… hacia las luces de la ciudad de San Francisco.
Brad tiene la frente apoyada en el cristal del autobús y está sonriendo. Por primera vez en todo el día se siente feliz. O tal vez no sea feliz la palabra adecuada, pero se siente bien. Dejar atrás a esos capullos presuntuosos había sido orgásmico. Duda que siquiera se hayan dado cuenta, pero tampoco le preocupa.
Después de que llegase el autobús, y de subirse a él, le había pedido a otro pasajero que le hiciera el favor de dejarle el móvil, asegurándole que sólo sería una llamada rápida e inventándose una historia sobre que había perdido el suyo. El hombre se lo había prestado, y Brad había marcado el número de Angus McGee, el editor con el que habló la noche anterior y cuyo final a manos de los muertos vivientes Brad desconoce.
Ni siquiera consiguió tono. Le saltó el buzón de voz a la primera, y Brad esperó la señal para dejar un mensaje.
—Angus, soy Brad de nuevo —dijo, bajando la voz y dándose la vuelta para evitar ser escuchado—. He tenido problemas para llamarte esta mañana. Supongo que ya sabes de qué va todo esto, y espero que estés bien. He perdido mi teléfono, así que te llamo esta noche. Buscaré un hotel y te llamo desde la habitación.
El resto del viaje, Brad lo había pasado pensando qué haría si resultaba que Angus McGee estaba muerto. Porque McGee vivía en Los Ángeles.
A medida que el autobús se fue acercando a San Francisco y las luces de la gran ciudad se hicieron más evidentes, Brad comenzó a relegar esos pensamientos al fondo de su cabeza. Ahí estaba de nuevo la civilización, y viendo todos los coches, las luces y el movimiento, parecía insano pensar en muertos vivientes. Y había muchos editores en San Francisco, seguramente tan buenos como Angus McGee y dispuestos a desembolsar una buena cantidad de dinero por una gran historia como la que él tenía que contar.
El tráfico comenzó a espesarse un poco antes de llegar a la ciudad, y se volvió lento, obligándoles a pasar ratos completamente quietos, cuando faltaban dos kilómetros para llegar. A medida que se fueron acercando, Brad comprobó que había un control militar y policial bloqueando la carretera. Revisaban todos los vehículos antes de dejarlos pasar.
Una punzada de miedo sube por la garganta de Brad. Tan sólo tienen cuatro coches por delante para que les toque a ellos, y Brad puede sentir el nerviosismo del resto de pasajeros en el autobús. Y los constantes murmullos y susurros son como el oleaje del mar escuchado desde la costa.
La existencia de esos controles significa que temen que el virus se esparza.
La puerta del autobús se abre. Un militar sube a bordo, portando un fusil, y se detiene junto al conductor. Cuando habla, alza la voz para que todos puedan oírle.
—Disculpen las molestias, pero les voy a pedir que me enseñen brazos, piernas, cuello y hombros, y que se suban las camisetas para dejar a la vista pecho y espalda.
—¿Se puede saber por qué? —pregunta un hombre en una de las primeras filas.
Brad empieza a desabrocharse el mono azul.
—Señor, anoche hubo un estallido vírico en Los Ángeles y estamos luchando para prevenir que vuelva a ocurrir.
—¿Quiere decir que la rueda de prensa de esta mañana fue cierta? —pregunta el mismo hombre, absolutamente asombrado.
—Sí, señor.
—Creí que se trataba de una campaña publicitaria de algo. O de un experimento sociológico. El equivalente del nuevo siglo a la Guerra de los Mundos…
—Caballero, le pediré una vez más que por favor, se desvista para que pueda inspeccionarle. Hay demasiada…
—No voy a desnudarme delante de usted —asegura el hombre.
Brad levanta la cabeza por encima de los asientos para poder mirarle. Es un señor de cincuenta y tantos, con el pelo blanco perfectamente peinado con raya a un lado y vestido con un traje gris con finas rayas. Todo el autobús contiene la respiración, esperando la réplica del soldado, pero este se limita a coger la radio.
—Teniente, soy el soldado Hanks. En el autobús tengo un trece-A.
—¿Qué es un trece-A? —pregunta el tipo del traje.
—Alguien que se niega a obedecer, señor —responde el soldado, en un tono tan calmado que Brad siente otro escalofrío recorrerle la espalda. Después, el soldado Hanks se gira hacia el resto y vuelve a hablar—. Señores, señoras… no tenemos todo el día.
Brad se pone en pie, con el mono azul en la mano derecha y completamente desnudo excepto por los calzoncillos.
—Yo ya estoy —dice—. Si no le importa, me gustaría salir y continuar a pie.
El soldado le hace un gesto a Brad para que se acerque. Siente las miradas de todos los pasajeros clavadas en él, y se ruboriza. Se detiene delante del soldado y da una vuelta, para que le observe por detrás.
—Salga del autobús.
Brad obedece. Al mismo tiempo que él pisa la calle, tres militares más llegan al autobús, pasan junto a él y suben. Brad se pone el mono azul lo más rápido que puede y echa a andar hacia el interior de la ciudad. Sólo vuelve la vista atrás cuando oye la voz aguda del hombre del traje gris, gritando que están cometiendo una violación de sus derechos y blablablá. Los tres militares que acaban de subir al autobús se lo están llevando a rastras hacia un local situado a la derecha de la calle con las ventanas tapadas con lonas militares.
—Siga caminando, señor.
Brad se sobresalta, y a punto está de tirar la cámara al suelo. Se gira hacia el soldado que tiene a su lado, asiente como un niño bobo, y sigue andando hacia la ciudad, pensando que más le vale al tipo del traje gris aceptar desnudarse dentro de ese local si no quiere recibir un expeditivo y fulminante disparo en la nuca. Brad lo ha visto hacer, así que tampoco le sorprendería lo más mínimo.