Vamos, acompáñame, seré tu guía mientras realizamos una buena visita turística al complejo urbanístico San Mateo.
Bordeado por un muro de dos metros y medio surcado de cámaras de vigilancia cada cien metros, San Mateo fue portada de revistas cuando fue construido, allá por los ochenta, porque varias estrellas de cine lo eligieron como un buen lugar en el que tener una segunda vivienda. Es más, Harrison Ford aún es dueño de una de las casas, aunque lo cierto es que no la visita desde hace años y no, no se encuentra ahora aquí por lo que no podrás verle. Aquella época fue positiva para Half Moon Bay, que vio incrementado su turismo de forma exponencial, así como el valor de su terreno. Época de vacas gordas lo llamaron.
San Mateo ya no es tan exclusiva como lo fue en un principio, pero sigue siendo una urbanización para gente de alto nivel adquisitivo. La parcela más pequeña que se encuentra en su interior tiene tres mil metros cuadrados. La más grande, que no es la de Harrison Ford por si te lo estabas preguntando, tiene veinticinco mil. Todas ellas tienen piscina y hermosos jardines con palmeras.
Pero vamos, acerquémonos a la puerta de entrada de la urbanización, antes de que llegue la falsa familia perfecta. Observa la imponente verja de casi tres metros de alto, de hierro macizo pintado de sobrio negro. En lo alto, por encima de la altura del muro que parte desde ambos lados para rodear el complejo, las letras SAN MATEO están pintadas de color plata, formando un arco sobre la verja de entrada.
Nada más entrar en el complejo, a la izquierda de la verja, hay una pequeña construcción de piedra, con el techo rojo, del tamaño de una pista de pádel. La parte derecha del pequeño edificio, a partir del metro y medio de altura, es un gran ventanal por el que el guardia de seguridad puede inspeccionar los coches que se acercan a la en trada. Dentro del edificio hay tres estancias y un cuarto de baño. La estancia principal es la que está dominada por el gran ventanal, y en ella hay una cómoda silla giratoria y una larga mesa de madera sobre la que están los seis monitores que recogen las imágenes de todas las cámaras de seguridad que rodean el perímetro y que se encuentran en las calles del complejo. Es, digámoslo así, el Centro de Mando.
Las otras dos estancias son un vestuario con varias taquillas y un pequeño cuarto dominado por un aparato de casi dos metros de alto y lleno de cables y luces donde se guarda la información de las cámaras de seguridad durante dos semanas, antes de ser borradas de forma automática y sustituidas por nuevas grabaciones.
La chaqueta del guardia de seguridad que se encuentra en activo en este momento está colocada sobre el respaldo de la silla giratoria, en el Centro de Mando. A la izquierda, a la altura del pecho, hay una pequeña placa negra, con el borde rojo y letras plateadas en las que se puede leer Tyrone King.
Pero el dueño de esa chaqueta no se encuentra en el Centro de Mando, ni tampoco en ninguna de las otras dos habitaciones del edificio. Salgamos. Encontraremos a Tyrone a la vuelta del edificio, donde da la sombra, en una postura que es bastante habitual en él: erguido y con las manos apoyadas en la cadera, como Peter Pan. Tyrone es un hombre negro de metro ochenta y cinco, delgado pero fibroso, con el pelo corto. En este momento está hablando con otro hombre, un tipo blanco, de unos cincuenta, unos diez centímetros más bajo que el guardia de seguridad, de constitución grande aunque sin llegar a ser gordo. Su nombre es Tom Ridgewick. Lleva un traje gris bastante elegante, con la corbata aflojada y la americana abierta. Antes de que me preguntes por qué no se la quita, con este calor, deberías entender que para Tom Ridgewick lo más importante del mundo son las apariencias. Tom es propenso a sudar, más cuanto más calor hace, y ahora su camisa marca esa humedad bajo las axilas y por la espalda. No se quitaría la camisa en esas condiciones ni aunque tuviera que utilizarla para salvar su vida.
Tom emite cierto aire de prepotencia y soberbia. Él cree que la imagen que refleja es de seriedad y constancia en el trabajo, pero a cualquiera que le preguntes y no tema responder te dirá lo mismo que yo. Es dueño de una empresa que se dedica a la importación y exportación de ropa y maneja con mano de hierro su negocio, así como a sus empleados.
Es un hombre del cual te dirán cosas tan distintas según a quien le preguntes, que creerás que están hablando de dos personas diferentes. Porque Tom Ridgewick puede ser el mismísimo diablo con la gente que trabaja para él, sobrepasando el límite del despotismo en ocasiones, y sin embargo, se convierte en un auténtico vendedor de sueños cuando se trata de hacer negocios o aparentar frente a la gente.
En el momento en que el Land Rover se detiene frente a la verja, Tom y Tyrone conversan de forma casual y banal sobre la última jornada de la NBA. Ambos se giran para mirar el coche desconocido, y el guardia le hace un gesto a Tom antes de acercarse con paso tranquilo y despreocupado. Aprieta un botón del llavero que cuelga de su cinturón y la puerta comienza a abrirse desplazándose hacia la derecha.
Al mismo tiempo, Verónica aprieta el botón que hace bajar su ventanilla. En el asiento trasero, Mark le da un beso en la frente a Paula y le recuerda, en un susurro, que llame mamá a Verónica y papá a él mismo.
Junto a la esquina del edificio que hace las veces de garita de seguridad, Tom Ridgewick examina a los ocupantes del vehículo.
—Buenas tardes —saluda Tyrone, adoptando una vez más su postura Peter Pan—. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Sí —responde Verónica, extendiendo en sus labios una sonrisa absolutamente seductora—. A mi marido y a mí nos gustaría ver una casa que está a la venta… Cariño, ¿tienes tú el catálogo?
—Sí, aquí está.
Mark le entrega el catálogo de pisos a Verónica. Tyrone saluda con la mano a Paula y le sonríe amable. La niña agita su mano para devolverle el saludo.
—Esta casa —dice Verónica, señalando una página del catálogo.
—Yo me ocupo, Tyrone.
Tom se ha acercado al coche y se encuentra junto al capó, con los brazos cruzados sobre el pecho y la corbata de nuevo ajustada al cuello. Se acerca a la ventanilla abierta y ofrece su mano a Verónica.
—Tom Ridgewick —se presenta—. Administrador jefe de San Mateo.
Verónica estrecha la mano de Tom.
—Verónica Buscemi. Ellos son mi marido, Mark, y nuestra hija, Paula.
Tom saluda a Mark con un gesto de la cabeza y le sonríe a la niña.
—Hola, pequeña. ¿Cuántos años tienes?
—Seis —responde Paula con timidez.
—¡Qué mayor! —contesta Tom, intentando parecer agradable. Después vuelve a mirar a Mark y a Verónica. A ella le da la impresión de que en realidad les está evaluando, y le sonríe.
—Sé que hemos venido sin avisar…
—No se preocupen, no hay ningún problema —Tom muestra una sonrisa que es todo dientes y que a Mark le hace pensar en tiburones. Después, mira a Tyrone, que ha retrocedido hasta la puerta de la garita—. Iré con ellos, Ty.
El guardia hace un gesto de asentimiento. Tom rodea el coche por la parte delantera. Verónica actúa de forma rápida. Agarra una fina chaqueta de lana de la bolsa de ropa que compró en Buttonwillow y la cuelga en el volante, de forma que la tela tape los cables que quedaron al aire tras forzar el vehículo. Tom abre la puerta del copiloto en el mismo momento en que Verónica termina de hacerlo y se recuesta de nuevo. Sonríe al hombre cuando este se sienta y señala hacia delante.
—Cuando llegue a la primera bifurcación, gire a la izquierda.
—Claro.
—Y díganme, ¿qué les ha traído a Half Moon?
—Estamos hartos de San Francisco —responde Mark desde el asiento trasero—. Cada vez es más ruidosa y hay más gente. La verdad es que nos gustaría encontrar un sitio tranquilo, junto a la costa. Y Half Moon está bien comunicado y está cerca de la ciudad.
—Sí, es una maravilla. El placer de un pueblo pequeño con la comodidad de poder acercarte a la gran ciudad cuando te apetece.
—No lo hubiera definido mejor —asegura Mark.
—Aunque, os lo aseguro, al final acabas haciendo toda tu vida en el pueblo —asegura Tom con una risotada—. No quiero ser entrometido, pero la finca Hollister es bastante cara… ¿A qué se dedican?
A Mark le da la impresión de que ese hombre en realidad sí quiere entrometerse y que de lo que respondan al aparentemente inofensivo interrogatorio dependería la venta de la finca Hollister, si esto fuera un interés de compra real. A Mark le parece que los señores Hollister ni siquiera llegan a oír hablar de los compradores a los que Tom Ridgewick no da el visto bueno.
—Tenemos una empresa de vinos.
—¡Oh! —exclama Tom—. Qué interesante.
Mark cree que miente. Paula le aprieta la mano con fuerza. Al mirar a la niña, se da cuenta de que ella lo está haciendo de forma involuntaria y que está mirando a Tom con el ceño fruncido.
Verónica hace girar el Land Rover.
—La segunda casa —indica Tom—. Les va a encantar. La verdad es que es una preciosidad.
Pero bajémonos del coche, porque aún tenemos que visitar el resto del complejo y tampoco disponemos de todo el tiempo del mundo. El mundo, de hecho, se está quedando sin tiempo. Mientras el Land Rover y sus ocupantes se dirigen a la segunda casa de esa pequeña calle, la finca Hollister, nosotros nos quedaremos en la primera casa.
El sonido que oyes es una segadora, pero ahora llegaremos a ella. La puerta de la finca está abierta, pero que no te sorprenda ese detalle. En San Mateo, nadie cierra las puertas de sus jardines. Incluso hay quien tampoco cierra la puerta de la casa, de hecho. Un letrero nos informa que la finca responde al nombre de Villa Carlota. La casa tiene dos plantas, un gran porche cubierto en la parte delantera, y su jardín está perfectamente cuidado. Cinco palmeras crean una agradable sombra junto a la piscina. Bajo ellas hay dos tumbonas y una mesita auxiliar. La valla de madera blanca que bordea la finca va acompañada por pequeños rosales.
Al fondo, junto a una pequeña cabaña de madera construída en la esquina este de la finca, y que los dueños utilizan para guardar el material de la piscina, un hombre con un mono verde y la camisa remangada pasea lentamente empujando la segadora. Su nombre es Pablo Collantes y es un colombiano de treinta y cinco años y aspecto de surfero. De hecho, si te acercas a él, comprobarás que lleva al cuello un colgante hecho con pequeñas caracolas marinas. El surf es su mayor devoción, pero también toca la guitarra, y bastante bien, además. El trabajo de jardinero le permite estar al aire libre y ganar un dinero al mes que le permite sobrevivir. Sería incapaz de pasar ocho horas al día metido en una oficina, así que en realidad está contento de tener ese trabajo.
Además, la mayoría de la gente de San Mateo le cae bien. No todo el mundo, por supuesto, pero sí la mayor parte. En especial, le tiene cariño al matrimonio que vive en Villa Carlota. Los Finney son tan adorables como auténticos, y siempre le ofrecen algo de beber cuando está trabajando en su jardín. Y él adora la limonada casera que hace la señora Finney. Está tan rica que una vez él le preguntó por qué no la comercializaban. Abigail Finney se había reído a carcajadas y le había respondido que había cosas que perdían su encanto cuando se masificaban y ella se negaba a que la receta de limonada de su familia, que pasaba de generación en generación desde hacía no sé cuántos años, se desvirtuara de esa manera.
A Pablo le parecía bien. Mientras siguiera ofreciéndosela cada vez que pasaba por su jardín, él sabía que aceptaría gustoso.
Mírales, allí están, saliendo por la puerta. Los Finney son dos entrañables ancianos de pelo blanco. Albert camina ayudado por un bastón cuya empuñadura es de marfil. Según le contó a Pablo en una ocasión, mientras disfrutaba de un buen vaso de limonada de la señora Finney, por supuesto, recibió un disparo en Vietnam que se curó bien y le permitió hacer una vida del todo normal, pero que había regresado en su vejez para hacerle la puñeta.
Así lo explicó entonces y así lo recordaba Pablo.
Albert y Abigail se sientan en uno de los sillones que tienen en el porche. Él lleva un periódico doblado debajo del brazo, que abre en cuanto se sienta. Ella lleva puesto un colorido vestido que parece extrañamente anacrónico en ella. Es un vestido que llevaría una chica joven sin problemas. Pero Abigail Finney siempre ha sido así en realidad, nunca le ha importado que la miren raro, porque sigue sintiéndose joven de mente. Y Pablo, que les conoce un poco, juraría ante quien fuera que Abigail Finney era más avispada y capaz que muchos jóvenes que él mismo conoce.
Salgamos de Villa Carlota y dirijámonos de regreso al camino principal de San Mateo. Una vez llegamos al cruce, a la derecha nos queda la finca que pertenece a Tom Ridgewick y, al fondo, la garita del guarda y la puerta. No tenemos nada que ver en esa dirección, así que giramos hacia la izquierda.
La primera casa, cruzando la calle, no tiene letrero con nombre. Es una de las fincas pequeñas, con una parcela de tres mil metros cuadrados y pertenece a Ace Hall, el hombre de pantalones cortos a rombos y el polo de golf que se encuentra junto a la piscina intentando recuperar el reloj de muñeca que se le ha caído al agua, utilizando para ello un limpiador de hojas.
Cercano a los cuarenta, Ace es de constitución atlética. De familia acomodada, cobra un sueldo generoso por figurar en la empresa familiar como asesor y pasarse por la oficina de San Francisco un par de veces por semana a supervisar el papeleo. Por lo general, dedica la mayor parte del tiempo a sus hobbys, y estos suelen tener que ver con los deportes, en su gran mayoría.
Su madre siempre decía que Ace era hiperactivo, y puede que fuera verdad. Estar quieto le pone nervioso y desde pequeño siempre estaba practicando algún deporte. Ahora, le gusta alternarlos. Ciclismo, sí. Windsurf, sí. Golf, sí, aunque le aburre. Tenis, sí. Submarinismo, sí.
Todo lo que suponga un reto atrae a Ace Hall como la miel atrae a los osos. Eso le ha llevado a correr maratones, participar en regatas, lanzarse en paracaídas, incluso realizar una triatlón, y, su joya de la corona, apuntarse al reality Survivor. Para él, jugar en Survivor no era una cuestión de dinero, sino una posibilidad de demostrarse a sí mismo que podía vencer el reto físico y mental que ese programa exige a sus participantes, imponerse en los retos y en la estrategia necesaria para expulsar a sus compañeros y convencerles de merecer el voto final. Y tal y como se lo había propuesto, lo había logrado. Hubo ocasiones en que pensó que no lo lograría y sería eliminado, pero logró imponerse a sus diecinueve contrincantes y vencer en la final por seis votos contra cuatro, llevándose el título de único superviviente y el cheque por un millón de dólares que viene con él.
Al oír los dos golpes, Ace se gira hacia la puerta. La mujer que le saluda desde la puerta, junto a un carrito de bebé, es Rachel Morris. Ace le devuelve el saludo, deja el limpiador en el suelo, junto al borde de la piscina y camina por el césped hacia la puerta. Va descalzo.
—¡Hola, Rachel! —saluda, al acercarse—. ¿Qué tal está Axel?
—¡Muy bien! —responde ella, dándole dos besos en las mejillas cuando él abre la puerta—. Hoy ha empezado a gatear.
Ace se agacha para mirar al pequeño Axel Morris, que le contempla sentado en su silla con sus grandes ojos verdes abiertos de par en par. Lleva puesto un pantalón vaquero y una camisa de polo Ralph Lauren, todo tan pequeño que a Ace le parece que una manga de una camisa suya bastaría para crear la ropa del pequeño.
—Muy bien, enano. Te estoy esperando para echarnos unas carreras en cuanto empieces a caminar —le dice, señalándole con el dedo.
Axel contesta dando un grito ininteligible. Ace suelta una carcajada y se levanta para mirar a la madre. Rachel es joven, tiene treinta y un años, de pelo cobrizo que ahora lleva recogido en una trenza que le hace parecer aún más joven. Claramente, los ojos verdes, Axel los ha heredado de ella. Rachel es bajita, apenas debe llegar al metro sesenta, y delgadita, aunque de pechos grandes. Tiene ese tipo de nariz tan americano, con la punta ligeramente elevada, y los dientes perfectos.
Antes solía trabajar en una editorial de libros de texto, pero desde que se enteró de que estaba embarazada dejó el trabajo para dedicarse a tiempo completo a ser madre. A veces decía que tal vez volvería a trabajar más adelante, pero estaba casi segura de que no lo haría. Con el sueldo de Bruce tenían suficiente para vivir de forma muy cómoda, y él siempre le había insistido para que dejara aquel trabajo.
—¿Te importaría prestarme unos huevos? —le pregunta a Ace.
—Si tengo, por supuesto que no.
Ace le hace un gesto para que pase, y Rachel empuja el carro por el caminito de entrada que lleva hasta la puerta de la casa. Se detiene allí mientras él entra en la casa y rebusca en su despensa. Al poco, sale con una bolsa de plástico en la que hay media docena de huevos.
—Con cuatro me basta, en realidad.
—No te preocupes. Tengo seis más en la nevera.
—Gracias. Es que alguien, y no miro a nadie —dice, mirando con una sonrisa al pequeño Axel, que se ríe como si entendiera—, ha tenido una tarde de aúpa y no me ha dado tiempo a ir a la compra.
Ace le quita importancia con un gesto de la mano. Se da cuenta que ella quiere preguntarle algo más, y se imagina de qué se trata.
—¿Puedes creerte lo que ha pasado en Los Ángeles?
Ace respira hondo antes de contestar.
—Al principio tengo que confesar que no. Es tan… irreal. La verdad es que, si te soy sincero, una parte de mí sigue sin creerlo.
—Zombies…
—No puedo oír esa palabra sin reírme —responde él, sonriendo—. Y por lo que dijeron en la tele, se ve que es grave, pero joder…
Acompaña a Rachel hasta la puerta, se despide de Axel haciéndole cosquillas en la tripa, a lo que el niño contesta con una sonora carcajada, y después le da un beso en la mejilla a ella. Se queda un momento en la puerta mirándola mientras ella camina de regreso a su casa. En ese momento le suena el móvil, y responde al mismo tiempo que cierra la puerta y se da la vuelta, olvidándose por completo del reloj que descansa en el fondo de la piscina y que a estas alturas ha quedado completamente inutilizado.