La finca de Sandra Ridgewick es la número tres de la calle Stanton. La número uno es la finca más grande de todo el complejo San Mateo. Con veinticinco mil metros de parcela, mil de ellos con una plantación de árboles frutales, la piscina mide cincuenta metros de largo y los azulejos del fondo forman el dibujo de una gran letra C.
La casa, de estilo moderno, pertenece a la familia Collins. A lo que queda de ella, porque Bill Collins murió tres años atrás en un accidente aéreo. Bill era diseñador de interiores, y la decoración de su casa le parecería estridente a mucha gente, pero él la defendía en base a teorías feng shui. Ya sabes, paredes de colores, muebles con contrastes, velas y plantas en todas las habitaciones, cuadros extraños…
El labrador que persigue a toda velocidad la pelota de tenis se llama Pluto, tiene cinco años de edad, que en edad perruna son unos cuantos más, y adora con toda su alma al niño que le lanza una y otra vez dicha pelota. El chico, al que puedes ver allí de pie, se llama junior Collins y tiene ocho años. Su madre asegura que es el vivo retrato de su padre, pero que las orejas las sacó de ella. Y a ver quién le discute nada a una madre.
Pluto agarra la pelota y regresa junto al crío, meneando el rabo con evidente satisfacción y la lengua colgando entre los dientes. Deja la pelota en el suelo, junto a los pies descalzos del niño, y agradece con un gruñido de placer las cosquillas que le hace junior en la cabeza, justo detrás de las orejas, como a él le gusta. Después Junior se agacha para recoger la pelota, y Pluto se pone a dar vueltas a su alrededor, esperando el lanzamiento.
—¡Corre, Pluto! —grita Junior, lanzando la pelota de tenis hacia la piscina.
Pluto corre a toda velocidad, como si le fuera en ello la vida, y cuando la pelota cae al agua, se lanza tras ella, salpicando agua en todas direcciones.
—Ups —dice Junior, sabiendo la que le espera.
Hay tres tumbonas junto a la piscina, pero sólo una de ellas estaba ocupada. Cameron, la hermana de Junior, estaba tumbada, con su bikini negro, los ojos cerrados y los cascos del iPod puestos, seguramente escuchando música pop, pero cuando el agua la salpica, se levanta dando un grito y se quita los cascos de un golpe.
—¿Eres imbécil o qué? —le grita.
—Perdón.
—Como vuelvas a lanzar la pelota al agua te juro por Dios que la rompo en mil pedazos, idiota.
Ajeno a la bronca, Pluto regresa junto a Junior, deja la pelota en el suelo y se sacude empapando al niño, que tiene que aguantar una carcajada.
Cameron vuelve a ponerse los cascos y echa un rápido vistazo hacia la casa de los Ridgewick antes de volverse a tumbar. La ven tana que sobresale por encima de la valla que separa ambas fincas está oscura. Eso quiere decir que Neil no está en casa. Cameron se ha dado cuenta de que a veces Neil la observa desde esa misma ventana cuando ella está tomando el sol o bañándose, y eso le produce cierta sensación de placer.
Cameron tiene dieciséis años, cuatro menos que Neil, y nunca ha hablado con él. Hasta hace un par de meses, ni siquiera se había fijado en él realmente, pero después le había visto mirarla desde la ventana y se había sentido adulada.
Cameron es una chica guapa, y además es consciente de ello. Rubia, con los ojos marrones y las mejillas llenas de pecas que le añaden dulzura a un rostro de por sí dulce, con un cuerpo que aún está formándose pero que muestra ya unas sugerentes curvas. Varios chicos de su clase le han pedido salir en alguna ocasión, y se ha besado con dos de ellos, pero la verdad es que le parecen unos críos tontos. Neil, por otro lado, es mayor, y tiene coche. Salir con un chico mayor, con coche, parece toda una aventura a los dieciséis años.
No importa que haya oído en más de una ocasión que Neil Ridgewick es mala compañía. A los dieciséis años ese tipo de comentarios suelen resbalar y caer en saco roto.
Sin embargo, a pesar de saber que la observa por la ventana, aún no ha conseguido hablar con él. Bueno, en realidad Carneron quiere que sea Neil quien le diga algo, y tampoco es que se encuentre con él en ningún sitio para favorecer la posibilidad de una conversación.
Lleva cuatro días sin notarle en aquella ventana. Nunca había pasado tanto tiempo sin verle. Se pregunta si tal vez no le gustó lo que vio, y si tal vez no debería haber hecho lo que hizo. Cameron sabía que él estaba allí mirando, así que ella se había quitado la parte de arriba del bikini, intentando parecer casual, dejando a la vista sus pechos. Había jugueteado con el bikini un rato, sin mirar nunca directamente a la ventana pero observando por el rabillo del ojo. Y él había permanecido allí, mirándola. Después se había puesto de nuevo el bikini y se había tumbado, preguntándose si después de eso él tomaría valor para acercarse a ella y pedirle salir.
Cameron fantaseaba con una cita con Neil Ridgewick. En su mente, era una especie de caballero andante que hacía gala de unos modales exquisitos para convertir aquella cita en un paraíso de comedia romántica.
No le había vuelto a ver, y ahora está frustrada.
Así que dejémosla tumbarse de nuevo, colocándose los cascos en las orejas, y regresemos junto a Junior, que camina hacia la casa rascando la cabeza de Pluto. Ese tipo de gestos que los humanos hacemos de forma distraída pero que son un mundo para los animales. Junior se detiene junto a la puerta. Pluto le lame la mano.
—¡Mamá! —llama a voz en grito.
Marsha Collins aparece desde el pasillo que lleva a las habitaciones de la planta baja.
—¿En qué momento te convertiste en un frutero de mercadillo, Junior?
Es su forma de preguntarle por qué carajo grita.
—¿Puedes traerme una coca cola, porfa? —pregunta, intentando poner su mejor cara de niño bueno—. Estoy mojado.
—¿Pluto se ha vuelto a bañar? —Marsha pone los ojos en blanco y menea la cabeza—. Que no entre en casa mojado, ¿eh?
Junior niega enérgico. Marsha entra en la cocina, coge una lata de Coca Cola y se la lleva a su hijo. Le revuelve el pelo, que el pequeño tiene cortado al estilo de su cantante favorito, un tal Justin Bieber que a Marsha le da un poco de grima.
Todo el mundo tiene cadáveres en su armario, ya lo sabes. El de Marsha se llama Bruce Morris, al que seguramente recuerdes porque es el padre del pequeño Axel y marido de Rachel, a los que hemos conocido hace un rato junto a la puerta de Ace Hall.
Bruce Morris y Marsha Collins se acuestan desde hace dos años. Ya se acostaban cuando Axel fue concebido, si haces las cuentas. Y obviamente nadie lo sabe. Todo empezó después de que se encontraran en una convención en San Francisco, tontearan durante toda la noche y acabaran acostándose en la habitación de hotel de él. Marsha se sentía sola desde la muerte de su marido y se dejó llevar durante toda la noche. Después vinieron los mensajes de texto, donde él siempre se mostraba encantador, y las citas en hoteles, casi siempre en el Granada. Alguna vez se había cruzado con él en la urbanización, acompañado de su mujer al principio, y de su mujer y su hijo ahora, pero ella se limitaba a saludarles y pensar en otra cosa, como si aquel hombre no fuera el mismo con el que se acostaba.
Lo es, y Marsha Collins es consciente.
Y le da igual.
Pero dejemos ahora la casa de los Collins, porque quiero que regresemos a la calle principal y lleguemos hasta la última casa del complejo. Las tres anteriores las pasaremos de largo porque se encuentran vacías en esta época del año, pero la última es también una residencia a tiempo completo y en ella viven Rodger y Emma Walters junto a su hijo Shane.
En este momento se encuentran los tres en la casa, en el salón principal, situado en la planta baja. Rodger está terminando de colocar los cubiertos en la mesa, y Emma coloca una fuente de patatas fritas en el centro. Shane, que tiene veinte años y aspecto de tener cinco menos debido a su rostro aniñado y al acné que recubre su frente, está tirado en el sofá con el mando de la Play en las manos. Está jugando a un juego de coches.
—Shane, vamos a comer.
El chico aprieta un botón para detener el juego y tira el mando al sofá. Rodger se sienta a la mesa, en la cabecera y empieza a servirse patatas mientras Emma regresa a la cocina a por el resto de la cena.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta Rodger.
—Mejor, papá.
Shane estudia en la universidad de San Francisco. Una semana atrás le dijeron que tenía gripe y el chico regresó a casa para pasarla. Esa fue, al menos, la excusa que dio a sus padres. Apenas pasaba de un resfriado común, pero Neil Ridgewick le había llamado para contarle que se había hecho con una marihuana que era el nirvana de las marihuanas, y cuando Neil hablaba así había que creerle. La perspectiva de pasar una semana en casa fumando maría con los colegas le atraía bastante más que asistir a clase. En San Francisco no había hecho ningún amigo de verdad, no como Neil, Rick y Peter, al menos. Y sabía que no podía alargar más su estancia en casa, lo cual le deprimía un poco en realidad.
—¿Cuándo piensas volver?
Shane se encoge de hombros, pero se da cuenta de que su padre está esperando una respuesta mucho más concreta que esa. Es complicado mantener la cobertura de una enfermedad cuando te escapas la mayor parte del día para fumar con los amigos.
—¿Pasado mañana? —pregunta.
Rodger parece aceptar la respuesta, y Shane refugia la mirada en su plato. Entre cero y cien, lo que le apetece regresar a la residencia universitaria donde se aloja es un número negativo.