrulla bloquean por completo el acceso al puente. Están revisando los coches y dejando pasar tan sólo a los residentes de la ciudad. Al resto les obligan a dar la vuelta e irse por donde han venido.

—¿Cuántos habrá? —pregunta Jerry, refiriéndose a los soldados.

—Unos cincuenta, parece.

En varios puntos del puente han colocado sacos de arena formando montículos, dejando espacio suficiente para que los coches permitidos pasen, y hay soldados esparcidos cada veinte metros. Desde la ciudad no cruza ningún vehículo.

—Joder, jefe.

Jerry está intranquilo, pero Arthur mantiene la calma. Dos de los soldados salen al paso y levantan las manos, indicándoles que se detengan en el arcén izquierdo. Jerry obedece y detiene el coche. La furgoneta y el coche negro del FBI se detienen junto a él un momento después.

—Quédate en el coche —le pide Arthur, al tiempo que abre la puerta y sale al exterior.

Los dos militares caminan en su dirección. El agente Jim Gordon también ha bajado de su coche.

—Buenas noches —saluda Arthur.

Los dos soldados se detienen a un par de metros. El más mayor observa detenidamente a Jim y Arthur. Este se da cuenta de que no separa el dedo del gatillo ni un momento.

—Tenemos una orden de traslado —dice Jim, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta. El movimiento hace que el soldado se tense y comience a levantar el rifle. Jim se da cuenta y vuelve a sacar la mano—. Voy a cogerla —dice, abriendo la chaqueta y mostrando que no va a sacar un arma.

El soldado no se relaja. Arthur echa un vistazo al resto del dispositivo. Nunca había visto un despliegue de ese tipo salvo en las películas. Algunos de los conductores protestan cuando les piden que salgan de sus vehículos, pero los rifles de los militares resultan demasiado intimidantes como para que las protestas se alarguen.

Arthur se pregunta cuánto tardará en ocurrir un accidente. Si hubiera estado con nosotros y visto a Dave y Kelly, los dos extraños que recogieron a Duck Motton en Quartzite, morir acribillados, no se habría extrañado en absoluto. Es un hecho que cuanto más grande es la tensión, más fácil se aprietan los gatillos.

Jim le entrega la orden de traslado al soldado. Este la examina un momento y se la devuelve.

—Señor, la ciudad de San Francisco se encuentra en alerta. Tal vez deberían replantearse las opciones y enviar a sus detenidos a otra prisión.

—Agradecemos el consejo —asegura Jim, volviendo a guardarse el papel en el bolsillo interior de la chaqueta—, pero tenemos que llegar a San Bruno.

El soldado se encoge de hombros y hace un gesto a uno de los camiones militares indicándole que pueden pasar. Jim y Arthur regresan a sus coches, y el convoy se pone en marcha de nuevo.

Mientras cruzan el Golden Gate, Arthur observa por la ventanilla los sacos de arena, los soldados, los rifles, los camiones militares. Y por primera vez desde que viera el discurso del presidente esa misma mañana, siente que el miedo se instala en su cuerpo en forma de un vacío en la boca del estómago.