Trecientos cincuenta kilómetros al este de Los Ángeles siguiendo la autopista 10, y a unos veinte o treinta kilómetros al oeste de Phoenix, el taxi perteneciente al joven musulmán llamado Hamza y conducido en estos momentos por Duck Motton, se detiene al final de lo que parece una interminable cola de vehículos que se extiende hasta más allá de lo que permite la vista. Un par de soldados caminan por el arcén, informando a los conductores de los vehículos. Duck baja la ventanilla.
—Buenos días —saluda Duck—. ¿Qué está pasando?
—Supongo que habrán oído las noticias y conocen la noticia sobre el brote vírico de Los Ángeles.
—Sí —responde Duck, sin añadir que vienen de allí por miedo a que quieran inspeccionarles en ese mismo momento.
—Estamos revisando todos los vehículos e individuos que entran en Phoenix para evitar que se propague el virus, señor. Le ruego que tengan paciencia.
—Pero eso puede llevar horas…
—Tendrá que tener paciencia, hacemos todo lo que podemos.
—¿Hay algún otro camino?
—Señor, este tipo de controles se lleva a cabo en todas las entradas a la ciudad como medida de prevención y es obligatorio que pase por él todo el mundo, así que, como le he dicho, tendrá que tener paciencia.
Duck asiente. Tres coches por delante, el segundo soldado está intentando calmar a un hombre calvo vestido con una camiseta gris con marcas de sudor en las axilas y la espalda. El hombre está evidentemente nervioso, y el soldado que está hablando con Duck le hace un gesto para que espere mientras retrocede hacia su compañero y el tipo calvo.
—Esto es una puta ratonera —asegura Richard Jewel—. Tenemos que salir de aquí.
—No sé tú —le responde Duck—, pero yo he percibido en sus palabras una clara amenaza. Me parece que dispararán contra el que intente abandonar la cola.
—¿Crees que llegarían a ese punto? —pregunta Zoe desde el asiento de atrás, asustada.
—Si han bombardeado Los Ángeles, no creo que tengan problemas en disparar a un taxi —responde Duck.
—No he sobrevivido a un montón de zombies hijosdeputa para quedarme atascado en un coche esperando que aparezcan por detrás. Y no sé tú, pero si nos quedamos aquí, yo no voy a apartar la vista de la puta ventanilla trasera.
Duck mira a Richard, preocupado, porque en realidad, sabe que tiene razón.
—O sea que todo es verdad —dice Hamza.
Hamza está sentado en centro del asiento trasero. La nariz y el labio se le han hinchado, deformándole ligeramente el rostro, aunque al menos ya ha dejado de sangrar. Durante el trayecto desde Palm Springs, los demás le han contado todo lo que saben, empezando con lo ocurrido en Castle Hill. La mayor parte del tiempo, el joven les observaba con una mezcla de terror e incredulidad.
—Por supuesto que es verdad, joder —asegura Richard, mirando a su alrededor—. Joder, mataría a Cristo por un puto trago de whisky.
—¡Richard! —exclama Zoe escandalizada.
—Siento la blasfemia, querida.
Duck apenas les escucha. Está mirando fijamente hacia los soldados y al tipo calvo que no deja de discutir con ellos. En ese momento les está gritando que en la radio han dicho que los infectados son muy peligrosos y exige saber qué van a hacer para protegerles a todos. Presa de los nervios, más que de una verdadera intención agresiva, el calvo empuja a uno de los soldados, e inmediatamente, el segundo soldado levanta su arma y le apunta. La gente que se encuentra alrededor lanza algunos gritos de sorpresa y miedo, y la mayoría se oculta detrás de sus coches. El soldado con el arma le pide calma al calvo, pero este no parece tomarse demasiado bien que le estén apuntando y grita ofendido que no está haciendo nada y que están cometiendo abuso de poder. La tensión crece por momentos.
Y Duck agarra el volante con las dos manos.
—¿Estás seguro de esto? —pregunta Zoe. En su voz se nota el miedo. Y no le quita ojo a los soldados.
—Agarraos fuerte —responde Duck.
—¡Sí, señor! —exclama Richard—. ¡Estamos listos para la acción!
Así que cuando los dos soldados se abalanzan sobre el calvo para intentar inmovilizarle, uno de ellos sacando una brida de uno de sus bolsillos, Duck Motton aprieta el acelerador y gira el volante a la izquierda. El taxi da un salto hacia delante y gira ciento ochenta grados. Duck endereza el volante y vuelve a pisar el acelerador hasta el fondo. Por el espejo retrovisor ve que uno de los soldados está gritándoles y apuntándoles con el fusil, y Duck se encoge esperando los disparos, pero cuando les separan algo más de cien metros de los soldados, en el carril de al lado dos coches se cruzan con ellos en dirección al final de la cola. Y finalmente, aún con el dedo en el gatillo, el soldado baja el rifle y les deja marchar.
Richard Jewel asoma la mitad de su cuerpo por la ventanilla y blande un puño en el aire, gritando eufórico por la escapada.
Pronto, el atasco en dirección Phoenix, el calvo y los soldados desaparecen tras una curva.
—A la altura de Quartzite cruza una carretera en dirección norte-sur —comenta Gabriel, mirando en su iPhone Google Maps.
Duck asiente. No lo dice pero hay otra cosa que le preocupa. La aguja de la gasolina está por debajo del cuarto.