12

Duck corre sin saber hacia dónde se dirige, lanzando constantes miradas atrás para comprobar si le siguen. Hace rato que no ve ningún muerto viviente, y por algunas de las calles por las que pasa, la gente pasea con absoluta normalidad ajenos al caos que se ha desatado en la gasolinera, y algunos de ellos incluso le miran como quien mira al tipo loco que cruza una calle arrastrando con él un carrito de supermercado lleno de basura y chatarra y hablando consigo mismo sobre el fin del mundo y los ovnis que vendrán a rescatar a nuestras vírgenes. Existen, te lo aseguro. Los locos, me refiero.

Está demasiado aterrorizado para pensar que debería advertirles de lo que está ocurriendo en el pueblo para que intenten salvar su vida. Y podemos estar seguros de que es una suerte, ¿no crees? No sólo porque exista la posibilidad de que crean que está loco, también porque, si pensamos de forma proactiva, toda la gente que va dejando atrás se convierte automáticamente en carnaza.

Corre por una calle con ligera pendiente descendente, con casas unifamiliares a ambos lados, pintadas de madera blanca con tejados rojizos y ventanas rectangulares de marcos también rojizos, y con pequeños jardines en la parte delantera. Y Duck no está habituado al ejercicio físico. Hace tiempo intentó encontrar una rutina de gimnasio que le atrajese pero apenas aguantó un mes antes de que el aburrimiento se apoderara de él y dejara de pagar el gimnasio. A medida que corría, después de huir de la gasolinera, su respiración se volvía más agitada. Le empieza a doler el costado, y ni siquiera la adrenalina le permite seguir corriendo.

Se detiene e intenta calmar su respiración. No deja de mirar hacia atrás, atento a todo movimiento. Escucha la voz de un hombre a su derecha.

—¡Vamos, Kelly!

La mujer a la que apremia está en la cuarentena, es una mujer regordeta con el pelo moreno recogido en una coleta desarreglada que carga con una maleta enorme, arrastrándola a duras penas. El hombre, también cuarentón, aún mantiene parte del físico musculoso que debió lucir en su juventud, adornado ahora con una barriga cada vez más prominente. Mantiene abierto el maletero de un pequeño Chevy con una mano mientras con la otra guarda y coloca otra maleta en su interior. Al verles, Duck cruza la carretera hacia ellos.

Cuando le ven, la mujer se detiene en mitad de la rampa del garaje. El hombre se gira, y al advertir su cercanía, suelta el maletero y se aparta un paso del coche, examinando con ojos frenéticos a Duck, que alza las manos, intentando parecer inocente y amigable.

—¡No me han mordido! —exclama.

El hombre regresa junto al coche y rebusca en el maletero hasta dar con un bate de baseball. Señala a Duck con él.

—¡Márchese por donde ha venido! —ordena.

—Por favor, necesito ayuda —suplica Duck—. No soy de aquí y…

—¡Largo, joder! —grita el hombre, dando un paso hacia él y echando el bate hacia atrás, dispuesto a lanzar un golpe.

Duck vuelve a levantar los brazos, con las palmas extendidas.

—¡No, escúcheme un momento, por favor!

—Dave, tal vez deberíamos…

—¡Cállate, Kelly! —ordena el hombre.

Y al hacerlo, gira la cabeza hacia ella. Apenas es una décima de segundo, pero es suficiente para que Duck se mueva, y su movimiento sólo podemos entenderlo por la tensión y el agotamiento que arrastra desde que la crisis se inició en Castle Hill. Recordemos que no ha dormido nada desde el día anterior, hace ya más de veinticuatro horas. Así que, cuando el hombre de barriga prominente gira la cabeza para ordenarle a su mujer que guarde silencio mientras él resuelve ese asunto de hombres, Duck echa a correr. Y Kelly grita al verlo. Y Dave, asustado por el grito de su mujer, lanza un golpe a ciegas que no encuentra nada más que aire porque Duck no corre hacia él, sino hacia el pequeño Chevy. Abre la puerta y salta al interior. El grito de la mujer se torna aún más angustioso y ella también corre hacia el coche. Duck se golpea la cabeza con algo rígido, y tarda un momento en darse cuenta de que se trata de una silla de bebé y que se encuen tra mirando frente a frente a un niño de unos tres años que le sonríe divertido con una sonrisa a la que le falta un diente de la fila de abajo.

—¡Mi niñoooooo! —está gritando Kelly, intentando abrir la puerta del lado contrario.

Dave se asoma en ese momento junto a Duck.

—¡Salga del coche, de inmediato!

Duck extiende hacia el hombre las manos.

—Por favor —suplica—. Por favor… sólo quiero salir de este pueblo.

—¡Salga! —prácticamente escupe la palabra.

Duck asiente, vencido, y se agarra al asiento delantero para ayudarse a salir del Chevy. Dave se aparta un paso para dejarle salir, y Duck se pone en pie a su lado, mirándole con expresión abatida. Dave le mira con furia.

—Por favor —suplica Duck.

Dave mira hacia su mujer, que ya ha conseguido abrir la puerta y abraza a su hijo con fuerza, dándole besos en la mejilla mientras el niño ríe, ajeno a lo que está pasando en el mundo, ajeno a la tensión que manejan sus padres y al extraño que ha chocado la frente contra su silla de bebé.

—Siento… siento haberme metido en su coche… yo…

—¿A dónde quiere ir? —pregunta Kelly, levantando la cara y mirándole por encima del coche.

—Kelly, no vamos a…

—Sólo quiero alejarme del pueblo. He perdido de vista a mis amigos y… no sé a dónde ir.

Dave le observa, y después mira a su mujer.

—Eso podemos hacerlo —dice Dave, entre dientes, claramente a disgusto.

Duck respira aliviado al oírlo. Después, ayuda a Dave a meter la maleta que arrastraba la mujer, y se sube en el asiento de copiloto. Kelly va detrás, junto al crío. Mientras arranca el coche, Dave echa un vistazo al hombre que tiene a su lado.

—¿Está usted bien?

—Agotado, nada más.

Después, Dave arranca. Al girar la primera esquina, Kelly lanza un gemido al ver al fondo a un grupo de personas corriendo. No llegan a ver a ningún zombie, porque Dave hace girar el Chevy por otra calle, alejándose de aquella parte del pueblo. Duck intenta mantenerse despierto, pero los ojos empiezan a pesarle y siente como si el asiento le engullera. Se queda dormido antes de que Dave alcance la autopista.