—Es el embajador ruso, señor presidente.
Fred Barker le ofrece el teléfono. Jack lo observa con gesto cansado y desganado y suspira. Se lleva el teléfono al oído. Durante la última hora ha tenido que contestar llamadas de embajadores y presidentes de medio mundo mientras, entre conversación y conversación, Barker le informa de los progresos realizados en la crisis.
Claro que en realidad… ¿Cuál es el contrario de progreso?
Bueno, no seamos tan malvados. Han empezado a establecerse zonas seguras en varias bases militares siguiendo las indicaciones de Bernard Trask, y el ejército ha colocado barricadas en numerosos puntos del estado de California yen las fronteras con los estados aledaños. Mientras tanto, intentan erradicar a los muertos vivientes de Los Ángeles y alrededores. Pero por mucho ánimo que le imprima Fred Barker a la narración, Jack Norton no es ningún idiota y sabe leer entre líneas que, a pesar de algunas masacres de zombies en algunos puntos, en general los soldados están siendo mermados y superados y la infección se ha extendido a zonas cercanas de la ciudad que en principio se encontraban fuera del perímetro vigilado.
En un momento dado, después de explicarle al embajador inglés que sí, que realmente la situación explicada en su discurso era real, Jack le había preguntado a Fred Barker cuál era la situación del centro de Los Ángeles tras el ataque con napalm. Salvado por la campana, Fred se había librado de contestar porque el teléfono había vuelto a sonar, en este caso se trataba del embajador chino.
Pero el rostro de Barker se lo había dicho todo.
—Hola Otto —saluda el presidente al coger el teléfono.
Fred le observa escuchar lo que Otto Tarspichev le dice. La puerta del Despacho Oval se abre para dejar pasar al coronel Trask, que se acerca hasta el sillón donde está sentado Fred.
—El doctor Dysinger ya está durmiendo —dice, en voz baja.
Fred asiente.
—No, Otto —responde Jack, al teléfono—. Por supuesto que estamos haciendo todo lo que podemos para frenar esta… sí, lo sé, Otto… Gracias.
Jack cuelga el teléfono. Da la impresión de haber envejecido diez años en las últimas horas. Fred, al menos, no recuerda haberle visto nunca tan desmejorado.
—Se acabó, Fred —le dice, señalando el teléfono—. No quiero hablar con nadie más. Me da igual que llame el mismísimo Papa.
Fred asiente, levantando el teléfono y transmitiendo la orden a la secretaria que se ocupa de pasar las llamadas. Cuando termina, vuelve a mirar al presidente. Jack se está pasando las manos por la cabeza, pensativo.
—¿Cuánto creéis que tardarán en alcanzar otra ciudad importante? —pregunta, sin levantar la vista.
—Señor presidente —Fred se ríe, de forma nerviosa—, estamos trabajando para que eso no ocurra y…
—No te he preguntado eso, Fred.
Y Barker cierra la boca, sin saber qué decir.
—Menos de un día —responde Bernard, en su lugar.
Tanto Fred Barker como el presidente se giran para mirarle, el primero con una expresión de alarma que Bernard Trask ni siquiera ve, porque está mirando hacia el presidente.
—¿Menos de un día? —pregunta Jack, agotado.
—Señor… Jack… —Fred se pone en pie, colocándose entre el presidente y Bernard Trask y levantando las manos como intentando apaciguar una pelea inminente—. La apreciación del coronel es, cuando menos, precipitada, porque no está al tanto de las cosas que…
—Fred —le interrumpe Jack—, siéntate, por favor.
Fred traga saliva y obedece. El presidente mira a Bernard.
—Coronel, ¿realmente piensa que en veinticuatro horas lo que ha ocurrido en Los Ángeles estará sucediendo en otras ciudades?
—Sí, señor. Si no ocurre antes.
—¿Por qué piensa de esa manera?
—Tal y como están las cosas en estos momentos… no creo que tengamos la capacidad parar detener esto. Luché contra esas cosas en Castle Hill con mi escuadrón y perdí un hombre. Hubiéramos caído todos si el ejército no hubiera enviado más tropas para ayudarnos, y en aquel caso les teníamos contenidos en un único punto. Ahora mismo, esas cosas se esparcen por la parte central de California, sin control alguno… Hemos recibido llamadas de brotes fuera de los perímetros.
Avergonzado, Fred Barker asiente con la cabeza.
—Señor presidente —continúa Bernard—, usted no los ha visto, pero le aseguro que son insaciables. Ya están muertos y no nos perciben como un peligro. Apenas como comida a la que dar tres o cuatro mordiscos antes de lanzarse a por el siguiente de nosotros. Resulta fácil combatir contra uno o dos de ellos, pero en cuanto se encuentran en grupo, es cuestión de tiempo que te coman terreno. Y eso es lo que les está pasando a nuestras tropas.
—¿Qué cree que debemos hacer, coronel?
Bernard niega con la cabeza.
—No lo sé, señor. En estos momentos, creo que tenemos que aferrarnos a la fe y confiar en que nuestros soldados puedan hacerlo.
—Pero en realidad no cree que lo consigan.
Bernard Trask mantiene la mirada al presidente sin responder. Jack Norton suspira, junta las manos sobre la boca y mira hacia el techo.
—Lo que pienso, señor, es que sólo hace falta que una persona infectada haya cruzado la línea. Ya han cruzado nuestras líneas en más de una ocasión desde que esto empezó, y siguen llegando avisos sobre brotes más allá de nuestros perímetros. Y sí, puede que los nuevos perímetros estén bien establecidos… ¿Pero podemos controlar que una sola de esas cosas no esté cruzando el desierto y aparezca por detrás? O no ya un muerto… ¿Podemos controlar que no lo haga un infectado? Estoy seguro de que no tenemos vigilados todos los kilómetros de frontera, cada carretera secundaria, cada camino de tierra, cada sendero…
Bernard Trask termina de hablar, y entonces los dos militares son testigos de algo que nadie ha visto nunca. Una lágrima resbala desde el ojo izquierdo de Jack Norton y cruza su mejilla en dirección a la barbilla. El presidente la seca con el canto de una mano.
—Sólo nos queda seguir intentándolo. Es eso, ¿no?
—Es lo que pienso, señor.
Jack Norton asiente. Sigue mirando hacia el techo, con las manos unidas frente a la boca, como si rezara. Fred Barker mira a Trask, incómodo, pero el coronel mantiene la posición marcial, con las manos cruzadas a la espalda, la vista atenta en el presidente.
—Jack —Fred carraspea—, deberíamos empezar a pensar en usted.
Como única respuesta, el presidente se cubre los ojos con las manos.
—Tenemos un portaaviones a cinco kilómetros del puerto. La tripulación tiene orden estricta de no permitir acercamientos para evitar contagios y…
—No voy a abandonar la Casa Blanca, Fred.
Lentamente, Jack se quita las manos de los ojos, y Fred vuelve a tener la sensación de encontrarse con la versión envejecida del hombre que gobierna el país.
—Pero señor…
—Fred, no.
Y esta vez es tan taxativo que Fred Barker se calla.
—No le diré al mundo que debe mantener la calma mientras arreglamos esto y me escabulliré por la puerta trasera. Convierte la Casa Blanca en un bunker, ten el helicóptero siempre a punto, lo que quieras, Fred, pero permaneceré aquí hasta que sea imprescindible claudicar.
—Sí, señor presidente. Daré la opción a los trabajadores para que elijan si quedarse o marcharse. Supongo que habrá gente que quiera salir y estar con sus familias. Después, nadie más podrá entrar ni salir.
—De acuerdo.
Fred asiente y se da la vuelta dispuesto a salir del Despacho Oval y coordinar ese asunto, pero Jack vuelve a hablar, y Fred se detiene para mirarle.
—Me gustaría proteger Washington.
—Ya lo estamos haciendo, señor. Washington y todas las ciudades, en realidad.
—Me refiero a… más.
Fred estira los brazos, abarcando todo el espacio a su alrededor.
—Me temo que el coronel Trask tiene razón. No tenemos efectivos para proteger cada camino y calle que entra en la ciudad.
Jack asiente, y Fred sale del despacho. Bernard tarda unos segundos, pero acaba realizando el saludo militar antes de darse la vuelta y dejar sólo al presidente en el Despacho Oval.